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cuatro grupos, que son los indios, los mestizos, los negros y los blancos en sus variadas subdivisiones. Se trata de lo que Lucena Salmoral (1988) denomina la «sociedad tricolor». Como anécdota hay que recordar que el venezolano Miranda introdujo el color amarillo en la bandera independentista como símbolo de la población india y mestiza, ejemplo que más tarde sería seguido por varios países después de su independencia; nadie, sin embargo, incorporó en éstas el color negro.

       La sociedad tricolor en 1810 (ámbito continental)

GruposTotalPorcentajes
Blancos3.850.00020,7
Mestizos4.400.00023,6
Indios7.050.00037,9
Negros3.300.00017,7
TOTAL18.600.000100

      Desde esta óptica podemos decir que a la emancipación política se llegará por tres tipos de razones estrechamente interconectadas, que sólo a efectos explicativos exponemos de forma separada:

      – Razones de carácter económico, por el callejón sin salida al cual condujo la política colonial de Madrid. Centrada fundamentalmente en una férrea política fiscal que, pese a haber producido una reactivación económica durante buena parte de la segunda mitad del siglo xviii, acabaría dando paso a una crisis que, paulatinamente, iría generalizándose a lo largo y ancho de todo el territorio, con la única excepción de Cuba, gracias a sus relaciones económicas con Estados Unidos, y de algunos puertos favorecidos por el incremento comercial. Es necesario incluir aquí las primeras repercusiones originadas por el proceso industrializador, que provocará transformaciones fundamentales no sólo en los ámbitos comerciales, sino también en el ámbito de las relaciones internacionales. Los mercados coloniales latinoamericanos jugarán un buen papel a la hora de la comercialización de una parte de la producción textil de los primeros años de la industrialización. Esta expansión de los intercambios hay que ponerla en relación con el predominio naval y la red financiera británica. Irán configurándose así los elementos de lo que será la nueva división internacional del trabajo, aunque la concreción total del modelo se producirá más tarde, cuando llegue a imponerse el free trade (1846) y la afluencia masiva de capitales para invertir en los países periféricos del sistema capitalista.

      – Razones de carácter político y social. Respecto a las primeras, por el grado de madurez política que alcanzarán amplios sectores de las clases dirigentes criollas, que se habían visto favorecidas durante los años de bonanza mercantil sin que su creciente relevancia económica hubiera tenido una traducción política. Este malestar se agudizará a partir de la década de los noventa, al sentirse ahogados políticamente y perjudicados económicamente por España. Por otra parte, la crisis política abierta en la monarquía española por la invasión francesa de 1808 provocará en las colonias un debate sobre la soberanía y la representación en ausencia del rey, lo cual dará paso –a partir de 1810– a un proceso revolucionario con objetivos independentistas. En lo que se refiere a las razones sociales, estas clases dirigentes se sienten amenazadas por las mayorías no blancas (el proceso haitiano las horrorizará, especialmente después de haber vivido las insurrecciones indígenas de la década de los ochenta) y entienden que sólo cuentan con sus propias fuerzas para mantener el statu quo.

      – Razones de carácter ideológico que vienen dadas, en primer lugar, por la influencia de la Ilustración, y que darán una cierta base teórica a las reivindicaciones criollas. Este es un punto polémico en la historiografía, puesto que se ha exagerado la supuesta influencia de las Luces, especialmente por aquellos que querían ver grandes paralelismos con la evolución estadounidense, lo cual últimamente se matiza mucho, hasta el punto que Lynch (1976) afirma que suponer que la Ilustración hizo revolucionarios a los americanos es confundir causa y efecto. En segundo lugar, dentro de las razones ideológicas, es necesario incluir las repercusiones que en América Latina tendrán tres hechos históricos sobre los cuales volveremos más tarde: la independencia de las Trece Colonias, la de Haití y la Revolución francesa.

