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de hojas entre verdes y amarillas; y al penetrar por esos pasillos, me perdí por un estrecho pasadizo que me condujo hasta la alberca: una pila que bien podía servir de tumba; una poceta, toda en concreto cubierta de trozos de piedras y restos de la casa que cayeron sobre ellas y sirvieron de anclaje de raíces, de más maleza. Trepé a una medianera y desde esta altura adiviné bajo los escombros el solar ahora escondido, los ladridos del perro, el chapoteo de la joven que usaba la pila para bañarse en las tardes tostadas por el sol canicular del valle.

       Mucha gente dice que Armero fue tapado, no, Armero no fue tapado, en la parte de arriba sí, en la parte donde yo vivía fue arrasado. Yo llego y les digo si saben qué es arrasado. Que se arranca, se arranca del piso, así fue como yo pude ver que era mi casa, porque había una baldosa en el piso del patio, de resto no. Y ahí fue donde colocamos la tumba de mis padres, así no estén los cuerpos, pero la tenemos ahí, y siempre pasamos por los sitios donde concurríamos.

       Sandra Bolaños

      Tiempo después lo vi. Esa mañana fue invisible a mis ojos porque entonces solo era un cuerpo percipiente. Ni siquiera era ojos, que los ojos no bastan para explorar el entorno en un instante; esos instantes que se hicieron días y meses y hasta años. Solo estaba allí con mi cuerpo; yo era un cuerpo que, tras una eternidad tras otra, se hizo tapia, árbol, raíz. La casa era yo y yo era la casa.

       Nosotros les hicimos homenaje a los dos años. Yo hablé con mis hermanos y les dije: “Bueno, acá no están los papás, pero nosotros vamos a venir cada año, tenemos que tener algo, poner flores y toda la cosa”. Mi hermana y yo la comenzamos a hacer, pagamos allá y nos hicieron la tumbita, y cada año el paseo, como decimos nosotros, es irla a pintar, delineamos los nombres y ese es el trabajo de nuestros hijos, de mis hijos, porque mi hermana no pudo tener hijos, entonces, mis hijos son los de ella también. La idea siempre es: compramos la pintura, yo tengo el kit de Armero que es el varsol, las pinturas de aceite, las brochas. Entonces, vamos a podar, rezamos, ponemos flores y para mí eso es como un desahogo, yo siempre cuando voy lloro, obviamente, no a moco tendido pero sí me pongo triste, y ya. Pero es un momento de estar con ellos un rato, y listo, ya volvemos a la normalidad, nos encontramos con los amigos y se va uno a hablar de sus retoños, de sus hijos. Son muy bonitos esos encuentros.

       Sandra Bolaños

      —Ahí está él —dije.

      —¿Quién?

      —Es un hombre —pasé el dedo índice por la imagen—, es tan solo una silueta que se ve a la distancia.

      —Cada quien ve lo que quiere ver.

      —Es un hombre que —parece— aguarda. Está enmarcado por el vano de la puerta por donde entré. Parece El pensador, de Rodin; pero es diferente. Aquí el hombre no piensa; sufre.

      —No veo ni al hombre ni al pensador.

      —¿Cómo es posible que no lo veas? ¡Ahí está!

      —Cada quien ve lo que quiere ver.

      —No. Lo que pasa es que tú ves con los ojos; yo, con el corazón.

      No me creyó.

      Una parte de mí cree; la otra, duda.

      El ocaso cayó sobre los restos: paredes, pisos, alberca, vanos, y los ladridos del perro, el chapoteo de la joven y las voces de la familia en torno a la mesa se fueron desvaneciendo, en tanto que se levantaban los sonidos de la brisa que, fresca, comenzaba a desplegarse como un murmullo de mar sereno, como el que se escucha en el interior de las caracolas.

      Este espacio aparentemente no habitado lo hallé poblado. Había allí una multitud —yo entre ella—. La casa no era solo casa, y no estaba sola.

      Las casas, aunque vacías, nunca están solas porque los espacios físicos no son solo los muros, las vigas, los tejados. Los espacios físicos llevan impresas las almas de los que los han habitado. Las casas tienen memoria, porque, si no, ¿cómo se explican esos sonidos sordos que se escuchan mientras se camina por sus solares, los zaguanes, las habitaciones y los baños? Esos sonidos sordos que suenan como un apagado coro de voces en una procesión en lontananza. Todo ello se había desvanecido con la llegada de las sombras. Las calles me olían a esa hora de la tarde al mismo perfume que me alcanzó la tarde lluviosa en que Juan Preciado recordó desde la casa de Eduviges Dyada los años de su infancia. El hombre trasciende los lugares que ha habitado porque los lleva consigo. La nostalgia es como un querer estar en esos espacios que ha hecho suyos y que, de hecho, son suyos, en los que, sin embargo, no permanece. Pero ese no es mi caso ahora. ¿Cómo evocar algo que no se ha vivido? De la misma manera en que habitamos Comala cuando leemos a Rulfo, pienso.

      Y pensé mientras transitaba de regreso por entre la maleza y las gramíneas —que por tramos tienen mi altura— que bajo mi cuerpo yacen otros cuerpos y me iba imaginando las distintas vidas que tenían justo antes de ese día. Cerré los ojos, y mientras escuchaba el viento silbar en mis oídos, los troncos de los árboles crujir, las ramas de los árboles batirse entre sí, el murmullo de un arroyo o un caño —que ni siquiera está en el mapa—, quise ponerles un rostro a esos cuerpos que están y no están, que no tuvieron lápida o cruz como lugar preciso y reconocido. Y sospeché en ese instante que el mayor de los miedos de los hombres, el olvido, se les hizo real; ahí estaría la real anatema del destino: que no es la muerte en sí, sino la certeza de que su paso por la vida fue tan efímero como inadvertido.

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