Скачать книгу

ilusiones. Soy vieja, me moriré como los demás y, te lo repito, ¡qué será de ti sin parientes, sin familia allegada!...

      —¡Abuela! ten piedad de mí—supliqué con lágrimas en los ojos;—déjame gozar de mi vigésimoquinto aniversario... No me obligues a pensar cosas tristes... No me hables de la muerte, y sobre todo de la tuya...

      —Es, sin embargo, una ley de la Naturaleza siempre respetada y siempre obedecida—respondió dulcemente la abuela.—Tu padre y tu madre te han dejado. ¿Por qué yo, la abuela, he de ser inmortal?... Los viejos dejan el sitio a los jóvenes, y los pajarillos vuelan del nido para ir a construir otro...

      —Los pajarillos sin corazón, es posible—dije dejando caer un lagrimón en la mano que la abuela me ofrecía—pero las nietas agradecidas...

      —¡Bah!—respondió la abuela,—ya salió la gran palabra... Por agradecimiento querrías permanecer a mi lado para cuidarme, para endulzar mis dolores, para alegrar mis últimos años. Pero yo, por deber, no quiero tal cosa. Mi deseo es que te cases y pronto. ¿Entiendes?

      —Sí, entiendo tu abnegación. Me has recogido a la muerte de mis padres, me has consagrado veinte años de tu vida que hubieras podido pasar más tranquilamente; y ahora te olvidas de ti misma una vez más queriendo lo que crees que es mi felicidad. ¿Estás segura de qué lo será el matrimonio?

      —¡Cómo si estoy segura! Perfectamente, tontilla. No hay más que dos maneras honradas para una mujer de tomar puesto en la vida: el matrimonio y el convento.

      —No comprendo por qué el celibato no es tan honroso como los otros dos medios.

      —No necesitas comprenderlo—respondió la abuela con energía.—No se permanece soltera; eso no se hace.

      —Entonces, casamiento o monasterio. El convento no me dice gran cosa—dije bajando la cabeza.—La obediencia no es mi fuerte, la pobreza me molestaría y sólo me seduce la castidad. Tales gustos son los de una solterona, pero no son una vocación religiosa. Pero el matrimonio no me seduce tampoco mucho. ¿Estás segura, abuela, de que tengo la vocación del matrimonio?

      —¡Cómo disparatas, hija mía, cómo disparatas!—suspiró la abuela encogiéndose de hombros.—Cuando una mujer no está llamada a la más perfecta de las vocaciones, que es la religiosa, es que Dios la llama al matrimonio. No hay vocación del celibato. El matrimonio es indispensable para las mujeres destinadas a vivir en el mundo. Piensa, Magdalena, que la mujer no es nada por sí misma...

      —¿Nada? ¿Yo no soy más que una apariencia? Soy muy real, te lo aseguro.

      —Nada en lo moral, hija mía. La mujer necesita un apoyo para sostenerla...

      —Sí, vamos, una especie de tutor.

      —Un protector para representarla...

      —Como un paraguas...

      —No digas tonterías, hija mía, hablo en serio. La mujer necesita hijos y familia; es preciso que su sensibilidad se emplee en los seres a quienes ha dado la luz. Esta es la sola dicha de la mujer y su única dignidad.

      —¿Crees, abuela?—articulé pensativa.—Sin embargo, una muchacha de mi edad que empieza a comprender la vida, y ve de qué regateos son objeto las jóvenes casaderas, no puede tener prisa por dejarse pesar como un saco de dinero. Un marido que se compra no es más tentador que un muñeco de la feria. Y, todavía, se tiene el muñeco por unos cuantos centavos, mientras que el hombre...

      —Sí, ya sé, ya sé—replicó la abuela distraída.—Digan lo que quieran, siempre ha sido así. Las muchachas con buen dote siempre han sido buscadas; las otras se casaban como podían. Hoy, el matrimonio no es fácil cuando no se tiene nada; pero tú no estás en ese caso. Tu pequeña fortuna y lo poco que yo te dejaré, te permiten hacer una elección honrosa. No veo nada que se oponga a tu matrimonio.