      En este marco podemos adelantar, como primera conclusión, que el acceso a la independencia será, como dice Pierre Vilar (1976), el resultado de la decisión de las minorías criollas, en un proceso que tendrá dos hitos señalizadores: el caso de Haití, donde los esclavos se hicieron con el poder; y el de las Antillas, donde la clase dominante criolla, en una situación de pleno desarrollo, decidió no romper sus lazos de unión con la metrópoli. Para comprender plenamente este proceso es preciso analizar la evolución de la situación política, social y económica de las colonias hispánicas durante la última parte del período colonial.

      Aceptando la definición clásica, un sistema colonial es un complejo de relaciones reguladas con la pretensión de crear un imperio colonial autosuficiente, de partes económicas mutuamente complementarias, cuyas características básicas se configuran a partir de un objetivo, la defensa imperial, mediante el ordenamiento fiscal como medio de captación de recursos. Desde esta perspectiva debemos acercarnos al análisis de la crisis colonial aceptando la contradicción entre lo que la monarquía española decía pretender en sus escritos políticos públicos y la cruda realidad imperial. Es en los textos elaborados para el consumo interno de la élite dominante donde los objetivos colonialistas aparecen con impúdica claridad, con lo cual no hay sitio para la confusión. Como dice Fontana (1991), en los escritos redactados para el consumo público siempre se habla de los «paternales desvelos» de la Corona por la felicidad de sus súbditos, mientras que en los segundos se utiliza el lenguaje crudo de las necesidades de Estado. En 1785, el conde de Aranda dirigía al secretario de despacho, el conde de Floridablanca, la siguiente carta:

      Nuestros verdaderos intereses son que la España europea se refuerce con población, cultivo, artes y comercio, porque la del otro lado del charco océano la hemos de mirar como precaria a años de diferencia. Y así, mientras la tengamos, hagamos uso de lo que nos pueda ayudar, para que tomemos sustancia, pues, en llegándola a perder, nos faltaría ese pedazo de tocino para el caldo gordo.

      Es necesario entender esta concepción para no equivocarse. El conde de Revillagigedo, virrey de México, escribía en 1794:

      No debe perderse de vista que esto es una colonia que debe depender de su matriz, la España, y debe corresponder a ella con algunas utilidades por los beneficios que recibe de su protección. Y así se necesita gran tino para combinar esta dependencia y que se haga mutuo y recíproco el interés, lo cual cesaría en el momento en que no se necesitase aquí las manufacturas europeas y sus frutos. (Fontana, 1986)

      Quizás parezca una simpleza pero no lo es. En el análisis del proceso es necesario partir de la base de que España tenía unas colonias en América y que su interés no era otro que explotarlas en su beneficio. Las colonias –la clase dirigente de éstas– debían aceptar este estado de cosas a cambio de la protección: ¿protección de qué y ante quién? Lógicamente, de sus intereses particulares y de raza ante la mayoría de la población, sujetos activos de la explotación colonial, especialmente ante las mayorías étnicas de indios, negros y mestizos. A nuestro parecer, cualquier planteamiento que olvide este punto de partida resultará estéril.

      Desde los tiempos de la conquista, la intervención del Estado tenía que garantizar que se cumplieran tres directrices básicas: traer la plata (pero no en exceso, para evitar su depreciación), exportar mercancías y dar ocupación a la marina española. La clave del éxito del sistema comercial radicaba en el acierto o la equivocación en la combinación de estos factores y en asegurar la dependencia entre las dos partes del imperio. Aun así, hacia finales del siglo xvii, empieza lo que Burkolder y Chandler (1975) han denominado la «etapa de impotencia» de la administración colonial española. Los esfuerzos desplegados durante los reinados de Felipe V y Fernando VI para la adecuación de España a las pautas del mercantilismo contribuyeron a agravar los problemas de liquidez del Tesoro. Lo que los franceses llamaban el exclusivo –la obligación de las colonias a comprar sus necesidades y vender sus frutos a la metrópoli– era más teórico que real, en buena medida por la incapacidad española para cubrir los pedidos de aquéllas.

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