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quitado. El colegio había cambiado desde que ingresó. Su nombre, de santo irlandés, había sido reemplazado por el de José Héctor. La enseñanza del inglés, reducida al mínimo, fue cubierta por la “doctrina social del régimen”. De sus amigos, con los que ingresó al cole, ya no quedaba ni uno. Solo necesitaron de una fría mañana para llevárselos. Los pocos que aquel día no estaban ya no volvieron. Algunos se habían ido a otros suelos. De otros, no se sabía nada y el resto había sido distribuido igualitariamente y de acuerdo a un preciso cálculo social del régimen, en otros establecimientos. No fue fácil retomar el colegio luego de aquella nefasta mañana. Tampoco superar la muerte de su madre en aquella noche de “los Corderos”. Pero, obligado por su padre, finalmente lo terminó. “No hay que rendirse” o “para recuperar lo nuestro hay que educarse”, le decía su padre y quizás tuviera razón. Para él, el colegio era el recuerdo vivo de los que ya no estaban. Era la cabal demostración de lo que “ellos” podían hacer. Lógicamente durante un tiempo los colegios estuvieron vacíos, ya nadie quería enviar a sus hijos y parecía que la educación sería otra de las tantas cosas de las que ya no habría más.

      El director subió al estrado, solemnemente acomodó el brazalete negro con los martillos que Mariano odiaba tener que portar y se dirigió a los padres y alumnos.

      —Hoy, esta casa cumple sesenta años desde que fue fundada por mi padre...

      Hizo una pausa, se lo veía cansado, triste. Sobrevivir puede llegar a ser una dura carga y, sin dudas, lo era para él. Desde entonces, desde aquella mañana de abril, cuando en vano intentó proteger a sus alumnos, arrastraba su lado derecho como secuela del ACV. Un minúsculo coágulo que explotó en su cerebro en medio de las tensiones del momento. Una lesión cerebrovascular que probablemente le haya salvado la vida. Terco y obstinado, luchó contra las aulas vacías y el coágulo de su cabeza para seguir. No estaba en su ADN rendirse y no lo hizo. Cuando lo dejaron, retomó sus funciones. Sufrió con los cambios que le impusieron y nunca olvidó a sus alumnos. Solo su alma de docente, esa necesidad de enseñar, de transmitir, que había heredado de su padre, le permitió seguir. Lentamente, a medida que las aulas se llenaban, encontró en esos nuevos chicos la esperanza de poder ayudar. De intentar sembrar en aquellas cabezas los valores que de chico mamó. Una esperanza que el tiempo, y el régimen, fue matando. Ya no quería seguir. Miró nuevamente a su público. Los padres y alumnos esperaban que continuara. Estaba cansado pero, en sus ojos, se podía ver un brillo de renovada confianza.

      —Por eso y por respeto a él, ¡hoy quiero pedirles perdón! Sí, ¡perdón! Perdón, a todos mis alumnos, perdón a sus padres y especialmente perdón a mi padre quien fundó este colegio pensando en la excelencia académica, la cual me vi obligado a resignar y que ya no estoy dispuesto a seguir haciéndolo...

      Fue interrumpido, entre el murmullo del público, por uno de los representantes del régimen. Violentamente retirado, fue reemplazado por el señor secretario del Distrito, quien terminó el acto con las formalidades correspondientes.

      Mariano le entregó el premio a su padre. Las lágrimas caían por su rostro. Carlos bajó la cabeza y lo abrazó. Mariano estaba por cumplir dieciocho años, era el segundo de tres hermanos. Carmen, la mayor y Augusto, Tuto para él, el menor. Rápido para los números y dotado para los deportes, su mayor virtud era su corazón. Sensible al extremo, guardaba todas sus desilusiones en su interior y solo las sacaba en un llanto silencioso y profundo. Carlos era un tipo normal, sin mayores virtudes que su constancia y su tesón. No era brillante, ni exitoso, solo un luchador. Amaba a su familia profundamente. Prefería escuchar a hablar, hacer a esperar. En otros tiempos, fue arquitecto y dejó en la ciudad varios edificios que llevan su impronta.

      —Viejo, ¿cómo puede ser? ¿Cómo es que nadie hace nada? ¿Cómo es que ustedes, la gente de tu generación, no hicieron nada?

      Ya conocía la respuesta, pero su indignación era antigua y, a pesar de su corta edad, crecía con cada año que sumaba. Era profunda a medida que tomaba conciencia de lo que le esperaba. No aguantó más y explotó en llanto.

