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momento entre los años 800 y 700 a. C. Fue el instrumento que usó Homero, poco tiempo después, para fijar, por escrito, las leyendas de los guerreros del periodo micénico en dos obras que quedaron para la posteridad: la Ilíada y la Odisea.

      En su tesis Peucer advierte que también en Roma, por los tiempos de su fundación, no solo era raro el uso de la escritura, sino que también escaseaban quienes pusieran por escrito la memoria de las cosas. La excepción eran las consignaciones en los registros de los pontífices y otros documentos públicos o privados. “Esta negligencia de los antiguos la compensaron luego insignes escritores tanto griegos como romanos con la iniciación de obras de historia propiamente dicha” (Peucer, 1996, p. 44).

      Las investigaciones de este erudito alemán también lo llevaron a la certeza de que entre los germanos, en la época anterior a Carlo Magno, no hay documentos para considerar que cultivaran las historias. Eso más bien ocurrió después, cuando Carlo Magno asumió el poder en Alemania. Y fueron otra vez los monjes quienes, “en proporción a la rudeza de aquel tiempo, comenzaron por registrar en crónicas los hechos” (Peucer, 1996, p. 42).

      A las primeras funciones instrumentales de la escritura se añadirá, a lo largo de toda la Edad Media, la función de ‘palabra revelada’. “La cultura, tras la caída del Imperio romano, se refugia en los monasterios; los lectores son escasos, y los textos quizá todavía más” (Solé, 2012, p. 46).

      Pero cuando en los inicios de la Edad Moderna empezó a brillar la luz de la cultura literaria, hombres serios y doctos le imprimieron especial entusiasmo a la tarea de fundar la historia. Era el prestigio de una vida nueva, y muchos se aplicaron a cultivarla. Peucer asegura que, para emular a estas personas, hubo quienes, a pesar de su escasa formación, empezaron a producir escritos en una labor apresurada. Esos textos trataban tanto de gente del palacio como de mercaderes o personas reconocidas. Se escribían también misceláneas de sucesos recientemente acaecidos aquí o allá, que encontraban respuesta en la curiosidad del pueblo interesado en conocer lo nuevo.

      A partir de ahí, italianos y franceses, y luego belgas y alemanes, con ocasión de las guerras de entonces y sus resultados cambiantes, fueron los primeros en aficionarse a este apresurado género de escritos; principalmente cuando aquí y allá se establecieron el correo oficial y las llamadas “postas”, por cuyo medio era fácil tener conocimiento de lo sucedido en lugares distantes.

      Juan José Hoyos (2003) parafrasea al evangelista Juan y señala:

      Podría decirse que en el principio era la crónica. Los relatos cronológicos usados en los primeros periódicos copiaban, casi siempre, la estructura narrativa de las crónicas antiguas. Por esto, la eficacia del relato se basaba en el poder de robar la atención que tenían los cuentos. En ellos, tanto en las versiones orales como en las escritas, la narración de los hechos era presentada en el mismo orden temporal en que habían ocurrido. (p. 303)

      Y no era, como se piensa, algo alejado de las tradicionales respuestas a los cinco clásicos interrogantes del periodismo, sino al revés: las primeras narraciones cumplían, en sentido estricto, lo que Peucer llamó elementa narrationis en su ya nombrada tesis: las circunstancias del sujeto (quién), objeto (qué), causa (por qué), manera (cómo), lugar (dónde) y tiempo (cuándo).

