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bien en la misma lengua. Así, esta práctica suscita, de facto, todos los desafíos lingüísticos, políticos e identitarios propios de la traducción y podría entonces prestarse para un análisis inspirado en el conocimiento de la traductología y de la sociología de la traducción152.

      Las ventajas tanto simbólicas como pragmáticas que los «dominados» pueden sacar de la coedición, al menos en el corto plazo, son muy evidentes. Las motivaciones de los «dominantes», al contrario, son un poco menos claras, a menos que se ponga en primer plano un factor que solo tiene un peso secundario en el modelo de Casanova: el factor económico. Pues aunque la coedición procura una ganancia simbólica a quienes buscan la consagración, implica una renuncia del mismo orden para el consagrante, al menos cuando este ocupaba hasta ese momento todo el espacio por sí solo. ¿Por qué conceder una parte de este espacio? ¿Y a qué precio? Para responder estas preguntas hay que hablar de un tercer actor, porque, con excepción de algunos autores quebequeses y colectivos, parece que la vasta mayoría de los títulos literarios, en particular las novelas y ensayos coeditados entre Francia y Quebec, son traducciones, es decir, textos cuyo copyright original está en manos de otro editor o agente —nueve de diez de lengua inglesa—, que tiene el poder de dividir o no los territorios francófonos. Son posibles dos escenarios: este editor original cede los derechos mundiales para el francés a una sola editorial que, a su vez, delegará el esfuerzo de difusión sobre el territorio extranjero a un colega de ultramar, o bien elige dividir de entrada los territorios. En el primer caso la coedición es elegida por el primer editor-comprador; en le segundo, es impuesta. En ambos escenarios, los editores francófonos podrán al menos compartir los costos finales de la obra. Si el editor-traductor obtiene una subvención para la traducción, la operación será incluso más rentable para todo el mundo (o con un menor déficit).

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