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estaba particularmente agitado, en aquella mañana. Los oficiales corrían de un despacho a otro y la desesperación se percibía en sus rostros. Aparentemente habían tomado el sanatorio Del Che, casi toda una villa se había instalado en él. Lo peor es que todavía seguía saliendo al aire el spot de la Señora, inaugurándolo como la obra suprema del régimen en materia sanitaria. Un fiasco que nunca se iba a usar, pero que solo ellos lo sabían. El Tío caminaba por los pasillos todavía sumergido en sus recuerdos...

      —¡Señor ministro! —lo interceptó un funcionario con cara de asustado. —¡Lo están buscando por todos lados!

      —¿Qué está pasando? —preguntó con indiferencia.

      —¡Venga! Lo necesitan en Crisis. En el camino, el funcionario asustado, lo puso en autos. —¿Cómo no pasó antes? —pensó para adentro—. ¡Tantas escuelas, jardines y hospitales falsos no podían mantenerse en secreto! —Parece que se están despertando —concluyó en sus pensamientos con una mezcla de asco y temor.

      En la sala de Crisis se proyectaban las imágenes, exclusivas para el ministerio, del edificio tomado. Barricadas con gomas ardiendo, gente gritando desde las ventanas destrozadas, carteles de “el gobierno miente”, las eternas listas de los nombres de los niños robados, gente ingresando con carros, colchones y bártulos de todo tipo. Se veía cierta organización, gente armada, grupos dirigiendo y otros obedeciendo. Claramente estaban organizados y la idea era instalarse. Definitivamente no se veía esto desde las luchas iniciales del régimen.

      —¡Tío! ¡La Señora está que arde! No quiere esto en su paraíso...

      —Señor ministro, parece feo... —respondió irónicamente el Tío.

      —Hemos establecido un cordón de protección de tres cuadras a la redonda, pero llegamos un poco tarde. Estimamos que se deben haber instalado unas cien familias... —precisó el ministro de Asuntos Interiores—. Voy a dar la orden de desalojar...

      —Va a ser sangriento —comentó el Tío, como si hablara de una película—. Se ve que se van a defender... Señor ministro, no se apure —recomendó, mientras meditaba.

      —¿Se te ocurre algo? —preguntó el ministro.

      —Podría ser...Tengo un pedido de “Turismo alternativo” que podría cuadrar... —Hizo silencio más para aumentar el dramatismo que desfiguraba la cara de su interlocutor que para pensar.

      —¡Sigue, hombre, por favor!

      —Hay un grupo que quiere jugar a SWAT, son unos gringos, diez o doce gringos que buscan adrenalina... Podríamos armarles un paquete por unos buenos millones... Misión: “ingresar y destruir”, que pongan bombas y los hagan desaparecer con familias y todo... Luego lo mostramos como un sabotaje al régimen...

      El ministro de Asuntos Interiores lo miraba incrédulo, no solo había resuelto el “temita”, sino que había logrado generar fondos para la causa. ¡Un genio!

      El Tío se retiró prometiendo mandarle los detalles en breve. Mientras tanto, recomendó, que simplemente se mantuviera el cordón de seguridad y nada de información a la televisión... Más tarde, en su despacho, el Tío redactó rápidamente el protocolo de “Turismo Alternativo N.º 402”, definiendo los permisos, costos y demás datos burocráticos. Cuando estuvo listo llamó a su secretario a los gritos.

      —¡Ciento veinticinco! ¡Llamó por el intercom, venga para acá!

      “Ciento veinticinco” era una de las primeras generaciones de egresados de los chicos robados. Había ingresado hacía un par de meses a cumplir las funciones para las que el gobierno meticulosamente lo había programado. Era un genio bastante instruido, que siempre se mostraba como un amante acérrimo del régimen y un ejecutor infalible de sus órdenes. Era una garantía de seguridad, que prometía mil años de gloria, si todos salían como él. Le explicó la situación, le entregó el protocolo y terminó ordenándole que él mismo se encargara de todo y que lo liquidara en el día.

      Terminado este tema, se volvió a concentrar en Rafa. ¿Qué hacía con él? “¿Lo llamo?”, dudó, acosado por sus recuerdos. Se enojó, por sentirse débil, vulnerable. Finalmente, calificó al expediente de “Peligroso, a LIQUIDAR” y lo derivó al despacho correspondiente.