      —Vamos al club —le dijo Carlos.

      Tomándolo de la mano, caminaron en silencio las cuadras del barrio donde había nacido.

      Fundado, tras el prolongado gobierno de Juan Manuel de Rosas, en 1855 fue pueblo, ciudad, capital federal y barrio. Denominado en honor al creador de la bandera, fue uno de los barrios más tradicionales de la capital. Las tradicionales casas estaban dejadas, abandonadas. Sus fachadas, antiguamente orgullosas, mostraban en silencio las virtudes del régimen. Las que fueron abandonadas estaban ocupadas por numerosas familias que convivían hacinados como en “los conventillos del 900”. Otras, ocupadas por funcionarios, lucían sus pancartas identificadoras que los hacían inmunes a las prácticas vigentes. Las que aún quedaban habitadas por sus antiguos dueños eran pocas. Se mantenían cerradas para ocultar su vergüenza, ya que conservarlas implicaba su funcionalidad para con el régimen. Eran parias atacados por ambos lados, traidores para unos, cajetillas para otros. El centenario club, fundado por aquellos ingleses del ferrocarril, también había cambiado. Ahora, era un club social. Su cancha de rugby había sido reemplazada, años atrás, por un playón para la práctica de fútbol o básquet. El pabellón fue transformado en salón de adiestramiento y de la verde tribuna solo quedaba la placa en memoria de los “mártires de la revolución que murieron en la toma de un reducto de oligarcas vende-patria”. De sus socios no quedaba nadie y Carlos hacía años que no entraba. Caminaron hasta los árboles. Dos viejos robles que aún quedaban en pie, estoicos, ya que nadie sabía lo que representaban.

      —¿Sabés qué son? ¿Te acordás de ellos? —preguntó Carlos señalando dos grandes robles—. Eras chico y nos sentábamos acá bajo su incipiente sombra. Yo te contaba del club, su historia y sus valores... Te contaba de Guille.

      —Sí, viejo, me acuerdo. Uno es el del centenario, vos todavía jugabas en la primera. El otro es el que se plantó en memoria de Guille, cuando murió. Pero creo que de todo eso ya no queda nada...

      —No es así. ¡¡Siguen en pie!! Uno de ellos expresa que el club, más allá de lo que hayan hecho con él, tiene ciento veinticinco años. Sus raíces son profundas y no pueden cambiarlo. Y a nosotros tampoco. El otro habla de los valores del ser que se lo ganó. De la amistad, el sacrificio y la honradez que esgrimía, por los cuales a su muerte se lo honró con ese árbol.

      —Mamá no tiene un roble... —interrumpió Mariano.

      —¡Mamá murió peleando! —contestó su padre.

      Carlos cerró los ojos, recordando aquellos terribles momentos. Mariano esperó, viendo en su padre el sufrimiento en su cara.

      —La verdad es que no sé por dónde empezar. Fue todo tan maquiavélico que no nos dimos cuenta. De a poco, quizás por no involucrarnos, nos robaron el país.

      Despacio, a medida que sus recuerdos fluían, le contó sobre los saqueos del 14, las leyes de inmunidad del Estado, la modificación del Código, el avasallamiento a la independencia de la justicia y la persecución de los fiscales independientes. Como pudo, le explicó la compra de la Corte Suprema y su disolución, la declaración del estado de sitio, la nueva Constitución y la instauración del régimen.

      —Eran tiempos violentos, quizás generados por ellos, pero las leyes iban saliendo y, salvo muy pocos, nadie se oponía. La oposición era tan nefasta como el gobierno y nosotros, los ciudadanos comunes, no queríamos saber nada con involucrarnos en la política. La verdad es que la entregamos. No nosotros, sino nuestros padres, muchos años atrás. Le entregaron el ejercicio de la actividad política a gente que no pensaba en el bien común, sino en sus propios intereses. La política, para la gente común, era un nido de corruptos, vinculados con barras bravas y el narcotráfico, de la cual había que mantenerse lejos. Bastaba con cumplir (mínimamente) con nuestras obligaciones, quejarnos cuando nos juntábamos con amigos y apoyar alguna campaña de las que en aquel momento, cuando las redes eran libres, alguna ONG publicaba.

      Carlos sabía que en ese no involucrarse estaba la causa de lo que hoy vivían. Sabía que, en su generación, recaía

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