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sentados frente a cientos de personas de Goumbou, sus aldeas y poblados, el polvo y el color dominaban el ambiente. Las mujeres, elegantemente vestidas con sus mejores trajes y alhajas; los hombres, con túnicas y turbantes de distintos colores, con predominio del azul en todas sus variantes; los niños, sentados en el suelo. Algunos, controlados por los maestros, portaban pancartas de bienvenida con los colores de España y Andalucía y otros, siguiendo su ejemplo, gritaban y cantaban dándonos la bienvenida. Todo era alegría para ellos, ¡una fiesta! No podía dejar de mirar sus caras de humildad y de pobreza ni tampoco, como mis compañeros, controlar las lágrimas que caían por nuestras mejillas de la emoción y de ver su realidad. En ese momento creí que éramos protagonistas de un documental de La 2 y de pronto… ¡un pitido ensordecedor! Habían encendido el megáfono para comenzar el acto oficial.

      El alcalde, monsieur Sádia Kouma, inició el acto en francés, presentándonos ante su pueblo y explicando el motivo de nuestra visita. A continuación la misma presentación la fueron repitiendo sucesivamente cada uno de los representantes de las distintas etnias con distintas lenguas: en bámbara (el otro idioma oficial), en soninké, en peúl, en árabe, etc. Nuestros traductores, Djeneba Ndiaye y Samou Konté, nos iban resumiendo sus intervenciones para tener conocimiento de todo cuanto decían y de las alabanzas que nos dedicaban. Una vez finalizada su exposición, participaron por nuestra parte Gabriel, como portavoz del grupo y traductor;y Yolanda, como representante de nuestro ayuntamiento, lo cual nuevamente fueron traduciendo para todos los asistentes.

      El acto terminó porque se acercaba la noche y no había luz. Además, debíamos instalarnos en un campamento a las afueras. Era un terreno cercado, de unos mil metros cuadrados, con una construcción circular abierta a modo de estancia de día y otra rectangular cerrada con cuatro habitaciones y unas letrinas en el exterior. Tampoco había agua corriente, pero nos la suministraban de los pozos en depósitos que cada día nos rellenarían con cubas transportadas en un carro tirado por un borriquillo. Junto a los depósitos habían colocado varios cubos y jarrillos de plástico multicolores, que compartiríamos con ellos para ducharnos en las letrinas o a espaldas del edificio.

      Una vez instalados, nos dimos cuenta de que todo el recinto seguía lleno de gente con poca intención de marcharse. Los guardias nos avisaron de que unas mujeres nos habían preparado la cena y, un poco asombrados, nos acercamos a recibirlas para darles las gracias por el gesto amable que habían tenido. «A ver qué es…». Descubrimos los recipientes, tapados para evitar que les cayese polvo: era arroz con cordero y pastel de baobab (que llamamos nosotros), por el color de su salsa verde oscura y su forma de rosco grande. Algunos nos atrevimos a probar el arroz y el cordero por separado… No estaba mal, pero el pastel de baobab se nos atragantó y preferimos que se lo comiesen los guardias junto con casi todo el arroz y el cordero que no habíamos podido comer. No se lo pensaron dos veces.

      Ya era hora de descansar; el día había sido largo y difícil.

      Debimos instalar mosquiteras a fin de evitar las picaduras nocturnas de los mosquitos, utilizando unas sillas metálicas con asientos de cuerdas de plástico que nos prepararon para el descanso diario. Después de un buen rato con los preparativos… al fin lo conseguimos. ¡Buenas noches!

      Muy temprano se oyó cantar a los gallos, los burros rebuznaron y el imán de la mezquita comenzó sus rezos. Debíamos levantarnos; el día amanecía y había mucho por hacer.

      Tomamos un desayuno rápido y organizamos un briefing (reunión informativa) para preparar la actividad de cada uno. Los médicos, Miguel y Carlos, tenían muy claro a lo que habían venido. ¡Se iban al CSCOM! (el centro sanitario). Nos dijeron que las colas de pacientes eran interminables y estaban desde la noche anterior. Cargaron las cajas de medicamentos y material sanitario en los coches y se desplazaron hasta el lugar. Había decenas de mujeres con bebés y niños, embarazadas, heridos, personas mayores, otros con malaria y enfermedades casi desconocidas para ellos. Acompañados por Samou, el traductor, les esperaban allí los enfermeros y las matronas del lugar. También había un médico y dos o tres mujeres enfermeras residentes en Bamako con descendencia de Goumbou, todos ellos dispuestos a ayudar en todo lo necesario, poniéndose a su disposición.

