Скачать книгу

con una recrudescencia de acritud. Pues se pasa la vida arañándose, mordiéndose, desgarrándose y devorándose.

      —Hasta la vista, Francisca—dije para cortar aquella inundación de invectivas...—Sin el capitán Tronchet, no dirías todo eso...

      —Puede ser—respondió Francisca en un rasgo repentino de buen humor.—Sabes, Magdalena, que eres una buena persona y que te quiero mucho—terminó dando una carcajada.

      No es muy halagüeño que digamos el cumplimiento de Francisca, y de otra no le aceptaría, seguramente; pero está convenido que Francisca puede decir todo lo que se le pone en la cabeza. Esto hace saltar algunas veces a la abuela, pero como mi amiga ostenta una vocación por el matrimonio muy caracterizada, la abuela tiene por ella alguna indulgencia en consideración de sus buenas disposiciones.

      No comprendo la antipatía de Francisca por este pobre Aiglemont. Nunca pierde la ocasión de embestir a la población de las solteronas, como ella la llama.

      Es, sin embargo, muy pintoresco mi pueblo natal y yo estoy muy orgullosa de él...

      Situado en el extremo de una cadena de montañas, a modo de un punto final, Aiglemont, mi tranquilo pueblo natal, se levanta en la roca con la majestad de una cosa vieja dormida en la serena conciencia de un largo pasado. Cuando todo desaparece de las antiguas fortalezas, y la ciencia militar, tocada por el progreso, destruye todo lo que nuestros antepasados habían tenido a honor construir, Aiglemont escapa a la destrucción y sigue presentándose orgullosamente en su recinto de fortificaciones que la mantienen y la protegen contra una caída posible en el valle. Limpia y coqueta, sonríe en medio de un cinturón de verdor del que surgen sus torres grises.

      Aquellas fortificaciones son celebradas en diez leguas a la redonda. Son el paseo favorito de los aiglemonteses, que no se cansan de admirar sus puntos de vista, y es la primera visita que se impone a los extranjeros a quienes los azares o las exigencias de la vida conducen hasta nuestra peña. Se les cuenta la historia de nuestras fortificaciones llenas de torres y de temerosas prisiones, y las historias que circulan a propósito de ellas. Se les muestra con orgullo cierta roca que se abrió para dejar pasar un santo apóstol amenazado por una tropa de bárbaros. Se les conduce a la famosa torre Sarracena y se les hace admirar la belleza del paisaje que cambia de aspecto en cada uno de los cuatro puntos cardinales. Después, si el guía está dotado de un alma verdaderamente aiglemontesa, pondera el pasado en detrimento del presente:

      —Aiglemont—dice con énfasis en el tono arrastrado y nasal peculiar de los aiglemonteses,—es la última fortaleza del catolicismo. Hasta la Revolución éramos posesión eclesiástica y moriremos fieles a nuestros destinos. Nada de ideas nuevas...

      El habitante de nuevo cuño tiene un lenguaje muy distinto:

      —Aiglemont—dice,—es la fortaleza del obscurantismo, del clericalismo y del fanatismo. Es un país de supersticiones; transformémosle en país de luz.

      Y detrás de sus fortificaciones, los aiglemonteses, divididos en dos campos, miran con malos ojos a todo el que no piensa como ellos. Los católicos condenan a los librepensadores y éstos tratan a aquéllos de imbéciles, sin más ceremonias.

      Existe un terreno de unión, sin embargo, en los días de grandes fiestas. Católicos y librepensadores se agolpan con entusiasmo en la antigua Catedral para oír los incomparables acentos de nuestro incomparable coro.

      —Estáis cogidos, odiosos impíos—parecen decir las caras de los devotos asiduos ante la invasión de los nuevos filisteos.

      —El coro nos pertenece como a vosotros, estúpidos santurrones—parece que responden los impíos aludidos.

      Y unos y otros, al salir de la Catedral, exclaman con satisfacción:

      —La verdad es que Aiglemont puede estar orgulloso de su coro.

      Se dice Aiglemont y no la Catedral.

