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parecer, también de Bamako.

      Atravesamos toda la ciudad para ir al almuerzo. Era una casa grande, de planta baja con jardín, en las afueras de Bamako. Allí de nuevo se produjeron las presentaciones con políticos y gente importante. A cada uno de nosotros, en función de nuestra actividad profesional, se nos asignaba una de las personalidades y nuestra traductora tenía que estar moviéndose de un lado para otro a fin de que pudiésemos entendernos en algo. A mí me presentaron al secretario del ministro de Economía de Malí, según mi traductor, Samou Konté, que también compartía con otros compañeros y que había estudiado parte de su carrera en Barcelona y conocía a Gabriel de su primer viaje.

      El suelo del patio estaba todo cubierto de alfombras y cojines, aunque había alguna que otra silla por deferencia hacia nosotros. Al rato de comenzar la reunión aparecieron varias mujeres portando la comida en recipientes, que colocaron en el suelo para cada cuatro o más personas. Allí se come, generalmente, con las manos y se nos advirtió de que sería bueno hacer un esfuerzo para adaptarnos y comer como ellos…, pero no era nada fácil. El primer plato fueron unos aperitivos de frutos secos y aceitunas, entre otros, con los que no tuvimos problema;el segundo, más complicado, arroz con cordero, una exquisitez para ellos y un problema para nosotros que cada uno solventaría a su manera. Yo tuve la suerte de contar con la ayuda de mi compañero de tertulia, al que personalmente se lo agradecí. El secretario del ministro de Economía metió la mano hasta el fondo del recipiente para sacar una pieza de carne limpia de grasa y sin hueso, que me dio para que la comiera sin necesidad de mancharme las manos. «Merci, merci beaucoup!».

      Después de la comida seguimos departiendo y conociendo a cada uno de los asistentes con la conciencia y la tranquilidad de haber tenido un buen comienzo. Quedamos emplazados con quienes nos acompañarían en el viaje a las cinco de la mañana, hora local, para cargar equipajes y paquetes en los vehículos cuatro por cuatro que habían puesto a nuestra disposición vecinos de Goumbou residentes en Bamako y comenzar el viaje.

      Los vehículos iban al completo de gente. Había que cargar casi todo en el techo, salvo una gran cantidad de botellas de agua repartidas en cada coche y algún equipaje en los maleteros. Lo que para nosotros era raro de ver… para ellos lo más normal. El vehículo menos cargado llevaba casi un metro de altura y, entre ellos, una furgoneta cuatro por cuatro cerrada, con unos doce asientos también completos. En su techo, más de un metro de altura de carga, que parecía que iba a volcar en la primera curva.

      Partimos todos en dirección a Goumbou y conforme avanzábamos, aún por la ciudad, cada vehículo se iba separando del resto para repostar. Una, otra, otra más… Varias gasolineras; no entendíamos nada. «¿Se habrá agotado el carburante? Pero en todas es muy raro», pensé. En la siguiente parada le pregunté al chófer por qué tantas gasolineras. «Los vecinos de Goumbou residentes en Bamako han hecho aportaciones en vales de carburante y debemos llenar los depósitos en esas estaciones», fue su respuesta. Ahora sí lo habíamos entendido.

      Los conductores calcularon el tiempo que tardarían en repostar y quedaron a las afueras de la capital una hora más tarde para continuar el viaje todos juntos. En cada vehículo viajaban como acompañantes uno o más nativos de Goumbou, pero residentes en Bamako, entre ellos el dueño, que ponía su vehículo con chófer incluido. Aprovechaban el viaje para ver a sus familias y amigos, dejando después el coche en manos del conductor y para nuestro servicio. En Bamako, tener un chófer privado durante las veinticuatro horas al servicio del dueño cuesta unos cincuenta euros al mes.

      Por fin estábamos todos reunidos. Comenzó la ruta por una carretera estrecha y bacheada. Algunos vehículos eran bastantes viejos, pero seguían el ritmo todos juntos. A medida que avanzábamos y a las afueras de la capital, cada pocos kilómetros había unas barreras (dos depósitos de chapa grandes y vacíos a cada lado de la carretera y un palo largo de punta a punta), cuyos guardias portaban armas de fuego. Unas veces nos paraban en ellas y otras estaban abiertas. Cuando nos paraban, el chófer del primer coche enseñaba un salvoconducto y seguíamos la ruta. Tras cuatro horas de camino llegamos a la mitad del trayecto, Djidièni, primera parada y fin del asfalto. Estiramos las piernas un rato, nos tomamos unas Fantas o Coca-Colas (incluso había Mirindas) para refrescar el gaznate y nos acercamos al mercado, donde los niños y las mujeres que vendían algo se movían de un lado para otro, buscándonos insistentemente con tal de conseguir que comprásemos de su mercancía. En esto que vi una pequeña tienda con mucha variedad de artículos; entre ellos me sorprendió ver Tutú y Omo, dos productos de lavar la ropa que no veía desde que era un niño.

