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murmuró una noche allí, en medio del todo

      que “todos somos cosmos”:

      los vivos, los muertos,

      sus almas.

       La casa está habitada

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       Casa, jirón de prado, oh luz de la tarde

       De súbito alcanzáis faz casi humana,

       Estáis junto a nosotros, abrazando, abrazados.

      Rainer Maria Rilke12

      Oprimí el disparador de la cámara a lo que vi en ese momento: una fachada devorada por unas poderosas raíces de un ficus, aún joven. Los pies me habían llevado, sin conciencia plena, hacia la Iglesia El Carmen, en la calle 15 con carrera 20; caminaba por el costado oeste de las ruinas del templo. Ahí estaba él, pero en ese instante no vi más que hojas secas, troncos, árboles rotos y tapias que mapean el paso del tiempo. En ese momento, fueron las manos las que me orientaron a través de la broza y fueron los pies los que me ubicaron en ese punto en el que mis ojos podían ver el frontispicio de esas casas ruinosas. Mis ojos podían ver y, sin embargo, no lo veían. Era como si mis extremidades me dijeran “mirá” y yo, en vez de mirar, oprimí el disparador de la cámara.

       Nosotros vivíamos en la calle 11 # 15-35 que era la placa de la casa de nosotros. Eso quedaba a media cuadra del parque principal y a media cuadra de la iglesia, también; estábamos ahí todo central. La radio RCN quedaba al frente de nosotros, estábamos muy central, muy central. Y ahí, obviamente, mi papá tenía su casa atrás. Yo digo que éramos afortunados porque era un lote muy grande que comunicaba la calle 11 con la calle 10; todo eso era parte de nosotros, y mi papá hizo locales y los subarrendó. Entonces había un almacén de ropa, estaba nuestra heladería, estaba el zaguán de nosotros y la casa era adentro. Nosotros vivíamos en la parte de atrás, entonces, un patio gigante, teníamos hasta cuarto de huéspedes, dos cuartos de huéspedes que aquí en Bogotá no se acostumbra eso. Nosotros los de tierra caliente, los paisas, nosotros los tolimenses, somos muy… como ese calor humano que “ay, venga, vaya a mi casa”. Y mi familia de acá de Bogotá se iba para allá los fines de semana, y genial, espectacular, nosotros sirviéndoles a ellos, perfecto.

       Sandra Bolaños

       Yo tenía una casa al frente del Banco de Bogotá, eso es a una cuadra del parque principal de Armero en el barrio San Lorenzo, yo tenía una casa al lado del colegio… del Liceo Americano. Eran muy grandes, mi casa tenía seis cuartos, una cocina muy grande, corredores muy anchos y un solar más grande que la misma área construida. Vivía con un amigo, con un piloto, y entre los dos pagábamos la casa. Él viajaba los fines de semana con la señora a hacer sus fumigaciones; él era piloto de fumigación.

       La arquitectura era por ahí de los años setenta, no era una casa muy antigua. Tenía dos entradas; piso de baldosa de colores amarillos y verdes.

       Álvaro Muñoz

      Luego, mis pies me llevaron al interior de una casa, como la gran mayoría de las casas que tuvo Armero en el momento de su extinción. Esos vestigios eran ya mi casa: tras la puerta un zaguán, y tras el zaguán, “la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living13 o estancia; el corredor que continuaba y que conducía inexorablemente al solar, solares que eran tan o más grandes que la misma casa construida en hormigón. Hubo otras casas cuyas puertas daban directamente a un gran salón que servía de estancia y que permitía ver desde allí los mismos patios de espacios generosos, sembrados de árboles frutales y matas florecidas. Pero allí, en ese momento, al cruzar el umbral desnudo, vi las huellas de un espacio habitado: un interruptor eléctrico, un clavo oxidado en un muro de un gris desconchado, con manchas y boquetes que dejaban ver los restos de adobes grises, muchos de ellos con fisuras que amenazaban desplome. Y entre los resquicios, por los rincones, en los codos de los pasillos, en los árboles que brotaron en medio de la habitación, del baño o la cocina, se extendían las hiedras y los potus, las pringamozas, las delgadas varas del bambú, todo bajo la sombra de las copas de unos árboles que, como las ruinas, se desploman despaciosamente por obra de las hormigas arrieras, las termitas o los incendios intencionados que de cuando en cuando algunos provocan con la idea de limpiar el monte y espantar las culebras y los alacranes.

