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prohibida la esclavitud al norte del paralelo 36º 30' (Nevins et al., 1994).

      En 1821, aquellas Trece Colonias costeras que se independizaron de Gran Bretaña se habían convertido en una gran república federal presidencialista, compuesta por veinticuatro estados y por un territorio por colonizar de iguales dimensiones a las de todos los estados juntos. En 1818 Gran Bretaña les había cedido la región de la frontera canadiense del oeste de los Grandes Lagos, al norte de Louisiana. En el sur, después de que Andrew Jackson castigara a los indios semínola de Florida ante la impotencia española, que bastante tenía con las guerras de independencia, los norteamericanos compraron esta región a los españoles por cinco millones de dólares en 1819. La nueva frontera con las colonias españolas era ahora Texas.

      A modo de conclusión, se puede decir que los dos aspectos centrales de la independencia son la búsqueda de un desarrollo propio, independiente del área de acumulación británica, y por otro lado, una clara identificación de este desarrollo nacional con los intereses de las estructuras vigentes. La Constitución consagraba políticamente la independencia real, que se puede resumir en el liberalismo de Adam Smith, es decir, que el desarrollo económico es algo espontáneo, fruto de la naturaleza propia de las cosas, que la ampliación del mercado y la incorporación de tecnología son las raíces de la prosperidad, y que el bien común es la suma de los bienes individuales.

      Es decir, lo que Thomas Paine había visto en el movimiento independentista, el derecho del hombre a la felicidad y a la propiedad de los frutos de su trabajo y el ataque contra los privilegios que van contra la libertad. Esto era la independencia. No obstante, cuando el nuevo sistema no proporcionaba prosperidad para todos, emergía el sustrato social que le servía de base: las estructuras sociales de los más afortunados, que tenían que defenderse. Así, se producirá una relación entre liberalismo y mantenimiento del orden social, que quedará establecida en la Constitución.

      Esta Constitución tendrá toda una serie de insuficiencias: a) la no existencia de un desarrollo de los mecanismos electorales en la propia Constitución –las leyes particulares de cada Estado se hacen en función de la correlación de fuerzas internas de cada uno de ellos; en los estados del sur se tomó la medida de considerar a los negros como 3/5 de blanco, y sólo en la elección de compromisarios, lo cual no les daba derecho al voto–; b) se puede decir que el poder federal surgía como compromiso, como una prevención contra la participación popular –se crea así un poder político que no se adaptará bien a la pluralidad de la sociedad cuando ésta se haga más compleja–; y c) quizás una de las más importantes insuficiencias de la Constitución americana sea la inexistencia de una declaración de los derechos de los ciudadanos. Normalmente las constituciones tienen una parte teórica y otra normativa; Estados Unidos carece de la programática, que ha sido suplida parcialmente después mediante enmiendas. Una de las primeras fue la del derecho a la propiedad; después, la de tener y comprar armas y la de intervenir en problemas de orden público cuando así lo pida el gobernador del Estado (Hernández Alonso, 1996).

      Es posible afirmar que, si bien la desaparición real del dominio colonial español sobre las tierras americanas se inicia a partir de la invasión de la península Ibérica por las tropas de Napoleón, las causas remotas de este proceso, sin embargo, tenemos que buscarlas en la segunda mitad del siglo xviii, cuando la monarquía de Carlos III introdujo una serie de reformas en la política colonial con el objetivo de recuperar un timón que las anteriores administraciones metropolitanas habían perdido. Las contradicciones generadas por aquellas mismas reformas en la sociedad colonial y entre las colonias y la metrópoli, en un contexto internacional determinado, estallarán en el momento en que en España se produzca la doble abdicación de Carlos IV y Fernando VII.

      En 1808, la formación de las juntas, en sintonía con las que habían sido creadas en la península Ibérica, abrirá la puerta a la formación de dos bandos: los autonomistas criollos y los realistas adictos. Si bien el primer juntismo tiene que ser considerado como un fenómeno totalmente controlado por España, cuando en la metrópoli las juntas sean vaciadas de contenido –sobre todo por la instalación de la Junta Central en 1808 y, en 1810, por la delegación que se hace sobre el Consejo de Regencia–, en América se encontrarán cada vez más enfrentadas, incluso militarmente. Con la derrota de los franceses en 1815, Gran Bretaña dará un apoyo más efectivo a los rebeldes criollos sin que España sepa o pueda hacer nada por contrarrestar la actividad de éstos. Fue esta polarización en facciones, cada vez más radicalizadas, lo que favoreció realmente la continuidad de las acciones bélicas.

