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Las Solteronas. Claude Mancey
Читать онлайн.Название Las Solteronas
Год выпуска 0
isbn 4064066103002
Автор произведения Claude Mancey
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
El comedor, en el que la abuela y yo estamos como alejadas, y el salón, en el que parecen perdidas las butacas en cuanto estamos solas en él, completan la planta baja. En el piso primero se encuentran todas las alcobas, de dimensiones más ordinarias, gracias al cuarto de tocador de que cada una está provista. Por todas partes un diluvio de armarios y una inundación de comodidades perfectamente inútiles...
Antes del sobrado, hay una gran pieza abohardillada que es el dominio de Celestina y en la que las paredes están cubiertas de imágenes sagradas; hay hasta diecinueve San Antonios en diversas actitudes y ocho San Benitos; en cambio no hay más que un Sagrado Corazón, una sola Virgen y un San José. Celestina practica la piedad actual, que exalta a los santos de moda con detrimento de los demás. ¡Pobres antiguos santos!... Estos son precisamente mis preferidos.
Exceptuando el cuarto de Celestina, ¿está todo esto al gusto del día?
Para una mujer mundana, no, evidentemente. El mueblaje, que presenta huellas de las generaciones pasadas, es viejo y está un poco ajado, pero a mí me gusta tal como es. En cada una de sus arrugas se escribe la edad de un matiz claro, o en algo más rapado. Yo leo en estos signos venerables la historia de los que se han marchado; y la forma un poco anticuada de todo lo que me rodea hace vivir y palpitar en mí el alma de las cosas viejas que han existido y no existirán más acaso.
En el comedor, la abuela hace admirar como una reliquia la inmensa y antigua tapicería que ocupa todo un ancho hueco: una historia de caza, en la que se adivina una historia de amor. He crecido y he vivido delante de esa eterna historia de una eterna caza y de un eterno amor, preguntándome sin cesar qué sucedería cuando los personajes en escena hubiesen vuelto al antiguo castillo de torrecillas que se ven en una lontananza degradada... Pero jamás mi pregunta infantil tuvo la satisfacción de una respuesta, y mis sueños siguieron meciéndose con los sonidos encantadores que yo suponía que debían salir de las diferentes trompas llevadas por legendarios caballeros. Era yo una bella princesa encantada que esperaba al hermoso caballero encantador del tapiz, pues en aquel tiempo—que ha pasado después,—tenía la vocación del matrimonio, una vocación seria, ardiente y resuelta...
Encontraba al príncipe también en el salón bajo la forma de un joven y bizarro oficial de la Restauración, mi bisabuelo. Otras lindas damas, de graciosas papalinas de encajes y bonitas pañoletas de gasa, le formaban una corte un poco paliducha y envejecida. Cuando se entra en el salón de la abuela, se hace una reverencia infalible e instintivamente. No le falta a una nada para levantarse la falda, con un movimiento de coquetería anticuada, de la que le gusta a la abuela.
Sí, todo es viejo e insípido, y, sin embargo, exquisito.
10 de octubre.
Francisca está furiosa.
He ido esta tarde a pedirle un dibujo de bordado, que me hacía falta, y la he encontrado en un estado de irritación indescriptible.
—¡Maldito país! ¡Maldita gente!... Pueblo de chismes!
Por poco me tira de espaldas aquel huracán; pero como conozco a Francisca, tomé el partido de esperar que hubiese acabado su letanía de tontunas.
—¿Qué pasa?
—No me hables; estoy furiosa.
—Ya lo veo.
—Tengo una rabia...
—También eso es visible.
—Figúrate que la señorita Bonnetable acaba de venir a traer a mamá un gran chisme sobre mí...
—¡Ah!... Se puede saber...
—Sí—respondió Francisca, vacilando un poco.—Se trata del capitán Tronchet, que, según parece, ha pasado dos veces por delante de mis ventanas, en el momento en que yo las abría.
—¿Y qué?
