Скачать книгу

el número de sus sombreros y se espía el color de sus corbatas. A esto hay que añadir que el espíritu infantil de Francisca le atrae numerosas enemistades. En un país de solteronas como el nuestro, Francisca lleva la imprudencia hasta burlarse continuamente de ellas. En misa, cuando se la cree sumida en una seria meditación, está ahogándose de risa entre las manos piadosamente juntas, y es el vestido de una o la actitud de otra lo que provoca su intempestiva alegría. Su madre se pasa la vida murmurando con espanto:

      —¡Oh! Francisca...

      Y se comprende. La buena y plácida señora de Dumais no puede creer a sus ojos ni a su oído desde hace veintitrés años que Francisca está en el mundo. Conserva el asombro de una gallina que ha empollado un huevo de pato creyendo empollar uno de su raza. No es posible volver jamás de esas sorpresas... Pobre señora Dumais.

      7 de octubre.

      Esta mañana he entrado triunfalmente en el comedor con un gran librote debajo del brazo. La abuela retrocedió espantada.

      —¡Dios mío, Magdalena! ¿te vas a examinar?

      —No, abuela querida, estoy haciendo un examen.

      —¿A quién? ¿De qué?—exclamó sorprendida.

      —De la cuestión de las solteronas...

      —Cuestión tonta y detestable idea—respondió la abuela enfurruñada.—Mejor harías de decirme qué te pareció aquel joven moreno que estaba ayer en el rosario al lado de la señorita de Sarcicourt.

      —Un joven moreno... en el rosario... al lado de la señorita de Sarcicourt... No le reparé.

      —Sí, sí, recuerda bien...

      —¡Dios mío! otro pretendiente...

      —¿Por qué no?

      —Porque no quiero... No me hables de eso, abuela, te lo ruego. ¿Cómo quieres que haya encontrado a un joven que no he visto?

      —Si tú...

      —No, no, que no se me hable de matrimonio... Por el momento pertenezco a las solteronas... Abuela—proseguí tiernamente,—no puedes querer que me case con un caballero porque es moreno, porque va al rosario y porque está al lado de la señorita de Sarcicourt...

      —Es una garantía.

      —¿El ser moreno es una garantía?—dije dando una carcajada.—¡Ah! querida abuela...

      Y aprovechando la alegría que se leía en el semblante de la buena señora, cambié bruscamente de conversación.

      —¿Sabes—dije,—que las leyes, según este librote, se acordaban en otro tiempo con la religión para condenar el celibato?

      —¡Ah!—suspiró la abuela,—eso era sin duda en el tiempo en que se hacían aún buenas leyes...

      —Era en el tiempo feliz en que florecían los hebreos, los indos, los persas, los griegos, los romanos, los germanos...

      —¿Y qué me importa a mí toda esa gente?

      —Un poco de paciencia, si quieres—exclamé volviendo unas hojas.—Los hebreos tenían enteramente tus ideas sobre el matrimonio.

      —No te comprendo, Magdalena. ¿Adónde vas a parar?

      —Continúo el sermón del domingo.

      —¿Cómo?

      —Buscando si las leyes estaban de acuerdo con las ideas religiosas...

      —Y has encontrado.

      —Que todas las legislaciones no han hecho más que confirmar lo que estaba ya edictado en las diferentes religiones.

      —¿Y eso te interesa?

      —En extremo.

      —¡Qué nieta tan rara!—exclamó la abuela encogiéndose de hombros.—¿Estás ahora ocupada de las solteronas?

      —Sí. Oye cómo comprendían los hebreos el deber de la mujer. Su única misión, según ellos, era dar los más hijos posibles a la familia y al Estado... De aquí el matrimonio obligatorio...

      —Tenían mucha razón.

      —Los indios, abuela, son también, según tú, gente razonable. A los ojos del legislador indio, todo el destino de la mujer se reduce a dar al hombre hijos y a perpetuar la especie humana. La mujer no goza de los favores que la ley le concede hasta que se convierte en esposa y madre.

      —Los indios eran gente de buen sentido—dijo la abuela con aplomo.

      —¿Y Zoroastro?—exclamé riendo.—Este es tu mejor apoyo... Zoroastro recomienda a las persas el matrimonio como la obra más meritoria y declara que la joven que rehusase casarse irá a los infiernos hasta la resurrección, aunque haya hecho buenas acciones.

      —Lo de los infiernos es acaso excesivo—dijo la abuela con malicia,—pero opino que haga una temporada de purgatorio...

      —Entre los griegos—continué libro en mano,—no es ya el infierno lo que se tiene en perspectiva, sino el Código Penal. Parece que en toda la Grecia el matrimonio era obligatorio, no sólo para la mujer sino también para el hombre y para el tutor de la mujer. La ley castigaba...

      —A las jóvenes recalcitrantes que...

      —Que se negaban a escuchar a su abuela... Es posible. En todo caso castigaba seguramente al soltero y al tutor que tardaba en casar a su pupila.

      —Ya ves, Magdalena—dijo la abuela sonriendo,—qué culpable eres conmigo. Si fuese griega, hubiera sido castigada por las leyes sin que tu estado de soltería me sea imputable.

      —Yo lo hubiera proclamado a voz en cuello, y, lejos de castigarte, el tribunal te hubiera felicitado por el modo que tienes de cumplir tu misión. Un joven moreno... La señorita de Sarcicourt... el rosario... Abuela, si yo hubiera sido romana, no hubiera podido reclamar contra ti ante el magistrado... Y las leyes permitían a la joven romana obligar a su padre o a su tutor a casarla.

      —Ya ves—interrumpió la abuela,—que cumplo con mi deber tratando de influir sobre ti en favor del matrimonio.

      —Sí, le cumples demasiado bien. En esto eres de la opinión de Dionisio de Halicarnaso, que, compulsando las antiguas leyes de Roma, ha descubierto una que obligaba a los jóvenes al matrimonio. El tratado de las Leyes de Cicerón, que reproduce en forma filosófica las antiguas leyes de Roma, contiene también una sobre el celibato.

      —En adelante—repuso la abuela con buen humor,—tendré en gran estima a Dionisio de Halicarnaso y a Cicerón. Ignoraba que esos señores fuesen tan amigos míos...

      —Hubieras debido sospecharlo... Y te hago gracia de los germanos, pues eran unos horribles polígamos y por este mismo hecho no admitían la solterona...

      —Y tenían mucha razón—exclamó la abuela.

      ¿Tenían razón de ser polígamos?... ¡Ah! abuela...

      —¡No!—dijo la abuela dando un salto,—no es eso lo que digo. La poligamia hubiera debido ser siempre un caso de horca; pero, en fin, las solteronas...

      —¿También merecían ser ahorcadas?...

      —A medias, para que se les pasase el gusto del celibato.

      —¡Qué antigua eres, abuela!... Razonas como los pueblos paganos.

      —Cuestión de atavismo. Durante siglos y siglos se ha considerado el celibato como impío, y me ha quedado algo.

      —Pues bien, yo también siento el atavismo.

      —Tú eres de la generación nueva, y con esto está dicho todo. No sentís ni hacéis nada como nosotros. Os pasan por la cabeza ideas que jamás se nos hubieran ocurrido. Y, todavía, cuando esas ideas son un poco razonables, como la que ahora te preocupa, no me quejo. Pero, francamente, Magdalena, me das miedo. Te hubiera, acaso, comprendido mejor tu madre...—terminó

Скачать книгу