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renovado por la introducción de instituciones representativas. Si esta era una vaga promesa de futuro político, el verdadero futuro económico pasaba por asumir que sólo la alianza con Gran Bretaña aseguraba el contacto de las tierras americanas con los mercados europeos, lo que ofrecía una lectura bien sencilla: España no era más que un obstáculo insoportable y no tenía sentido mantener los vínculos, renovados o no, de épocas anteriores.

      Las noticias de la abdicación de Bayona y de la sublevación popular peninsular de mayo de 1808 llegan a América en julio y dan origen a reacciones comparables de patriotismo y fidelidad a Fernando VII. La crisis política y de legitimidad abierta se trata de resolver en América, como en España, con la convocatoria de juntas, que en ausencia del rey debían reasumir la soberanía. Con este recurso, la concepción pactista tradicional se convirtió en un argumento gravemente perturbador de las relaciones coloniales, al asumirse que las juntas americanas eran tan soberanas como las españolas, por lo que no tenían que supeditarse a ninguna de ellas (Domínguez, 1985).

      Sin embargo, varios motivos explican el primer fracaso de la creación de juntas en América y la general aceptación de la Junta Central de Sevilla como representante legítima de toda la monarquía: la distancia geográfica, que alejaba la posibilidad de una invasión francesa de las colonias americanas, la ausencia de autoridades colaboracionistas con el agresor y la fuerza del deseo de concentrar la ayuda en la península Ibérica. Esta situación se vio consolidada con la convocatoria de elecciones para nueve representantes americanos en la Junta Central, en enero de 1809. El largo proceso de elección concluyó en Venezuela, Puerto Rico, Nueva Granada, Perú, Nueva España y Guatemala, mientras que en Chile y en Río de la Plata estaba todavía en marcha cuando la Junta Central se disolvió y se constituyó el Consejo de Regencia, en enero de 1810.

      Las protestas iniciales desencadenadas meses atrás por la desigual distribución de delegados, que situaba en inferioridad a los americanos frente a los representantes de las juntas de la península Ibérica, se agravaron entre las élites americanas, reacias a aceptar la legalidad del Consejo de Regencia y las condiciones, de nuevo discriminatorias para la representación americana, impuestas para la prevista elección a cortes (Guerra, 1993). Todo esto, junto con el convencimiento, en aquellos primeros meses de 1810, de que la derrota definitiva ante los franceses era inevitable e inmediata, despertó nuevamente los movimientos de autogobierno, desplegados en ciudades principales al formarse juntas a partir de la convocatoria de cabildos abiertos (Caracas, en abril; Buenos Aires, en mayo; Santa Fe de Bogotá, en julio, etc.), los cuales seguían manifestándose fieles a Fernando VII. Como señala Jaime C. Rodríguez (1996), estos movimientos, al contrario de los de 1809, desencadenaron la actividad de distintas fuerzas sociales, representantes de territorios y grupos descontentos que pretendieron desde entonces reparar los perjuicios que sufrían.

      Las luchas entre fidelistas y autonomistas se manifestaron pronto, con el triunfo permanente de los segundos en Buenos Aires y la victoria más que precaria en Caracas. En la capital del Río de la Plata, la «revolución del 25 de mayo» de 1810 alejó del poder a los administradores coloniales y abrió paso a un período de autogobierno apoyado por las milicias criollas, en defensa especialmente de la libertad de comercio y del fin de los privilegios de los españoles. La independencia del litoral rioplatense sería ya irreversible, aunque fracasaron los intentos de los líderes de la junta de Buenos Aires de extender la revolución en el interior paraguayo. A pesar de todo, provocaron la declaración de independencia de Paraguay el 7 de mayo de 1811, y la de la banda oriental, en febrero de aquel mismo año.

      En Caracas, sin embargo, la defensa de la oligarquía local de las libertades comerciales no bastó para ganar el apoyo de otras importantes ciudades, como Valencia. La proclamación de la independencia de las Provincias Unidas de Venezuela, el 5 de julio de 1811, estuvo acompañada de un llamamiento a su defensa por parte de la población, que por aquellas fechas contaba con un 61 % de negros y pardos. El temor de la oligarquía a propiciar una movilización de la población negra que no pudiera ser controlada explica la no abolición de la esclavitud y, con esto, el hecho de que las tropas realistas pudieran atraer más exitosamente a la población negra y a los llaneros de Tomás Boves para poner fin definitivamente a la denominada República Boba en julio de 1814. Hasta aquella fecha, la lucha independentista había continuado bajo la dirección de Simón Bolívar, que en un intento por socavar las bases sociales de los fidelistas proclamó la «guerra a muerte» a los españoles en 1813. Los fracasos sucesivos, anteriores y posteriores a 1814, llevaron a Bolívar a Nueva Granada, donde se uniría a la lucha independentista, aunque con escasos resultados.

