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al mando.

      —¿Están todos listos? —preguntó ella, sin disimular sus dudas.

      —Señora, ¡sí! Los hombres están todos apostados, solo falta su orden.

      —Señora —intervino Ferluci con voz solemne. ¡Es necesario...! ¡La están desafiando! ¡La lección debe ser contundente!

      —Aguanten un poco más... —ordenó la Señora, consciente de lo que estaba por vivir.

      Repasaba en silencio sus causas y consecuencias. Su mente política no dejaba de evaluar los costos-beneficios de dar la orden. Volvió a repasar una vez más. En 1989, Tian’anmen, 1000 a 2600 civiles muertos para disolver la protesta de estudiantes y trabajadores, el régimen sobrevivió, hoy es una potencia, pensó esperanzada. En abril de 1919, la Masacre de Amritsar en Panyab, cuando el comandante militar británico ordenó disparar contra un grupo de 10.000 indios, en los jardines de Jallianwala Bagh, 400 muertos y 1100 heridos, el gobierno sobrevivió. En noviembre de 1938, la Noche de los cristales rotos en la Alemania nazi, los ataques dejaron las calles cubiertas de vidrios rotos pertenecientes a las tiendas y ventanas de las propiedades judías, 91 muertos, 30 000 deportados a los campos. En todos ellos, el poder de turno salió fortalecido. Estaban también los que generaron su caída. El Domingo Sangriento en San Petersburgo, en enero de 1905, en que la Guardia Imperial rusa marchó contra 200.000 manifestantes que se reunieron a las puertas del Palacio de Invierno, residencia del zar Nicolás II, se estima que murieron unos 200 manifestantes y 800 quedaron heridos. Ni las mujeres, ni los niños, ni los íconos religiosos, ni los retratos del zar, impidieron que el gran duque diera la orden. La historia estaba llena de momentos así: Hitler, Stalin, Pol Pot, Mao, El carnicero del Congo, la bomba de Hiroshima...

      —Señora, ¡por favor! —suplicó el oficial—. ¡No se puede esperar más!

      —¡Enciendan la cadena nacional! ¡Traigan las cámaras!

      Caminó despacio a su despacho, donde las fuertes luces la enceguecieron por un instante. Se retocó el maquillaje y se sentó en el viejo sillón de Rivadavia.

      —Ciudadanos —comenzó con voz calma.

      En la plaza se encendieron gigantes pantallas, estratégicamente ubicadas con anterioridad, su imagen era clara y su voz muy fuerte. También se encendieron reflectores en todas las azoteas que rodeaban el lugar haciendo visibles a las fuerzas apostadas sobre ellas. Finalmente, se cerraron con sólidas barricadas todas las calles que confluían en la plaza. La sorpresa paralizó a la multitud y todos se callaron, algunos se abrazaron como despidiéndose frente a lo inminente.

      —Ciudadanos, ¡vuelvan a sus casas! Sus hijos serán tratados bien. ¡Sus hijos han sido llamados para conformar la base de la futura dirigencia de nuestro amado país! —su voz sonaba clara y fuerte. Su imagen, acompañada de Ferluci, se reproducía en las miles de plazas de la república.

      —Como madre, me duele la medida que he tenido que tomar. Pero, ante circunstancias extraordinarias, son necesarias medidas extraordinarias... Puedo asegurarles que sus hijos serán educados en la excelencia. Se ha dispuesto un programa a nivel internacional en el que se fomentará la práctica del deporte y los valores cívicos de nuestro régimen. Sus hijos volverán como ciudadanos comprometidos con la patria. Instruidos para ser los mejores...

      La tensión en todos los presentes, tanto los de arriba como los de abajo, era palpable. El aire parecía haber abandonado el lugar. Los corazones latían y los ojos se nublaban en lágrimas. El silencio dolía.

      —Sus hijos —retomó el discurso luego de una pausa— les serán entregados a su debido tiempo, pero hoy... ¡Hoy son nuestros! Lo que ustedes hagan definirá su suerte... —y señalando con su brazo, como si estuviera en la misma plaza, continuó—. Ciudadanos, vean las azoteas que los rodean...

      Antes de que terminara de pronunciar la palabra “rodean” las fuerzas especiales, apostadas en descanso, gatillaron sus armas. Sabían que el momento había llegado, que solo faltaba la orden final.

      —Hoy puedo tomar una medida que jamás pensé que tendría que tomar. Pero no lo quiero hacer. Quiero que regresen y confíen. Que hagan de cuenta de que sus hijos fueron llamados por la patria para hacer patria, estudiando...

      Víctimas y victimarios esperaban tensamente el desenlace. La próxima orden escribiría un nuevo capítulo en nuestra historia y todos eran conscientes de ello.

      —¡Ladrona! ¡Devuélvame a mi hijo! ¡Quiero a mi hijo! —gritó desgarradoramente Carla.

      El disparo no se oyó, pero fue preciso. Perforó la cabeza desde la frente saliendo por la nuca. Carla cayó en brazos de Carlos. La gente se separó y se generó un claro en la multitud. El pánico estalló y todos comenzaron a correr. Carlos se quedó abrazando a su mujer. Se abrieron las barricadas y, disparando al aire, expulsaron a la multitud. Hubo algunos muertos, unos pocos por las balas. Muchos, por el pánico y la estampida, murieron aplastados. Las cuentas finales fueron positivas, solo un par de decenas de muertos acá, cientos en otras provincias. “La noche de los corderos”, como se la llamó, marcó a fuego la vida de todos. La sensación de ser corderos manipulados se impregnó entre los incluidos y excluidos por igual. Unos preferían olvidar imbuidos en su nueva riqueza; otros, no olvidarían jamás.

      Carlos, aquella noche, regresó con su mujer en brazos, caminaba bajo la lluvia sin sentirla. Le hablaba a su mujer como si estuviera viva. Le juraba que encontraría a Tuto y que cuidaría a sus hijos. Recordaba, entre lágrimas, la vida antes del régimen, tan feliz como lejana. Enterró a su mujer solo con los hijos que le quedaban y juró frente a su tumba no rendirse, luchar para darles a sus hijos el país que ellos tuvieron y que, por dejados, perdieron mucho tiempo atrás. Aquel día, luego del entierro, comenzó a escribir. No sabía muy bien qué, ni por qué, pero empezó a escribir. Sentía la historia turbulenta de su país, con dolor y quiso entenderla.

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