      Pero no debemos creer que durante las luchas por la independencia se produjo, de forma homogénea en el territorio, una fragmentación política nítida entre la población blanca americana: por un lado, los blancos criollos partidarios de la secesión y, por el otro, los peninsulares decantados por el mantenimiento de la autoridad de la monarquía española. Ni tampoco debemos pensar que las ansias emancipadoras alentaron por igual a los criollos de las diversas regiones. Las guerras dividieron familias, ciudades y territorios, y como muestra podemos aludir a la decisión tomada en 1810 por el cabildo abierto de Córdoba que –pese a la postura de Buenos Aires– juró fidelidad a la regencia metropolitana, o –tal y como recuerda Miquel Izard (1990)– la «pública alegría de Caracas por la instalación de la Suprema Junta Central». En otras zonas, que en un principio se sumaron a la insurgencia, dieron marcha atrás al ver que el radicalismo de algunos revolucionarios proclamaba la igualdad entre indios y blancos, principio fácil de asumir cuando éstos representaban una minoría, pero no cuando constituían las dos terceras partes de la población. Razones de este tipo explican que Perú fuera un bastión realista durante muchos años. En México, el 95 % de las tropas que se enfrentaron al levantamiento del cura Hidalgo eran mexicanas; el propio Agustín de Iturbide fue un general realista hasta 1820.

      Respecto a los peninsulares, conviene saber que también entre ellos se producen deserciones, como, por ejemplo, la evidenciada por la proclama del alzamiento de Buenos Aires, en 1810, avalada por importantes comerciantes peninsulares; o la del capitán general de Guatemala, que colaboró con los independentistas.

      Con respecto al proceso emancipador en su conjunto, el caso más singular es, muy probablemente, el de Perú, en cuyo territorio tropas de procedencia argentina y chilena, comandadas por San Martín, fueron recibidas con indiferencia en 1820. Posteriormente, en la decisiva batalla de Ayacucho, que significó la desaparición española, las tropas de Sucre eran mayoritariamente colombianas. Las tropas realistas de Perú estaban formadas por oficiales peninsulares y criollos, pero el grueso de la fuerza militar eran indios y cholos. La presencia de Bolívar tendrá una buena acogida aunque, después de su marcha, su representante será expulsado en los prolegómenos de la declaración de guerra que Perú hará a la Colombia bolivariana. Asimismo, para entender el desarrollo del proceso americano después de la desaparición del poder español, será necesario tener en cuenta disputas territoriales internas y anteriores, como la pugna entre el Río de la Plata y Brasil por el control de la banda oriental uruguaya, o el enfrentamiento entre Buenos Aires y Paraguay que, después de la derrota de Belgrano, dio paso a la revolución de 1811, en la que éste último territorio proclamaba su independencia de Buenos Aires y de España.

      Los argumentos en clave política no son, lógicamente, suficientes. No podemos olvidar que, durante más de tres siglos, España ejerció –con mayor o menor vigor– el control total sobre las colonias americanas. El objetivo no era otro que la explotación económica, por lo que el desarrollo autóctono de formas políticas, sociales y económicas dio lugar a una sociedad piramidal de amplia base, con una cúspide ocupada en exclusiva por blancos, criollos y peninsulares. La modalidad de relaciones económicas imperiales, junto con el proyecto político que las sustentaba, favoreció la aparición de grupos oligárquicos de poder económico que cumplían el papel de intermediarios. Paralelamente, con un peso cuantitativo mucho más reducido, fueron surgiendo ciertas capas medias entre la minoría criolla. El resto, excepción hecha de los blancos peninsulares, constituía la mayoría de la población, formada por indios, negros y mestizos, colectivos social y políticamente excluidos de toda actividad que no fuera la de sujetos activos de la explotación colonial.

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