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tierra, ni de reposo eterno.

      El desprecio y la abyección en que viven las mujeres sin marido le dan desde luego en el mundo una muestra de lo que tendrá que soportar en el otro. No puede considerar el celibato más que como la más terrible desgracia, la única que compromete al mismo tiempo el mundo y la eternidad.

      Una desgracia que persigue durante la vida y sigue aún a la eternidad, es para hacer reflexionar, convengo en ello. Si la abuela, en vez de prodigarme argumentos discutibles me ofreciese algo semejante, se puede apostar a que no vacilaría yo lo más mínimo, pues preferiría aventurar la desgracia de mi existencia mortal a arriesgar la salvación eterna... Pero el caso es que como no hay nada sólido en el mundo, las ideas han cambiado de tal modo, que la abuela no puede llamar al Cielo en su ayuda, aunque no le faltarían ganas. Desde San Pablo... Pero no anticipemos.

      En aquellos abominables tiempos de matrimonio forzoso, las leyes que regían los bienes agravaban todavía la dependencia de la mujer. Aquellas leyes, fieles reflejos del pensamiento antiguo, multiplicaban las trabas en torno del sexo débil y acentuaban en él la creencia en la necesidad absoluta del matrimonio. No sólo hacía falta un marido para asegurar la dicha eterna, sino que ese marido era igualmente necesario para ser admitida al derecho de vivir, implicado en el de poseer.

      Cuando, por el mayor de los azares, se encuentra en la antigüedad una mujer honrada sin casar, la trompeta de la fama invita a la posteridad a guardar la memoria de un hecho tan sorprendente. No se dice: Tal mujer no se casó porque no quiso. No. Se busca, se comenta y se considera que algo sobrehumano protegió una determinación que todos califican de extraordinaria. Si se trata de la hija de Pitágoras, una de las primeras que ilustró el nombre de solterona, se cuenta que el filósofo, suponiendo haber sido mujer en una vida anterior, tenía una alta idea de la excelencia de la mujer, en lo que difería extraordinariamente de sus contemporáneos, y había reivindicado la encarnación de la antigua sabiduría en un hermoso tipo femenino. Ese tipo lo encontró en su propia familia. Damo, su hija, llegó a ser su discípulo más ardiente; y la consagró a los dioses por un voto de virginidad perpetua, le confió todos los secretos de su psicología y se dice que le dejó sus escritos, haciéndole prometer que no los publicaría jamás. Damo, el asombro y la admiración de toda la Grecia, tuvo el valor de la obediencia y se llevó a la tumba los secretos del ilustre anciano.

      Aun cuando se debilita en Occidente el culto por los muertos y disminuye, por consecuencia, la hostilidad que creaba contra el celibato, la antipatía subsiste, a pesar de todo. Se hace constar con asombro que una mujer pintora de Grecia, la famosa Lala, de Cycique, que vivió 80 años antes de Jesucristo, no se casó, y se cuida de hacer observar que fue su gran fervor por su arte lo que la llevó a esa extremidad lamentable. Del mismo modo, la hija de Plinio, el célebre naturalista, necesita la reputación de su padre para hacer aceptar su situación de solterona.

      Si la antigüedad cuida de hacernos notar particularmente ilustres excepciones a la ley común del matrimonio, no quiere esto decir que esa ley no haya sufrido ningún eclipse a través de los siglos. Cuando, en el momento de la decadencia, fue necesario multiplicar las leyes en favor del matrimonio, es evidente que, esa multiplicación indicaba que el matrimonio caía en olvido.

      Es de notar, en efecto, que la multiplicación de las leyes morales no prueba que un pueblo se mejore, sino precisamente lo contrario. Cuando la moral está en peligro, es cuando tiene que pedir socorro. Y toma entonces de la autoridad de las leyes la última, y casi siempre impotente sanción.

      Este hecho es particularmente cierto cuando se trata de las leyes concernientes al matrimonio en los pueblos monógamos, como Grecia y Roma. Cuando el matrimonio se hundió por todas partes fue cuando las leyes civiles, que no hay que confundir con las religiosas, multiplicaron sus prescripciones para obligar a realizarlo. ¿Quién pensaría en buscar penas severas para los recalcitrantes ni en acentuar los castigos que les están destinados si no hubiese necesidad de castigar ni de obligar?

      La verdad exige declarar que en este caso los recalcitrantes fueron los hombres y no las mujeres. Los solterones son los que han producido las solteronas.

      La mujer ocupaba tan poca plaza en el mundo antiguo, que era fácil tratarla como una cantidad despreciable; y sin preocuparse de lo que podía pensar, los señores hombres no pensaron más que en hacer una vida de placeres y de feliz quietud, exenta de los cuidados de la paternidad y de las cargas de familia.

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