      Ritualmente, llegó a su departamento a las 20.00. Verificó la mesa para ver que todo estuviera en orden. Los cuchillos a la derecha, los tenedores a la izquierda, la copa de agua, la de vino. El Tío era, después de todo, de una familia patricia y había sido educado con las formalidades que su doble apellido merecía. Había crecido en cuna de oro y ciertas costumbres eran muy difíciles de perder, la mesa, en su caso, era el lugar donde recordaba que era un caballero...

      Luego de la cena, verificó que los fondos se hubieran acreditado y supo que “Ciento veinticinco” había cumplido sus órdenes. Sonrió pensando en el ministro y se sintió bien, contento. Les contó un cuento a sus hijitas y se fue a dormir. Pero en sueños, donde uno no manda, no pudo evitar encontrase con Rafa y el resto de sus amigos. Los soñó ensangrentados, tomados como Los Pumas frente al himno, queriendo entrar en la “ronda”, pero sin lograrlo. No descansó durante la noche, hacía años que no dormía relajado...

       7.

       Abril de 2016. La noche de los corderos

      La mañana de aquel nefasto 16 de abril no era muy distinta a otras. El país, dividido, se acostumbraba a su nueva realidad. Los incluidos disfrutaban de la nueva abundancia. Los excluidos sobrevivían, obstinadamente, en su miseria. Ambos cumplían con los rituales normales de una sociedad y, aquella mañana, habían dejado a sus hijos en sus colegios habituales.

      Con precisión militar a las 10.00 horas, en todos los rincones del país, los verdes vehículos de transporte ingresaron a las principales ciudades. Lentamente, se dirigieron a sus objetivos haciendo una escala a doscientos metros de cada uno. A las 10.20, se reportaron todos sin incidentes. A las 10.40, todas las manzanas estaban rodeadas de cuerpos de combate. Los peatones y vehículos, por precaución, se alejaban de los militares. Nadie imaginaba lo que hacían ahí. Nadie imaginaba cuáles eran sus objetivos, ni mucho menos, que estaban en todos lados. Los objetivos eran todos los colegios y jardines de infantes públicos y privados en los cuales estudiaban chicos de clase media y media alta. Se estimaba que luego de la redada se lograría capturar unos cuantos cientos de miles de niños sanos, bien alimentados y educados, aptos para ser formados y amoldados a las necesidades del régimen. A las 11.00 horas, en simultáneo, los oficiales a cargo ingresaron a todos los colegios marcados. No explicaron algo que no se podía explicar, solo sometieron a las autoridades de los establecimientos escolares. Los maestros, para cuidar a sus alumnos, solo obedecieron a los uniformados. Lentamente, subieron a los alumnos y a sus maestras a los camiones. El público comenzó a aproximarse a los colegios, pero los cordones de contención actuaron. Solo los vecinos inmediatos pudieron intentar hacer algo. Pero no había mucho para hacer más que dar la vida. A las 11.30 horas, la operación “Educación para todos” estaba consumada y los camiones iniciaron su marcha. El lugar de destino era, para cada sector en que se había dividido la operación, un secreto absoluto. Los cordones se liberaron a las 11.40 horas. Padres, madres y hermanos corrieron a los colegios para encontrarlos vacíos. La confusión y el pánico se apoderaron de todos. Los llantos y gritos se multiplicaban exponencialmente por las calles. Con las horas y ante el silencio del gobierno, la desesperación mutó en furia y las manos, que secaban las lágrimas, tomaron los palos; las piernas que de rodillas suplicaban por sus hijos, se levantaron y corrieron. Como tantas veces en nuestra historia, la plaza, la de todas las ciudades, fue el punto para explotar y allí, como corderos predecibles, fueron a vivir su “domingo sangriento”.

      —Señora, se están acercando —dijo el oficial al mando.

      —¡Aguanten! —ordenó la Señora.

      Sola en su despacho procesaba, con angustia, el momento que se estaba por vivir. Su jugada era peligrosa y, si fallaba, sabía que tendría que dar la orden. En su cabeza, como en un violento

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