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(1953) propone un análisis que se centra en el lenguaje y sus aspectos formales, los enunciados, la exuberancia, la artificialidad, las intertextualidades, la filigrana y la temporalidad que dotan a esta obra de unas marcas estilísticas propias y anticipatorias del neobarroco americano, como puede verse en este párrafo: “Los pasos perdidos evidencia un gran dinamismo expresivo en la factura misma de su lenguaje barroco y proliferante, capaz de maravillar y despertar, en el lector, gran expectación desde sus meandros semánticos y desde su sintaxis zigzagueante” (Figueroa 124).

      Algo similar se aprecia en la reflexión sobre Concierto barroco (1974), la que puede considerarse como la más explícita y condensada de las novelas barrocas de Carpentier, donde intenta relacionar la música barroca con el neobarroco hispanoamericano. Así, establece correspondencias y consonancias respecto de la naturaleza de los personajes, un género musical característico ubicable en contextos singulares y el problema de la identidad cultural americana, así como en que la noción de la hibridación cultural es una constante que le facilita la efusión verbal. Los subtítulos no pueden ser más sugestivos para desarrollar su cometido: “Carnavalización de las temporalidades americanas y apoteosis del mestizaje”, “Estetización de lo real-maravilloso y elaboraciones barrocas del lenguaje”, los cuales pudieran ser una síntesis de la discusión que, a partir de la publicación de la obra (1974), ocuparía una buena parte de la reflexión crítica en la década de los ochenta. Porque ese es uno de los méritos de Carpentier: la oposición a los cánones de Occidente se hace al forjar una estética propia en el ejercicio creativo y en los procesos de indagación, revelación y afirmación de la identidad cultural hispanoamericana, en las raíces propias y no en la imitación de lo ajeno. A esto le llama Figueroa las proliferaciones barrocas, es decir, reiteraciones y juegos verbales para referir el mundo local, que es a la vez fusión y síntesis:

      El lenguaje en la novela posee tal fuerza de representación y tal poder de ficcionalización, que no sólo refiere realidades históricas, sino que su poder metamórfico las resitúa en significaciones posibles, mediante un concierto verbal de enunciaciones, de voces diversas y de culturas contrastadas. (151)

      El ensayo sobre Cortázar es quizás el que más exquisiteces formales e interpretativas despliega, en una conjunción bien lograda entre el rigor conceptual proveniente de la apropiación teórica y la sugestividad analítica de Rayuela (1963), pues desde el comienzo se plantea que el neobarroquismo de la obra es estructural y concomitante con el juego verbal transgresor del género mismo de la novela, en sus niveles lingüísticos, sintácticos, estructurales, temáticos y actanciales. Y es desde esta perspectiva que Figueroa propone su lectura como una de las obras inaugurales y, al mismo tiempo, más ricas del neobarroco hispanoamericano –no hay que olvidar que Cortázar publicó también en 1983 su Cuaderno de bitácora de Rayuela, para explicar la arqueología escritural de su obra–, ya que en ella el novelista proclama la antinovela y procura “representar lo irrepresentable” y dibujar con trazos luminosos la metáfora de un rompecabezas, así como una aparente distracción infantil en la que está subyacente “una especie de alegoría de la opacidad del mundo y del hombre” (162) a través del lenguaje.

      El ensayo penetra a fondo el texto novelístico, con el fin de analizar esos aspectos formales y técnicos y las variaciones narrativas tan características y vanguardistas de Cortázar, elementos en los que se pone a prueba la razón misma de ser de la literatura y del discurso literario, se desarrollan teorías, se fractura el sentido lógico o lineal de las lecturas posibles del texto, se trastoca la estructura con la dispersión y la heterogeneidad de los enunciados y parece llevarse todo al límite de la inteligibilidad comunicativa, para plantear cómo todo es, precisamente, efluvio barroco, resonancias transgresoras de la crisis moderna en las unidades mínimas de la sintaxis comunicativa. El método de análisis combina la aproximación textual intrínseca con el diálogo crítico intertextual –proveniente de numerosas fuentes secundarias–, a través de ejemplos pertinentes en los que se estudian los temas recurrentes del juego, el laberinto, la búsqueda del paraíso perdido, la oposición constitutiva de los contrarios, entre otros, pues lo que se trata es de dilucidar si, en efecto, “Rayuela sostiene una visión de mundo donde tópicos, motivos y morfologías, característicos del barroco, se entretejen en una filigrana de perspectivas y significaciones inesperadas” (Figueroa 170).

