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sido pobre toda mi vida... —dijo con voz cortada.

      —Nunca recibí nada de nadie, no recuerdo un gobierno que me haya dado nada, luché y trabajé como condenado para cada mango, para cada pan que llevé a mi familia... Estoy acostumbrado a ser invisible, pero ¡nunca perdí mi dignidad! La dignidad es algo que no nos pueden robar. Está en nosotros, está en saber que no nos rendimos, en poder mirar a los ojos de tus hijos sabiendo que no te has entregado... —Hizo una pausa—. En estos tiempos —calló, en búsqueda de un calificativo— sangrientos, ¡no podemos quedarnos indiferentes! Este régimen tiránico...

      Guari no los vio llegar. Tan solo percibió el estallido de las balas, los gritos y el pánico. No se movió, su vista quedó fija en su hijo que se doblaba y caía, en su nieta que lloraba sobre la cabeza de su padre. No pudo reaccionar, sus músculos tensos no le permitían moverse. La metralla continuaba y la sangre enlodaba el piso de la capilla. El cura colgaba del altar. Sus ojos, aún abiertos, fijos en la cruz. Fueron solo diez minutos. Pero la furia desatada bastó para masacrar a casi todos los presentes. Los asaltantes eran tan solo cinco o seis chicos de no más de diecisiete años que, con risas y a los gritos de “oligarcas vende patria”, se perdieron en la densidad de la villa.

       Calificar de “oligarca venda patria” a un grupo de humildes villeros reunidos en torno a una capilla era una ironía que solo tiempos como estos podían producir. El término “oligarquía” identifica a un grupo minoritario de personas, pertenecientes a una misma clase social, generalmente con gran poder e influencia, que dirige y controla una colectividad o institución. Claramente no era el caso pero, para esta gente, todos los que no estaban con ellos eran oligarcas.

      Guari seguía inmóvil. La vista fija en su único hijo. Ya había perdido cinco y ver que el último que le quedaba moría también por la violencia le partía el corazón. Solo reaccionó al ver a su hijo moverse. Seguía vivo y había que actuar. Como si estuviera nuevamente en una obra, repartió instrucciones a los sobrevivientes. ¡Identifiquen a los que están con vida! ¡Busquen un vehículo! ¡Vamos al hospital del Che! Ya en los autos, cargaba a su hijo en brazos como cuando era chico. La bala había perforado el estómago. Miguel no quitaba la vista de su padre. El dolor era intenso y sabía, por haberlo visto tantas veces, que no lo iba a ver más. Guari apretaba la herida como si pudiera evitar que la vida se le fuera por ella.

      Viajaban, rezando por llegar a tiempo, al flamante hospital del Che. Recientemente inaugurado por la presidenta, era un hospital de alta complejidad. Equipado, según informaron los medios, con la más avanzada tecnología y un equipo profesional de excelencia. Formaba parte del plan de “Salud para todos”, por el cual se inauguraban nuevos centros sistemáticamente. “El régimen te cuida y te quiere ver crecer”, decía el eslogan de la campaña.

      Miguel tomaba la mano de su hija y se la entregaba a Guari. El gesto era claro, pero Guari se negaba a aceptarlo. Con esfuerzo Miguel balbuceó. —Viejo, llevá a Clara con el arquitecto, ya no estás para cuidarla... —Guari, sabía que era cierto, las lágrimas caían por sus ojos.

      —Viejo, no te rindas...

      Del Che se había construido en un plazo récord y con una inversión astronómica. La escena de la presidenta cortando la cinta en la inauguración y pregonando sobre las características técnicas del hospital y sobre el compromiso de su gestión para con la salud del pueblo se reprodujo por todos los medios hasta el hartazgo.

