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       Claude Mancey

      Las Solteronas

      Publicado por Good Press, 2020

       [email protected]

      EAN 4064066103002

      Índice

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       Texto

      "

      Las páginas que se van a leer no necesitan un largo discurso para ser presentadas al público.

      El título que llevan basta para hacer conocer su objeto.

      Y basta también, añadiré, para revelar su actualidad.

      ¡Las solteronas!

      Existe hoy una cuestión de las solteronas.

      Y el autor de esta obra ha querido exponerla, o, mejor, plantearla.

      Su libro—confesémoslo, puesto que es la verdad—es, ante todo, una tesis de sociología.

      Si le ha dado la forma de una novela es porque sabe, como ha dicho La Fontaine, que

      Una moral desnuda trae consigo el fastidio,

       mientras que

      El cuento hace pasar a la moral con él.

      La «moral» que el autor quisiera hacer «pasar» sin «fastidio» a la mente de los lectores, es que hay en la actualidad una crisis del matrimonio y que, por consecuencia de ella, muchas existencias femeninas transcurren no sólo en una soledad dolorosa para la que las mujeres no están hechas, sino en una semiesterilidad que viene en detrimento público.

      Hay en esto un mal social considerable.

      A los moralistas, a los economistas y a los legisladores toca buscar y encontrar los remedios.

      Toda la ambición del «Diario» que sigue es notar los signos y marcar las manifestaciones de ese mal.

      C. M.

      Aiglemont, 26 septiembre 1903

      —Abuela, abuela—grité aquella mañana al salir de la cama,—felicítame, porque hoy cumplo veinticinco años...

      Y, muy dichosa, me precipité como una tromba en el cuarto de la abuela, que está al lado del mío. Sorprendida por mi brusca invasión—la abuela no puede acostumbrarse a mis modales de torbellino—la encontré enredada en las bridas de su cofia de dormir, y tratando de sujetársela en la cabeza del modo que convenía a la solemnidad de las circunstancias.

      La abuela es aficionada a la etiqueta—con E mayúscula, como ella la escribe,—y, para ella, estaba yo faltando a las más elementales conveniencias al anunciarle sin más ceremonia el alba de mi vigésimasexta primavera.

      ¡Ay! jamás he podido aprender la calma, esa calma de las tropas veteranas de que habla sin cesar mi primo el comandante Harmel.

      —¿Felicitarte?—articuló por fin la abuela, besándome con todo su corazón, mientras que su gorro se caía decididamente al suelo.—¿Felicitarte?... Verdaderamente, señora nieta, no veo por qué.

      ¡Adiós mi dinero!

      Aquel «señora nieta» me indicaba que la aurora de mi vigésimasexta primavera iba a conocer la reprimenda de que fueron testigos sus hermanas mayores y que era preciso prestar un oído atento y sumiso a los consejos matrimoniales de la abuela.

      —Sí—continuó, persiguiendo su idea y la colocación del gorro fugitivo en sus hermosos cabellos blancos,—sí, por mucho que busco, no veo nada particularmente glorioso en el hecho de tener veinticinco años.

      —Abuela—respondí afectando una expresión escandalizada,—a los veinticinco años es cuando aparece solamente la segunda y durable gracia de la fisonomía...

      —¿Qué estás ahí diciendo, chiquilla?—interrumpió la abuela haciendo un visible esfuerzo para recordar el autor de esa frase conocida.

      —Es una canción de Legouvé, querida abuela—si se puede llamar a eso una canción—añadí in petto.—Legouvé supone que hasta los veinticinco años no brilla en la mirada de la mujer el fuego de la inteligencia; que la agudeza del ingenio se revela en las narices más movibles y más acusadas; que el alma, sobre todo, el alma de abnegación y de ternura, al asomar a los labios, a la sonrisa y a las lágrimas, muestra a la mujer con todo el brillo con que Dios la ha adornado al crearla; y, en fin, que una mujer no está llena de riqueza de sentimientos y de inteligencia hasta los veinticinco años. Abuela, tú no eres de la opinión de Legouvé, confiésalo...

      —En una mujer casada—respondió la abuela—todo eso puede ser verdad, pero... en una solterona...

      —¡Solterona!—exclamé lanzando una alegre carcajada.—¡Qué gran error, abuela!... Soltera sí, y a mucha honra; pero solterona, jamás...

      Y mostré a la abuela con el gesto la linda silueta que reflejaba el espejo del armario de familia, una silueta a lo Legouvé. Blanca y delgada, con mi gran peinador de mañana, no tenía yo verdaderamente el aspecto de una triste solterona.

      Mis ojos negros no hacían pensar que yo me impacientase en las tristezas de la espera de un esposo soñado; mis cabellos indisciplinados, de matices cenicientos, no atestiguaban un carácter melancólico, y mi sonrisa no indicaba ninguna decepción del corazón.

      La abuela sonrió maliciosamente sin dejar de mover la cabeza.

      —Sí, sí; confieso que no has llegado todavía a la decrepitud.

      —¡Decrepitud! malísima abuela, retira pronto esa fea palabra.

      —¡Diablo! Una solterona...

      —¡Injusto calificativo!... ¿Por qué ese epíteto de viejas en una edad en que lo somos tan poco?

      —Es el uso—respondió la abuela en un tono que significaba que no había nada que replicar.—A los veinticinco años se viste la primera imagen y se entra en el gremio de las solteronas, por muy joven y muy linda que una se crea. Pero la belleza y la juventud son cosas fútiles. En vez de enorgullecerte por tus cualidades físicas, cuida tu belleza moral, hija mía.

      —¿A los veinticinco años?... Tú bromeas, abuela. Si mi belleza moral no está completa a la hora actual, puedes creer que es inútil que trabaje en ella. A esta edad no brotan ya esas cosas.

      —Anda de ahí, chiquilla—replicó la abuela;—no eres seria.

      —Vaya si lo soy—respondí.—La prueba es que ahora mismo me voy a prender un bonito lazo rosa en la belleza moral. Verás como eso la realza a los ojos de los mortales. Sabes, abuela, que no todo el mundo descubre la belleza moral... mientras que un lazo rosa...

      —Niña mimada—suspiró la abuela,—no quieres comprender qué feliz sería yo viéndote casada con un buen marido y...

      —¡Oh! abuela querida—supliqué,—soy tan feliz a tu lado... No me eches de aquí, te lo ruego...

      —¡Echarte!—exclamó la abuela con infinita ternura en los ojos.—¿Echa nadie a su alegría, a su rayo de sol, a su pajarillo parlero?

      —No—respondí vivamente afectando un tono de broma,—no se les echa, pero se les pone bonitamente en la puerta. La cosa es igual aunque no lo parezca.

      —Piensa, Magdalena, que puedo faltarte. ¿Qué sería de ti sola en la vida?

      —¡Oh!

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