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cada tres”, titulaban los diarios de la época. Como respuesta, el PEN dictó el Decreto 261/75 que, con el nombre de “Operativo Independencia”, obligaba a las Fuerzas Armadas a intervenir y “aniquilar el accionar de los elementos subversivos que actuaban en la provincia de Tucumán...”. Muchos contra quienes peleábamos eran hermanos, primos, amigos o amigos de amigos nuestros. Éramos hermanos peleando entre nosotros y eso puede ser muy confuso. Su abuelo nos marcaba la línea por seguir. “Respondemos a nuestra presidenta que fue elegida por el pueblo, estamos peleando por nuestro pueblo”, nos decía. “¡Hoy estamos haciendo lo mismo!”.

      —Señor, ¡era el Ejército Argentino luchando contra el ERP y los Montoneros que intentaron armar un “foco revolucionario” en el monte tucumano! Ellos, contra lo que luego se dijo, eran soldados entrenados en Cuba, con organización y tácticas militares. ¡No se puede comparar contra el secuestro de chicos inocentes en edad escolar, aunque le pongan el rimbombante nombre de “educación para todos”!

      —Su abuelo también participó en el proceso de reorganización nacional... Agregó sin terminar la frase que, por sí sola, ya insinuaba muchas cosas.

      —¡Mi abuelo entregó la vida por la patria en Malvinas! Y su amor por ella no puede ser cuestionado. Sin embargo, papá siempre me contaba que en épocas de la Revolución Libertadora tuvo que parar una manifestación de unos dos mil obreros de los ingenios de Tucumán y cómo, en el punto crítico, cuando habían cruzado el puente y se trataba de matar o morir, desobedeciendo sus órdenes se acercó, bandera blanca en mano, a negociar y hacer que se retiraran1. −Hijo −le decía mi abuelo a mi padre−, somos soldados, pero antes, somos hijos de Dios. ¡Nunca olvides eso! Cuando la orden atenta contra tus valores humanos, nunca reniegues de ellos.

      El auditorio entero, miraba anonadado la discusión. Unos admiraban la valentía del teniente. Otros no entendían cómo su comandante en jefe toleraba semejante acto de sublevación. Demarco, que estaba perdiendo su paciencia, continuó con su argumento.

      —Los chicos serán educados con los más altos estándares. No serán prisioneros, serán... serán, pupilos en centros de educación del Estado.

      —Señor...—redobló el teniente Zabante—. ¿Podrán ver a sus padres? ¿Pueden elegir participar o no del programa? ¿O serán rehenes del Estado?

      —Teniente, su actitud raya con la sublevación... —advirtió el jefe del Ejército—. Dígame, teniente, ¿usted cree que a lo largo de nuestra historia nuestras aventuras cívicas fueron gratuitas? Sabe muy bien que el siglo XX fue una sucesión de golpes de Estado. Pausadamente comenzó a enumerar... En 1930, José Félix Uriburu contra Yrigoyen. En 1943, Rawson contra Ramón Castillo y Edelmiro J. Farrell contra Pedro P. Ramírez. En 1955, Eduardo Lonardi y la Revolución Libertadora contra Perón; Lonardi fue destituido por Eugenio Aramburu, quien anuló la Constitución de 1949 y reestableció la de 1853. En 1962, José María Guido, civil, en una astuta maniobra reemplaza al derrocado Frondizi, pero gobierna bajo el dictamen de los militares. En 1966, Juan Carlos Onganía derrocó a Illia. Finalmente, en 1976, Videla y su “Proceso de Reorganización Nacional” derrocan a María Estela Martínez de Perón. En los cincuenta y tres años que transcurrieron desde el primer golpe hasta el fracaso del Proceso en 1983, hemos gobernado unos veinticinco años. Hemos impuesto a catorce jefes militares el título de «presidente». En todos esos años, todas las experiencias de gobierno elegidas democráticamente, fueran radicales, peronistas o desarrollistas, fueron interrumpidas mediante golpes de Estado. Dígame, teniente, ¿usted cree que salimos indemnes de ellas? —¡No! —se autocontestó—. En ellas hubo de todo, buenas y malas intenciones. Patriotas y oportunistas. Visionarios y borrachos. Pero esto... ¡Esto es distinto, esto es fundacional!

      —Teniente general —interrumpió el teniente Zabante parado y haciendo la venia—. ¡Si el régimen va a fundar sus mil años de esplendor en el secuestro de niños, prefiero no formar parte de él!