      —¿Nada? ¿Y el marido, abuela, qué haces de él?

      —El marido yo lo encontraré—respondió la abuela.—Eso es sencillo y fácil. Prométeme solamente ser razonable y no rechazar a ciegas cualquier proyecto de matrimonio.

      —Sí, abuela, te prometo tratar de hacerlo—respondí con firmeza.—Pero concédeme una gracia en cambio de esta promesa. Antes de tomar una resolución, déjame algún tiempo para estudiarme a mí misma y estudiar a los demás. Tú estás segura de que seré feliz en el matrimonio; yo lo dudo, y quisiera ver claro en mi corazón antes de decidir nada. ¿Es mucho pedir?

      —No, querida—respondió la abuela con un relámpago de satisfacción en los ojos.—Tengo confianza en tu promesa. Estudia todo lo que quieras, puesto que el estudio es la manía de las jóvenes de ahora; te doy carta blanca. Vaya, vístete—añadió echando una mirada al reloj,—para que no llegues tarde a misa de ocho.

      —¡Llegar tarde a misa en el día de mi cumpleaños!... No, abuela; Dios querría castigarme y sería capaz de casarme de repente...

      He aquí cómo, a consecuencia de esta conversación con la abuela, he tomado la resolución de escribir de vez en cuando mi diario, a fin de darme cuenta de lo que pienso y de lo que deseo. Tengo alguna libertad para decidir mi porvenir y descubrirme la vocación del matrimonio; aprovechémosla. Hasta ahora mi vocación es más bien vaga, lo confieso. ¡Qué lástima que la abuela encuentre tan inconveniente el quedarse soltera! Creo que me estaría como un guante la vocación del celibato.

      4 de octubre.

      La abuela ha tomado en serio su idea del matrimonio.

      Al salir de la primera misa, en la que habíamos hecho nuestras devociones—hoy es la fiesta del Rosario,—mi querida abuela me condujo vivamente hacia San José, y yo comprendí inmediatamente de qué se trataba. San José, protector de los matrimonios, es el más solicitado de los santos, a pesar de San Antonio, que empieza a hacerle una competencia temible. Todas las mamás ávidas de casar a su progenitura están a los pies del santo patriarca, y todas las solteras y solteronas en busca de un marido le hacen una corte asidua.

      Al salir de la Catedral quise darme el placer de parecer ignorar lo que la abuela podía tener que pedir tan largamente al bueno de San José.

      —Muchas coqueterías te traes con San José—le dije en cuanto salimos de la iglesia.—Supongo que le has pedido muchas gracias en la larga estación que acabas de hacer delante de él.

      —Una sola, Magdalena—dijo la abuela con una convicción absoluta.

      —¡Ah!

      —La gracia de un buen matrimonio para ti.

      —¡Pobre abuela!

      La ocasión era tan tentadora, que dije muy de prisa:

      —Yo también he rezado por ti, querida abuela, aunque no para obtener la misma gracia. He suplicado a San José que te quite de la cabeza todo lo que pueda parecerse a una idea fija.

      Si no hubiéramos estado en medio de la calle, la abuela me hubiera tirado de las orejas; pero no pudiendo administrarme su castigo favorito, se contentó con sonreír con indulgencia. En esto nos encontramos de manos a boca a una charlatana, a la que la abuela recibe sin quererla mucho, la señora Siberot.

      —Querida amiga—dijo ésta, apoderándose de la mano que la abuela le ofrecía;—qué contenta estoy de ver a usted.

      —Y nosotras también, amiga mía—respondió la abuela con política.

      —¿Conque piensa usted casar a Magdalena?—preguntó aquella buena alma.

      —¿Quién le ha dicho a usted eso?—respondió la abuela.

      —Tres personas me lo han afirmado después de la misa de ocho.

      —¡Ah!—replicó la abuela mirando al reloj.—Hemos salido a las ocho y cuarenta y son ahora las ocho y cincuenta. En diez minutos se ha hablado mucho.

      —Ha rezado usted tanto tiempo a San José, como decía ahora mismo la señora de Robertier, que todo

Скачать книгу