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de nuestra soberana voluntad y otras facultades conscientes, podíamos lograr llevar una vida plena, autogobernada y completa. La idea de que los seres humanos tenemos distintas partes y que incluso no conocemos muchas de ellas fue una idea profundamente revolucionaria introducida por la naciente psicología contemporánea. Idea que, ciertamente, desafió todo el proyecto e imaginario cultural de la modernidad.

      A comienzos de su carrera profesional, cuando se desempeñaba en el Hospital Mental de Burghölzli en Zúrich, Jung descubrió que incluso en sujetos “normales”, se puede detectar la presencia de lo que él denominó complejos. Los complejos serían partes del aparato psíquico, que se diferencian del yo central y al cual pueden incluso oponérsele. Los complejos generalmente son de carácter inconsciente y, además, cuentan con una fuerte autonomía, un tono emocional especifico en torno al cual están estructurados, y tienen la posibilidad de influenciar directamente al yo. Jung creía que los complejos suelen funcionar como especies de sub personalidades, que ante determinadas situaciones vitales emergen (en lenguaje junguiano diríamos “se constelan”) y dominan parcialmente al yo, el cual sufre de lapsos de tiempo, más o menos transitorios, en que experimenta una relativa pérdida de libertad. En aquellos momentos en que uno está dominado por una fuerte emoción, y que se comporta de una forma particularmente obstinada, caprichosa o irracional, incluso a sabiendas de que se está realizando algo poco provechoso —y que, sin embargo, en el mejor de los casos, uno simplemente puede tener algo de consciencia que se está comportando de forma inadecuada sin lograr detenerse— se puede reconocer la influencia de un complejo. Robert Stevenson pone en voz de Jekyll un lúcido y profético insight respecto una temática que la psicología contemporánea del siglo xx llegaría a estudiar en profundidad:

      De esta manera me fui acercando todos los días, y desde ambos extremos de mi inteligencia, a la verdad cuyo parcial descubrimiento me ha arrastrado a un naufragio tan espantoso: que el hombre no es realmente uno, sino dos. Y digo dos, porque al punto a que han llegado mis conocimientos no puede pasar de esa cifra. Otros me seguirán, otros vendrán que me dejarán atrás en ese mismo camino; y me arriesgo a barruntar que acabará por descubrirse que el hombre es una simple comunidad organizada de personalidades independientes, contradictorias y variadas 2.

      Ciertamente por limitaciones de espacio no me es posible detallar todo el elaborado mapa de la teoría de la personalidad de la psicología analítica junguiana, el cual incluye el funcionamiento de los distintos complejos del inconsciente personal sobre los que Jung escribió e investigó durante su vida, y que se vinculan con estas “personalidades independientes, contradictorias y variadas” a las que Stevenson hacía alusión en la reciente cita. Sin embargo, sí hay un complejo particular sobre el que debemos reflexionar y que, como afirmé hace unos momentos, es el más directamente relacionado con el problema que aquí nos convoca. Por cierto, es el complejo —es decir, la parte autónoma de la psique— que evoca explícitamente la relación simbólica de la historia de Jekyll y Hyde. Como se adivina, me refiero al complejo de la sombra.

       GÉNESIS Y CONFORMACIÓN DE LA SOMBRA PERSONAL

      Ya en el año 1917, en su escrito Sobre la psicología de lo inconsciente Jung había comenzado a esbozar de forma incipiente lo que él denominó como “la sombra”. La sombra implicaría el lado oscuro del psiquismo humano, la parte negativa de la personalidad que incluye todas aquellas cualidades, características y formas de ser que resultan desagradables y reprobables para el yo consciente3. En ese sentido, Jung consideraba que las exigencias propias de la cultura y el proceso de socialización humano implicaban la imposibilidad de poder incluir adecuadamente la parte de nuestra naturaleza primitiva-instintiva, por lo que, desde temprana edad, comienza a producirse un proceso de escisión entre el yo consciente, domesticado por la cultura, y el aspecto salvaje o bestial —nuestra animalidad instintiva— que habita en toda persona. En ese sentido, no son pocos los teóricos que han notado la semejanza del concepto de sombra de Jung con la noción de “lo reprimido” propia del pensamiento freudiano.