—Que no es verdad lo que se dice... ¡Oh! esas solteronas...
—¿No has abierto las ventanas, y no ha pasado el capitán?
—Sí—respondió Francisca, con su desparpajo habitual,—pero cuando yo he abierto la ventana, ignoraba que pasaba el capitán, y cuando éste pasó, no sabía que yo abría la ventana. Y suponen que estábamos de acuerdo...
—¿Y qué?
—Que me ofende horriblemente que se crea que hago caso de ese capitán, que estoy segura que no se ocupa de mí... Es rico, y...
—Y tú no mucho... Piensas, no sin razón, que hay incompatibilidad de fortuna, y te abstienes de cuidados inútiles.
—Justamente—respondió Francisca un poco dulcificada.—Pero como todo el mundo sabe que deseo casarme, aprovechan la ocasión para colgarme una porción de historias a cual más tontas.
—Eso gusta a todo el mundo.
—Eso es precisamente lo que me indigna... ¡Ah! Magdalena, cuándo saldré de este pueblo, de este medio y de estos inconvenientes... ¡Qué sueño!
—Qué ida la de apurarte de ese modo—dije descontenta.—Se está muy bien aquí...
—Sí, habla por ti, tranquila y dulce Magdalena; yo me ahogo en medio de las ideas antidiluvianas que nos rodean. Me horrorizo ante estas cadenas de prejuicios... Todo esto me irrita, y acabará por volverme mala.
—Qué exageración, mi pobre Francisca...
—¡Cómo!—exclamó Francisca con cólera,—¿encuentras divertido vivir en medio de los aiglemonteses?... Pues sólo con pasar por las calles un poco estrechas de este viejo Aiglemont, atrapo yo el spleen...
—¡Pobre Francisca!—dije con sonrisa burlona.
—Sí, búrlate de mí, pero eso no quita que esté muy harta de esta vida. Es divertido... Aquí cada cual vive en familia, o mejor dicho, en camarilla. No se admite más que un pequeño núcleo de fieles y se cierra desdeñosamente la puerta a todo lo que huele a nuevo y original. Somos anticuados como un diablo... Es como si estuviéramos dando vueltas perpetuamente en un pequeño círculo.
—¡Crimen imperdonable!—murmuró en sordina para no ofender a la irritable Francisca.
—Sí, crimen imperdonable... Es aburrido estar atada toda la vida; primero por los prejuicios de educación. Hay que hacer esto o lo otro; esto no, ni aquello tampoco... Tal cosa es sacrosanta y tal otra levanta una polvareda general sin que se sepa por qué ni cómo... Sí—continuó Francisca,—sé por qué y cómo, por el grito de mamá: «¡Oh! Francisca...» Es cargante esa pobre mamá...
—¡Oh! Francisca...—dije, imitando a la señora de Dumais.
—No me pongas nerviosa, Magdalena... Y después, ¿conoces algo más inepto que los prejuicios de sociedad? Piensa en los gritos que darían nuestras amigas si la camarilla llamada alta burguesía se reuniese con la pequeña, y si la gente aristocrática acogiese al comercio y a los que participan de las ideas gubernamentales... ¡Dios mío! la mitad de Aiglemont sucumbiría del ataque causado por la indignación.
—Qué le hemos de hacer—dije con cierta indiferencia;—no querrás reformar las costumbres y las ideas de las pequeñas poblaciones...
—Sí que querría—replicó Francisca exaltada.—Es insoportable vivir aquí... Y esas historias sin fin sobre el prójimo, y esa malevolencia universal... ¡Qué horror!
—Cálmate, Francisca—le dije al besarla para despedirme.—Te aseguro que los aiglemonteses no son tan malos como crees.
—¡Que no son tan malos!—exclamó Francisca, al salir a despedirme.—Bien se ve que eres una aiglemontesa... Piensas como yo, pero no haya miedo de que lo confieses. Anda, eres una hipócrita...
—Gracias—dije