      Alexis, el agrónomo, se marchó acompañado de un colega de profesión que ejercía su trabajo en el Ministerio de Agricultura y Pesca en Bamako, varios agricultores y el presidente de la comunidad de regantes (algo que no entendía; si allí no había canalizaciones ni acequias y el único riego que se producía era cuando llovía, ¿entonces para qué una comunidad de regantes?), a distintos campos para conocer de primera mano las necesidades y las posibles soluciones que se podían encontrar.

      El resto de los miembros del grupo salimos con Djeneba, la traductora, acompañados del alcalde, representantes municipales, maestros y una amplia comitiva, al objeto de visitar el ayuntamiento, la mezquita, los pozos, los molinos, el «mar» (lugar donde se acumulaba el agua de lluvia cuando era muy abundante) y las escuelas en las que se impartía educación en francés, dejando para otra ocasión las coránicas según hubiera tiempo o no, nos dijeron.

      Dado el número de personas que nos acompañaban, partimos en coches y en la furgoneta hacia el ayuntamiento, un edificio viejo con tres habitaciones: el despacho del alcalde, la de entrada (donde había poco mobiliario, entre el que destacaba un interruptor medio roto conectado a un cable y un pequeño tubo fluorescente, lo que me sorprendió porque no había luz) y otra más pequeña, a la izquierda, llena de trastos viejos. En el patio de atrás vimos una antena parabólica. ¡No dejaban de sorprendernos! Pregunté que si no había luz para qué servían la antena y el fluorescente… Tenían un televisor tapado, casi escondido, que cuando había fútbol conectaban a un generador; lo mismo que, si era necesario, harían con el fluorescente.

      Desde allí nos encaminamos hacia la mezquita vieja, llamada así por tener más de quinientos años y estar construida con adobe y maderas; una vez en el lugar, el alcalde habló con el imán para conseguir que pudiéramos ver su interior… No se admitían visitas por la mañana y se dejó para la tarde. Ya de vuelta, encontramos un pequeño cementerio junto a la casa donde, según comentó el alcalde, residía un descendiente de los fundadores del Imperio de Malí, que al ver nuestra comitiva salió a la puerta, donde se saludaron. El regidor le dio una pequeña explicación del motivo de nuestra visita y presentó a todo el grupo, uno por uno. De inmediato salió de la casa otro hombre que no dijo ni hizo nada, solo se quedó de pie, quieto… «Es su esclavo», dijo Djeneba, algo que pensábamos que no existía en estos tiempos.

      Nos dirigimos hacia el «mar», dada la curiosidad que había despertado en nosotros teniendo constancia de lo poco que llovía y de que tampoco había nacimientos de agua. El lugar es un antiguo cauce de río que se ensancha y hace presa. Tiene unos dos o tres kilómetros de largo y recoge las aguas de lluvia en los años que esta abunda. Decían que hacía tiempo que no se llenaba porque llovía menos…, pero los viejos del lugar aseguraban haberlo visto rebosando, con más de tres metros de altura del agua, y afirmaban que en él se pescaba gran cantidad de peces.

      Fuimos hasta un molino de mijo que estaba cerca para ver su funcionamiento y nos pareció una buena máquina, que aliviaba el trabajo de aquellas mujeres que podían pagarlo… Las que no podían afrontar ese gasto debían golpear con un palo de punta roma en un mortero de madera de gran tamaño que contenía el grano hasta que este quedase hecho harina.

      Volvimos andando hacia el ayuntamiento, donde se habían quedado los coches. La gente saludaba cordialmente, agradecida, y nos daba la bienvenida allá por donde íbamos. Debíamos marchar al campamento; se acercaba la hora de almorzar.

      Mientras el resto de compañeros iba llegando al campamento, algunos entablamos conversación con Djeneba, pues su traducción era poco comprensible y teníamos curiosidad por saber dónde y desde cuándo había aprendido español y a qué se dedicaba. «Soy profesora de inglés en un colegio privado en Bamako. Hace algún tiempo encontré un pequeño diccionario de bolsillo francés-español (nos lo mostró, sacándolo de su bolso) y en mis ratos libres practico empezando desde el principio, por la letra A». Nos sorprendieron las ganas de aprender de esa mujer con tan pocos medios.

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