      Un procedimiento interpretativo similar al del ensayo sobre Carpentier se lleva a cabo en el caso de José Lezama Lima, porque se integran algunos de los planteamientos teóricos básicos de su obra ensayística La expresión americana (1957) con esa obra paradigmática del lenguaje que es Paradiso (1966), aunque el radicalismo formal de esta novela represente una estética neobarroca distinta, mediante la cual se socavan las bases mismas del lenguaje y se busca la prevalencia del discurso sobre la historia, las dinámicas de enunciación sobre el enunciado, como lo analiza sugestivamente el ensayo de Cristo Figueroa. El autor muestra cómo, de manera radical, en la obra de Lezama Lima se quiebran las categorías espaciales y temporales, pues el lenguaje tiene una fuerte carga de intelectualismo por medio del cual se hace visible lo invisible, se establecen eras imaginarias, se funden tradiciones y contextos y se desacraliza el logocentrismo, debido a la proliferación metafórica y la puesta en claroscuro de casi todo. La imagen poética, entonces, adquiere un poder mágico y creador y, por ello, es referente y referencia de sí misma, porque es pura creación, sustitución de la realidad, es decir, diégesis en un sentido moderno. Así lo resume –de manera vehemente y lúcida– el ensayista:

      La poética de Lezama Lima está conformada por proliferaciones, fantasías, fantasmagorías y mitos, colores y extrañas formas, plenas de poder evocador en una memoria poblada de leyendas, de símbolos, de metáforas y de arquetipos. En su discurso todo es eclosión, florescencia, que al generar la vida a partir de una realidad anudada de manera [concupiscente], está dispuesta de nuevo al espasmo, a la metamorfosis, al sueño y a la noche con su poder generador de vida. (208)

      La aproximación sobre El otoño del patriarca (1975), de Gabriel García Márquez, se hace, como lo declara Figueroa desde el comienzo, priorizando una semiótica del texto neobarroco, según la postura de Severo Sarduy, que “privilegia la proliferación como mecanismo de artificio creador y la parodia como significado textual, intertextual y supratextual” (Figueroa 211), y la función de las morfologías barrocas de Calabrese –el exceso, lo monstruoso y las complejidades del sistema de representación–, con las que se puede ubicar la novela en las búsquedas estéticas posmodernas.

      El trabajo sobre El otoño del patriarca se aparta de los estudios sobre los dictadores hispanoamericanos y continúa la línea teórica y crítica de los ensayos anteriores, haciendo hincapié en el virtuosismo formal neobarroco, como la desmesura, la carnavalización, la recusación del poder político y religioso, la desacralización de los arquetipos, el artificio verbal, la concurrencia de figuras retóricas recurrentes –como la hipérbole y la perífrasis–, la proliferación y la parodia; aspectos que son tomados como relevantes para el análisis y la ejecución del diálogo con numerosas fuentes críticas hispanoamericanas. Además, todo es ilustrado con ejemplos concretos que hacen un brillante recorrido por toda la novela para sustentar sus planteamientos. En este ensayo se destacan los subcapítulos “De la polifonía neobarroca a la incertidumbre como propósito narrativo”, a partir de un planteamiento de Martha Canfield, también referido a la riqueza del lenguaje popular, la transgresión del habla, la intertextualidad y el polimorfismo de los puntos de vista narrativa como oposición al poder; y “Los efectos de la proliferación barroco”, por todas las variantes formales que Figueroa identifica y lee con pasión y que, conforme se ha dicho, es una constante de interpretación en todo el libro. Es un homenaje a la novela y un ejercicio académico notable, el cual merece estar en antologías especializadas sobre nuestro nobel literario.

      Aunque la reflexión se centra sobre las cuatro novelas, con cuatro modelos interpretativos diferentes, pero entrelazados por sus connotaciones neobarrocas, en las conclusiones se hace extensivo el interés por otras obras significativas de autores hispanoamericanos menos estudiados desde esta perspectiva: Tres tristes tigres (1965), de Guillermo Cabrera Infante; El mundo alucinante (1969), de Reinaldo Arenas; El obsceno pájaro de la noche (1970), de José Donoso; Terra nostra (1975), de Carlos

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