       Mi casa era en bloque de cemento, no era en ladrillo, no, yo hablo de mi casa y del entorno, era bloque, de esos bloques grandes de cemento, y después se pañetaba y se pintaba. El patio de nosotros sí era en ese adoquín, era color ladrillo, pero eran cuadritos. El patio nuestro era así, con piso, no era nada despavimentado, sino todo con baldosa, se puede decir. Y, obviamente, teníamos un bar que era como la discoteca de nosotros ahí para las visitas; el patio, que les fascinaba, tenía matas, una enredadera, hamacas. Tres hamacas, ¡imagínese y con enredadera! Entonces, a uno le caían las hojitas.

       Sandra Bolaños

      Se pueden percibir las afecciones impresas en esas tapias; un relámpago de imágenes espontáneas, un evento que podría interpretarse como metafísico, porque esas evocaciones no eran mías. ¿Cómo evocar lo que no se ha vivido? Con la imaginación, según Gastón Bachelard en El aire y los sueños, una imaginación que se apoya en unas imágenes móviles, móviles porque no son las imágenes que vemos allí, en sí mismas, las que nos llevan a imaginar, sino las imágenes que no hemos visto en esa realidad objetiva, las que surgen allende de lo que se nos muestra. No era, pues, una evocación. Era —soy— un cuerpo sin memoria en este espacio pletórico de ella. Era —soy— un cuerpo táctil, oyente, vidente y oliente: el interruptor eléctrico me mostró a una familia reunida en torno a la mesa bajo un foco de luz amarilla alabando las cañas dulces de La Estrella, la panadería de la carrera 17 con calle 13. El olor del pan dulce y fresco ahí. Y el clavo oxidado me reveló el calendario con el santoral y las fases lunares junto al mesón de la cocina revestido de azulejos, en el que reposa al lado de la licuadora el almanaque Bristol.

       Casi todas las casas eran inmensas, grandes, tenían hall, sus cuartos. Yo digo que un cuarto allá es como este apartamento, este apartamento tiene cincuenta y seis metros; yo creería que es como los cuartos de uno, eran así. Mi papá y mamá tenían su cuarto, mi hermana y yo teníamos otro cuarto y nos comunicaba, era un baño con tina, bidé, y ese bañito todo bonito, encerado todo. Hacíamos el aseo con mi mamá. Yo era de las que me acostaba en el piso. Sala comedor inmensa, haz de cuenta como una finca, pero todo era de madera, y harto, o sea, mi papá compraba todo en abundancia; entonces, la mesa era como de ocho puestos, con bifé. La cocina gigante con estufa de petróleo, estufa de gas.

       Sandra Bolaños

      A mi derecha, al trasponer otro umbral, aprecié los mosaicos del baño manchados de escurriduras de moho y lodo; el pequeño gabinete comido del óxido, sin espejo, y un brote de maleza donde se guardaba el alumbre que entonces era común usarlo como desodorante; en otro entrepaño de espacio diminuto, las maquinitas de afeitar en forma de rastrillo y el colirio; y en otro, la pinza y la lima metálica que juntas venían en un estuche, pero que, una vez comprado, se dejaban en esos gabinetes viejos que hoy apenas si se ven en las casas antiquísimas.

      Allí, frente al espejo, estuve un tiempo que nunca pude calcular, ni aún hoy cuando estoy frente a las fotos que tomé con la falsa idea de recordar. ¿Qué recordar? ¿La forma de los mosaicos, el óxido, las escurriduras, la plántula? ¿El siseo de la brisa, el murmullo de las hojas que se movían en las alturas? ¿El aroma del viento cálido que corría?

       En el patio, teníamos la alberca que parecía una piscina. Yo le dije a mi papá que le pusiera baldosín pero no quiso. Y tenía terraza, dos cuartos de huéspedes, el cuarto de mi abuelo y los cuartos. Yo tenía mi mejor

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