      En su tesis dice Peucer

      Por lo que se refiere a la “economía” y disposición, ésta parece depender principalmente de la naturaleza del asunto de que se trata. En efecto, lo que se expone, o son varias cosas de diversa índole, o es un solo asunto individual. En la exposición de aquéllas, el orden es arbitrario, ya que no existe nexo alguno entre cosas ocurridas en lugares y tiempos y de modos distintos, y por tanto se mantiene el orden que dicta el azar. Tratándose, en cambio, de un solo y único asunto debe guardarse en cada caso el orden que le es connatural. Por ejemplo, si alguien quisiera relatar el asedio de Maguncia, iniciado el pasado año y su subsiguiente conquista, el conjunto debería disponerse en el orden en que cada cosa debe ser descrita: en primer lugar, los autores; luego, la ocasión; después, los preparativos e instrumentos; a continuación, el lugar y el modo de proceder; por último, la acción en sí y sus resultados y el rasgo de valor de los guerreros que más brilló en el asedio y ocupación de la ciudad.

      Igualmente, si alguien quisiera escribir el relato de la expedición británica emprendida por el príncipe Guillermo de Orange, hoy Rey de Inglaterra, debería tejer su narración siguiendo el mismo orden y manera. En otras narraciones se deben atender de semejante modo las seis conocidas circunstancias que son siempre de esperar en una acción: autor, hechos, causa, modo, lugar y tiempo [...]. En otros temas que no son de carácter político, la disposición es en cierto modo distinta, ya que no todas las circunstancias se pueden siempre disponer del mismo modo, si no existe suficiente constancia sobre el porqué, el cuándo, el dónde, el cómo de los hechos. Para los casos en que por las noticias solo es posible anunciar un resumen de los hechos, donde el orden no interviene. (p. 48)

      Refiriéndose a esto, Hoyos llama la atención sobre cómo en el siglo XIX, en respuesta a los primeros despachos telegráficos de la agencia Associated Press, se pasó a un canon retórico definido por la despersonalización, la eficiencia, la rapidez, la concisión y la brevedad, y que a partir de las respuestas concretas a esos interrogantes se devino en la hoy reconocida personalidad del género noticia (Figura 1).

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      Fueron las narraciones las que en un principio le dieron sentido a la historia; fue su principal modelo de estructuración, quizás el único (Ricoeur, 1995; Hoyos, 2003), y luego, con la ampliación del abanico de expresiones del arte y la aparición de los medios de comunicación apoyados en la imprenta, aterrizó en el periodismo, donde tiene su acogida natural por su soporte en la verdad desde la perspectiva ontológica (Searle, 1995).

      Mientras en la literatura la narración se convierte en testimonio de un pasado ficticio, en el periodismo sigue siendo el testimonio de un pasado cierto, descubierto e interpretado, lo cual le permite a la crónica mantener su condición original. En ambos escenarios la narración conserva sus elementos básicos: personajes, ambientes, meta, acción, instrumentos, el problema configurado por el desequilibrio entre algunos de los anteriores (Bruner, 1990) y el complemento de los contextos, es decir, los marcos referenciales que le dan sentido al relato.

      Cuando llegaron al periodismo, las narraciones lo hicieron en su sentido más puro. De hecho, se convirtieron en parte de la naturaleza de la actividad periodística, con el acompañamiento de los textos argumentativos cargados de política. No se concebía otra manera de registrar la realidad distinta de la del relato, y eso estaba asociado a la naturaleza humana, de por sí narradora. Por eso, los primeros medios periodísticos estuvieron colmados de relatos. Es la crónica en su expresión como discurso: uso del lenguaje, comunicación de las creencias y la interacción a través de la lectura (Van Dijk, 1990). Eso hasta que circunstancias como la invención del telégrafo y las guerras hicieron aparecer los esquemas sintéticos y eficientes que dieron paso al género base del periodismo: la noticia (Hoyos, 2003; Jaramillo, 2012), que respondía a los mismos interrogantes de la crónica, pero no con escenas y ambientes, sino con datos concretos y despersonalizados.

      Ya dentro del periodismo, la crónica toma un nuevo camino de crecimiento alimentada por la literatura (Hoyos, 2003; Rotker, 2005) y empieza a combinar los métodos de elaboración: del periodismo conserva los procesos de reportería (consecución de los datos), y de la literatura toma sus procedimientos expresivos, así como tomará otro tanto de otras manifestaciones (Figura 2).

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