      Comenzó la pista de tierra con baches, zanjas profundas y mucha toulé ondulé y fech fech (pista con ondulaciones transversales y mucho polvo fino como el talco). El ritmo para los primeros 190 kilómetros se nos había hecho lento; ahora la velocidad se reduciría aún más. Solo quedaba esperar y tener paciencia. Faltaban otros 190 kilómetros.

      Mientras nos íbamos acercando, cada uno de nosotros tenía el mismo pensamiento: «¿Cómo será Goumbou?». Cada cual sacaba sus conclusiones conforme a los pueblos que veíamos durante el trayecto. Y todo eso con muchas ganas por llegar.

      Después de seis o siete horas los coches se detuvieron por segunda vez. Estábamos en Kaloumba, a solo diecinueve kilómetros de Goumbou. Allí nos recibió el jefe de la primera aldea del municipio, un hombre viejo, alto y enjuto, curtido en mil batallas y en la propia vida. Iba vestido con túnica azul celeste y un turbante a juego echado por la cabeza, a modo de pañuelo, y estaba recostado sobre un jergón en la entrada, a la izquierda de su vivienda. Nos dio la bienvenida a su pueblo, quedando para que a la vuelta visitásemos el lugar debido a lo justos que íbamos de tiempo.

      El pueblo de Goumbou está atravesado por la carretera nacional RN4, por la que habíamos llegado hasta allí desde Bamako y que continúa hasta el norte del país sin asfalto. Es la capitalidad del municipio donde se ubica la mairìe (ayuntamiento) y el número de habitantes del municipio está entre 20.000 y 23.000, repartidos en siete pueblos y doce aldeas, siendo muy difícil de determinar el número exacto porque cuando los niños nacen no siempre son registrados por sus padres o los registran tarde, ya que deben hacer un desembolso económico y desplazarse hasta la ciudad de Nara, a veintinueve kilómetros, y no es nada fácil para muchas familias por falta de medios económicos y de transporte.

      Los pueblos del municipio son Goumbou, Dembassala, Sabougou, Kaloumba, Koly, Dougouni y Toulel; y las aldeas, Nima Belebougou, Nima Kore, Bouloukou, Norbeli, Tassilima, Bolibana, Tchelimpara, Heligoupou, Takoutala, Madina, Diagaba y Soutourabougou.

      Continuamos la ruta y a poco más de diez kilómetros ya empezamos a ver personas a caballo y en algún que otro ciclomotor que nos saludaban y corrían detrás de nuestros coches. ¡Ahora sí estábamos cerca! ¡Ya estábamos allí! En breve y sobre una pequeña loma divisamos a lo lejos una multitud de gente a un lado y a otro de la carretera. Cada vez más cerca se oía el ruido de tambores, disparos al cielo con escopetas de caza y artilugios musicales. Había niños correteando de un lado para otro y algunos hombres con varas controlándolos para que no se metieran debajo de los coches, banderitas con los colores de Malí, Andalucía y España colgadas a modo de feria y ¡gente, mucha gente, más gente!

      Conforme cada vehículo iba parando, la gente se echaba encima de los tubabus (hombres blancos) para saludar y darnos la bienvenida: «Bissimila, bissimila, bissimila».Tal multitud impedía ver dónde estaban los demás y algunos miembros de la expedición se sintieron inseguros ante tan magna recepción, llegando a temerse lo peor. Elena perdió de vista a su marido durante un instante. Yo acababa de bajar del coche y se me agarró del brazo, diciendo: «Escucha lo que grita la gente en francés:“ ¡El dinero! ¿Dónde está el dinero?”». «No tengas miedo; aquí somos bien recibidos, solo que es su manera de agradecernos la visita», le contesté para tranquilizarla. Tampoco estaba seguro de si era eso lo que decían.

      Al fin nos vimos reunidos y sentados bajo una gran «casa palabra» (lugar donde se reúnen los hombres para hablar a la sombra, construido con troncos de madera y hojas de palmera), ampliada a modo de jaima para darnos cobijo a los viajeros, los alcaldes, representantes

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