      En Aiglemont, en efecto, hay dos parroquias, San Aprúnculo, la Catedral, y San Gengulfo, la parroquia secundaria. La guerra es casi continua entre aprunculinos y gengulfianos, y los primeros desdeñan a los segundos por su iglesia, por supuesto. Unos y otros cuentan en sus filas numerosas solteronas, pues el matrimonio, preciso es confesarlo, está poco de moda en nuestro pueblo. En teoría se habla mucho de él; las muchachas pululan en Aiglemont. Pero el número limitado de los jóvenes casaderos hace que, si son muchos los llamados al sacramento del matrimonio, son pocos los escogidos.

      No sé si es ese medio ambiente lo que me hace ser también refractaria al matrimonio, o si es la poca costumbre de ver casar a las jóvenes de mi sociedad lo que me hace considerar mi propio matrimonio como una eventualidad temible. La verdad es que, a pesar de mi deseo de claridad, no consigo poner estar cosas en claro.

      —Estas muchachas...—diría la abuela,—qué imposibles son...

      14 de octubre.

      Llueve, hace viento y reina un tiempo frío y obscuro. En la prisión en que la prudencia manda estarse, vuelvo a ocuparme de la cuestión de las solteronas. Esta mañana he declarado a la abuela que deseaba estudiar seriamente ese asunto tan interesante.

      —No veo el interés—respondió la abuela.

      —Pero, abuela, en una población como ésta, el pueblo de las solteronas, como le llama Francisca, es...

      —Francisca no es seria—exclamó Celestina, que iba a arreglar el fuego de la chimenea, y aprovechó la oportunidad para mezclarse en la conversación.

      —¿Tú qué sabes?—dije descontenta.

      —Sé lo que sé—respondió Celestina con la dignidad de los grandes días.—Una señorita que no habla más que de casarse, no es una señorita seria...

      —Cállese usted, Celestina—replicó la abuela.—Tú no entiendes nada de eso, hija mía.

      Celestina no dijo palabra, muy ofendida por la observación de la abuela. Vi, en efecto, por su mirada despreciativa y por su labio en forma de pila de agua bendita, que las personas que hablaban de matrimonio eran sospechosas para ella; tan sospechosas, que tomó el partido de volvernos la espalda sin más ceremonia.

      —Sí, abuela—dije en cuanto se fue Celestina,—quiero seguir a las solteronas a través de las edades. ¿Ves en ello algún inconveniente?

      —Veo los de hacer un viaje muy fastidioso y de singularizarte de un modo ridículo.

      —Sin embargo, antes de decir si estoy madura para el matrimonio, me gustaría saber si el celibato me tienta definitivamente...

      La abuela hizo un movimiento de tan excesivo mal humor, que me quedé ligeramente aturdida.

      —¿Es necesario hacer un estudio tan profundo para poner en claro ese grave problema?... ¡Qué rara eres, hija mía!

      —Pero, en fin, tú permites que me ocupe en esto; es todo lo que reclamo de tu indulgencia...

      —¡Ay!—suspiró la abuela,—cuánto preferiría verte reclamar un buen marido... Sabes que la mujer del coronel Dauvat me ha hablado para ti de un joven teniente que...

      —Me escapo; abuela, me escapo... Nada de tenientes, por amor de Dios... Por ahora, vivan las solteronas...

      —Chiquilla—murmuró la abuela, encogiéndose de hombros.—Mala chiquilla...

      Tranquila con el permiso de la abuela, registré la biblioteca y busqué con ardor todo lo que pudiera ilustrarme sobre el concepto de la mujer en la antigüedad respecto del celibato. ¿Aceptaba sin repugnancia la idea del matrimonio?... ¿Sentía alguna contrariedad al casarse?... ¿Hubiera experimentado cierto alivio sabiendo que estaba libre de una obligación que le creaban las leyes religiosas y civiles?...

      Mis investigaciones me pusieron pronto al corriente.

      No hay la menor incertidumbre en estas cuestiones.

      El único sueño de la mujer antigua es un marido. Su cerebro está tan hecho a la idea de la necesidad del matrimonio y su corazón

Скачать книгу