      También en Nueva España, el miedo de la oligarquía criolla a una explosión social indígena y mestiza, que representaban el 50 % y el 30 % de la población respectivamente, y el buen control por los fidelistas de las escisiones socioétnicas llevaron al fracaso de los primeros y violentos intentos de los curas Manuel Hidalgo, iniciado con el grito de Dolores en septiembre de 1810, y de José María Morelos. Hidalgo encabezó una sublevación apelando a Fernando VII, a la Virgen de Guadalupe y a la independencia, integrada por veinticinco mil personas, mayoritariamente indios y mestizos del Bajío, desesperadas por la crisis alimentaria y la penuria económica. La violencia desatada contra los blancos, especialmente en el ataque a Guanajuato, alejó a los criollos de cualquier inclinación en favor del movimiento indígena, rural y campesino de Hidalgo y de su seguidor en el sur del virreinato hasta 1813, Morelos. La aportación de Morelos fue dar a los proyectos independentistas un cuerpo ideológico legitimador igualitario, republicano, religioso y nacionalista, que se concretó en la inoperante Constitución de Apatzingan de 1814.

      En última instancia, la debilidad política de los insurgentes permitió que fuera casi absolutamente exitosa la reacción realista ante estos intentos independentistas producidos entre 1810 y 1814, basada en la contrainsurgencia, la politización de las escisiones socioétnicas y, aunque con menos resultados, en la cooptación política mediante la representación americana en las Cortes (Domínguez, 1985).

      La llegada del rey Fernando VII a España desde el exilio, en diciembre de 1813, abriría un nuevo período en la lucha por la independencia, una vez que las múltiples promesas reales empezaron a desvanecerse tras el nuevo absolutismo impuesto con la abolición de la Constitución de Cádiz. Una nueva fase, caracterizada por una adaptación mayor de las estrategias de los independentistas a las condiciones sociopolíticas de las colonias; por el convencimiento de que la garantía de las independencias de cada territorio dependía de la expansión de la rebelión por todo el continente; y, finalmente, por los intentos de reconquista y por la represión a cargo de los realistas, mediante el envío de veinticinco expediciones que traerían a unos cuarenta y cinco mil soldados a América.

      El mariscal Pablo Morillo llegó al frente de una de ellas a Caracas, en abril de 1815, poniendo fin a la sublevación de la Capitanía General de Venezuela y, un año más tarde, de Nueva Granada. La ocupación militar iba acompañada de la confiscación de bienes de los rebeldes y de la creación de consejos de purificación que reprimían con dureza a los vencidos. Aquella intransigencia realista, según Céspedes (1988), radicalizó el autonomismo y amplió sus bases al hacer imposible cualquier tipo de conciliación y de concesión ante la injusticia y la represión arbitrarias.

      Un ejemplo de esta radicalización lo encontramos en la fuerza reunida por Bolívar a raíz de su promesa de manumisión de los esclavos, en los acuerdos con sus antiguos enemigos llaneros y en el apoyo económico y humano recibido de Gran Bretaña. Estas fuerzas se encontrarían, en adelante, con un enemigo que iría debilitándose por descomposición interna, debido a las crecientes deserciones, a los graves problemas de intendencia y a la oposición surgida entre los comandantes y los soldados procedentes de la guerra contra los franceses, de inclinaciones liberales y opuestos a sus jefes absolutistas.

      Tras las primeras importantes victorias sobre los realistas, Bolívar instaló su base en Angostura, donde un congreso celebrado en 1819 proclamó la Tercera República de Colombia, a la espera de la definitiva liberación de todos los territorios de Venezuela y Nueva Granada. Ésta última avanzaría finalmente tras la llegada de tres mil hombres comandados por Bolívar a la meseta desde las llanuras venezolanas, así como por la derrota

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