      Tardaron media hora en llegar, algunos habían muerto. Miguel aún seguía con vida. Guari bajó a Miguel en brazos y corriendo entró, lleno de esperanza, al lobby principal. Gritaba pidiendo ayuda y, quizás por su fe, por sus ganas de salvarlo, no percibía la situación. Corría de puerta en puerta, buscando médicos, alguien que lo recibiera. Corría por pasillos interminablemente vacíos, entrando a salas vacías, a quirófanos vacíos. Corría sin sentido mientras Miguel se desangraba. Gritaba, preso de su furia. Subía escaleras, solo para encontrar más corredores inútiles que conectaban salas fantasmas sin más equipamiento que mampostería pelada y marcos sin puertas. Corría de un lado a otro, no podía parar. Siempre con su hijo en brazos, muerto ya hacía un rato. Lloraba lágrimas incontenibles, amargas como la hiel. Nada, solo una enorme mole de miles de metros cuadrados sin más terminaciones que las necesarias para mostrar una inauguración ficticia, un servicio que nunca pensaban dar. Otra promesa incumplida. Fachadas pulcramente terminadas que envolvían un esqueleto vacío. Finalmente cayó de rodillas, agotado de tanto sufrimiento, padre e hijo se confundían en una especie de abrazo, una piedad que ni Miguel Ángel podría haber plasmado. A lo lejos se oían otros llantos y estallaba la furia.

       5.

       Enero de 2016. Colegio Militar

      —¡Se trata de un acto de entrega, por la patria y es ella quien nos lo demanda!

      Así, finalizó el jefe del Ejército su preciso discurso para explicar los pormenores de la operación “Educación para todos”.

      El teniente general César Luis Demarco, jefe del Ejército, había construido su poder sobre la base del compromiso con que defendía a la Señora. Su relación con ella venía de épocas democráticas, pero había llegado a su cargo vendiendo su alma y sabía que esta no se recuperaba. Durante “el terror”, se rodeó de un grupo de leales que, protegidos por un cuerpo de elite suministrado por los carteles narco, hacían cumplir, a fuerza de terror, todas sus órdenes. En aquellos años duros, la confusión del caos reinante no permitía, ni a oficiales ni a soldados, distinguir entre el bien o el mal. Era una batalla y, en ella, las órdenes, no se cuestionaban.

      El teniente general César Luis Demarco había planificado minuciosamente, junto a su alto mando y el de las otras fuerzas, cómo transmitir las órdenes de la presidenta. Cómo hacer para que sus cuadros cumplieran una orden que, por naturaleza humana, sería difícil de cumplir. No podía ser por la fuerza, ya que podría significar el inicio de una revuelta dentro del arma. Tampoco serviría la obediencia debida que claramente quedó castigada en épocas de la república. Se les debía explicar la lógica de la orden, el objetivo que se perseguía con ella, el trato que se les daría a los chicos. También se les debía explicar la gravedad de la situación, el analfabetismo reinante. Que la deserción escolar estaba en sus valores históricos más altos, que la falta de profesionales y técnicos sería crónica en unos años y que, sin ellos, no había futuro posible.

      —¡Señor! ¡Permiso para hablar! —dijo, de pie, el teniente Zabante.

      —¡Hable, teniente! —contestó a desgano su superior.

      —Lo que nos está ordenando, señor, es un delito de lesa humanidad... Separar a unos chicos de su familia y mantenerlos en cautiverio... ¡No hay motivo o situación que lo pueda justificar!

      —Dígame, teniente, ¿cuál es su función más sagrada como soldado?

      —Defender a la patria contra agresiones extranjeras —respondió con seguridad el teniente.

      —Su definición, teniente, es por demás abundante. Su función, la de todos nosotros —dijo mirando al auditorio— es defender la patria, ¡de lo que sea! —remató, golpeando la mesa con su puño.

      El teniente Zabante era la séptima generación de militares de su familia. Sus antecesores, en la fuerza, se remontaban a la guerra de la Triple Alianza. Mitre mismo era padrino de, ya no recordaba, cuál tatarabuelo. El honor y la vocación de servicio en su familia eran destacables y no encontraba forma de incluir dentro de sus valores la orden que se le impartía.

      —Señor, no importa cómo se lo disfrace, ¡se trata de secuestrar chicos!

      El teniente general estaba perdiendo la paciencia, pero sabía que no debía alterarse. Al menos por ahora... Conocía al teniente y sabía por dónde atacarlo.

      —Sabe, teniente, yo tendría su edad en épocas del “operativo independencia”. Serví a las órdenes de su abuelo en lo profundo del Tucumán. Eran tiempos confusos y él nos hablaba con la misma franqueza con que hoy les hablo

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