      La sala en su conjunto emitió un murmullo de asombro. Demarco, sin embargo, no se inmutó. Lentamente, descolgó el sable que portaba, lo desenvainó y lo extendió frente al oficial que lo desafiaba.

      —¿Reconoce el sable, teniente?

      —Señor, sí, ¡señor! Es el sable del general San Martín...

      —Es el sable que el general le obsequió a Juan Manuel de Rosas por sus servicios a la patria. Por su lucha en defender nuestra soberanía y que la señora presidenta me legó a mí. Juré defender la soberanía contra los de afuera y los de adentro...

      Blandió el sable con la sutileza de un experto. Solo se escuchó un silbido y la cabeza del teniente se separó de su cuerpo ya sin vida. La sala entera se paró, pero el ruido de la carga de las armas la congeló. La guardia rápidamente rodeó a su jefe. El teniente general César Luis Demarco, jefe del Ejército, miró a sus oficiales, lentamente les explicó que la sublevación en estado de sitio se castiga con la muerte y que no iba a tolerar sublevaciones en su fuerza. Limpió el sable en la ropa del difunto, envainó la espada y se retiró.

       6.

      Año V del Régimen, el Tío

      Que lo apodaran el Tío, como lo habían hecho en la unidad básica allá por 2015, cuando estalló la revuelta, no era algo menor. Semejante señal de admiración, por parte de los muchachos, respondía a la crueldad con que había ejercido su mando durante aquellos años de terror y a la apertura de cárceles que realizó cuando le faltaron tropas para actuar. Ya establecido como un alto funcionario del régimen, estaba orgulloso de lo logrado. Había logrado adaptarse, con relativo bajo costo, a las nuevas reglas. Conservar el antiguo departamento de Alvear y Montevideo. Mantener unida a su familia y un puesto que le aseguraba una cierta tranquilidad. Del campo y el haras de la familia paterna, ya nada quedaba, pero no había familia patricia que lo hubiera logrado conservar. Es cierto que en casa ya nada era igual. La alegría que solía reinar había sido reemplazada por una angustia permanente. Un eterno quejarse de lo perdido que, a su criterio, no les permitían ver todo lo que tenían; especialmente comparado con otros que habían perdido hasta la familia. Sus hijos, siendo hijos de un alto funcionario del régimen, lograron evitar ser secuestrados y eran educados en casa. Después de todo así se educaron “los tatas”, se justificaba cuando se mencionaba el tema. De todo su sadismo, nada se sabía en casa. “Sus funciones son solo administrativas”, decía su mujer para excusarse.

      Técnicamente, las funciones del Tío eran una especie de agregaduría comercial, solo que comercializaba con seres humanos. De él dependían la autorización para salir del país, las relaciones con comerciantes de blancas y el turismo alternativo que tanto éxito tenía últimamente.

      En aquella mañana de diciembre, mientras en el hospital del Che Guari consolidaba la “toma” del edificio, el Tío llegaba a su despacho. Como siempre, comenzó por revisar las solicitudes de salida. Ya casi no las había, pero igualmente obsesivo como era, no podía cortar con su rutina. Solo tenía tres pedidos. Dos fueron rápidamente enviados a carpeta de rechazados, pero el tercero lo sorprendió. Luego de los filtros habituales, en el cuadro de comentarios aparecía: “Flaco, soy yo, Rafa” y un teléfono. Inmediatamente, vinieron a su memoria recuerdos de partidos, en particular, uno en el cual Rafa viéndolo en el piso se tiró a cubrirlo para protegerlo. Nada raro en aquella época, uno en la cancha daba todo por su amigo. Ahora, el recuerdo logró perturbarlo. Como si le debiera algo, pensó. Su primera reacción fue defenderse, pero Rafa... ¡era casi un hermano! Hace tiempo que no sabía nada de él ni del resto del equipo. No pudo evitar perderse en sus recuerdos. Los años de jugar en la división de infantiles, con su viejo entrenándolo y de ese grupo de amigos que, desde entonces, habían sido inseparables. Que irían creciendo juntos en un continuo de colegio, rugby, veranos, padres y mayores, que los formaron a base de sacrificio, amor y lealtad por un deporte “formador de hombres”. Unos valores que ya había olvidado, pero que Rafa despertaba nuevamente. Se recordó a sí mismo en aquellas tardes memorables en el viejo casco de Manuel J. Cobo cuando a lomo de caballo, cual sable, blandían sus tacos en busca de la preciada bocha. O cuando, en zungas de “amorosos colores”, vendían los productos

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