      Jung observó que una de las características naturales del funcionamiento psíquico humano tiene que ver con la dificultad de sostener la tensión y contradicción que implica la complejidad de la experiencia humana total. En ese sentido, tempranamente el funcionamiento psíquico desarrolla estrategias para evitar experiencias displacenteras que produzcan sufrimiento anímico. Estos mecanismos adaptativos de funcionamiento consciente implican, entonces, la posibilidad de desalojar hacia lo inconsciente aspectos, vivencias y representaciones internas que puedan generar un grado de conflicto, disonancia y/o sufrimiento para el yo. Piénsese a modo de ejemplo, el caso de un hijo único de 3 ó 4 años de edad que enfrenta el desafío de la llegada de un nuevo hermanito. Dicho evento es altamente probable que despierte de forma natural intensos sentimientos de inseguridad, rabia y celos hacia el hermanito recién llegado. Imaginemos que nuestro niño expresa dichas vivencias a través de pataletas y/o ataques de rabia hacia los padres y hacia el hermano recién llegado. Si los padres reaccionan censurando y/o condenando la vivencia del menor con mensajes del tipo: “no seas tan malo”, “los niños buenos no se enojan”, “debes ser generoso y/o amoroso con tu hermano”, desaprobando la vivencia interna del niño, es probable que, a la larga, el niño introyecte ese estilo de vinculación interno respecto de sus vivencias, y el mismo termine negando y reprimiendo su sentir. En dicho caso, si el niño aprende a ser “un niño bueno”, como una estrategia de sobrevivencia para no perder el amor/protección de sus padres, es posible que la expresión de la rabia termine habitando en su sombra personal. De esta forma, el yo consolida un sentido de identidad positivo que implica la automutilación o escisión de este aspecto de la experiencia humana.

      La sombra se va cargando así de todas las características que en el proceso de crianza y culturización han sido consideradas como oscuras, malas, reprobables o inadecuadas. Por cierto, el contenido de lo sombrío varía de persona a persona, y de cultura a cultura. Piénsese por ejemplo, como en general en nuestra cultura a los varones se nos ha enseñado que la expresión de emociones, y la vivencia de la vulnerabilidad y la dependencia hacia otros, es algo “malo” o que hay que evitar a toda costa. Hasta hace no muchos años, no era poco frecuente escuchar cosas como que “los hombres no lloran”, o que los hombres debíamos ser “fuertes”, “seguros de sí”, e “independientes”. De esta forma, en la sombra de la mayoría de los hombres de nuestra cultura —sobre todo aquellos pertenecientes a las generaciones mayores— la vulnerabilidad, la dependencia y la expresión de afectos eran contenidos, a menudo, relegados a lo sombrío. Cuando la consciencia del yo se hallaba de alguna manera más debilitada, por ejemplo gracias a una borrachera, podía suceder que la sombra tuviera una oportunidad de emerger, y el frío, racional y autónomo varón, se transformaba en alguien emotivo, lábil, cariñoso (incluyendo demostraciones del prohibido contacto físico entre hombres) y sensible respecto de sus amigos; a los que solo entonces podía expresar lo mucho que los apreciaba y estimaba. De igual forma, en términos amplios y generales, hasta hace no mucho tiempo atrás en nuestra cultura a las mujeres se les prohibía la expresión de la agresividad y la rabia, pues “las señoritas —o las damas— nunca se enojan, ni protestan”, y mucho menos pueden expresar libremente su agresividad. Entonces, no en pocas ocasiones estos contenidos emocionales eran depositados en la sombra personal, desde donde, debido a la fuerte represión, podían emerger cada tanto de forma disociada, desmedida, y, la más de las veces, destructiva.

      De esta forma, los contenidos específicos que son depositados en la sombra dependerán de la actitud del entorno social inmediato, de los valores que primen en la cultura, y del tipo de características con las que el yo comience a identificarse en su proceso de desarrollo. En la sombra solemos encontrar, por tanto, todas aquellas características clásicamente repudiables como son el egoísmo, la envidia, la agresividad, la pereza, etc. Sin embargo, también pueden existir aspectos que, específicamente, son considerados como “negativos” por una cultura o un grupo humano, a saber, la vulnerabilidad, la dependencia, los impulsos sexuales y/o eróticos, la espontaneidad, la voluntad de poder, la rabia, etc. Como se ve, los contenidos de la sombra no suelen ser “malos en sí mismos”, ya que como Jung afirmó en reiteradas ocasiones, en la sombra suelen haber muchos aspectos que podrían convertirnos en seres humanos más completos e integrados. Al sobrecivilizado, sobrio, autocontrolado

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