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“¡Realmente puedo hacer esto!”

      La tecnología llega a la granja

      Allí estaba: nuestra primera computadora, enorme, sobre un escritorio. ¡Mi pasaporte al mundo exterior! Salas de chat, dirección de correo electrónico, y horas esperando que cargara un sitio web con Internet por red telefónica. No tardé mucho en comenzar a traer los folletos de mis CD al escritorio y escribir en el buscador los nombres que encontraba: compositores, productores, estudios y sellos discográficos.

      ¡Me había sacado la lotería! Uno de los productores mencionaba varias veces, en diferentes álbumes, que tenía un estudio. Y ¡aparecía la una dirección! Era en Suecia.

      Rápidamente, anoté la información en un pedazo de papel y corrí afuera hacia mi papá, que estaba cortando leña frente a su oficina. Sin perder ni un segundo en recuperar el aliento, exclamé:

      –Papá, ¡tengo que ir a Suecia!

      Confundido, me miró desde la pila de leña.

      –Uno de los productores más importantes del mundo, que hace todo, tiene un estudio ahí, y tengo la dirección. ¡Sé que, si voy, puedo convertirme en una estrella del pop! –exclamé, agitando el papel antes de que él pudiera hacer ninguna pregunta.

      –No vas a ir a Suecia –me respondió directamente.

      Yo estaba estupefacta y desconsolada. ¿Cómo podía destruir mi increíble descubrimiento así, sin siquiera una discusión? Volví a la casa decepcionada, me senté frente a la computadora y pensé: “Hay una manera; solo tengo que encontrarla”.

      La profesión versus los estudios: negociación

      Comencé a hacerme de una vida social: daba fiestas porque no me permitían ir a ninguna; faltaba a clases puesto que no podía pasar tiempo con nadie después de clases, ya que un vecino me llevaba y me traía cada día. Durante las clases de Matemática me dedicaba a mis actividades sociales, pasando tiempo en un sótano sucio y lleno de humo con uno de los amigos de mi hermano, que había sido expulsado del colegio.

      Supe que me habían descubierto cuando sonó el teléfono y me lo dieron: era mi mamá, preguntándome por qué no estaba en clase. Mi profesora de Geografía me había delatado, llamando para alertar a mi mamá sobre la situación. Fue bueno porque, si hubiera faltado a algunas clases más de Matemática, no habría entendido lo más simple, ni hubiese tenido la oportunidad de aprender sobre todos los países que estaría visitando durante los próximos años.

      Unos días después, mi padre me presentó una concesión; pero, siendo honestos, era más una negociación. Me propuso que, si volvía a la educación en el hogar, él dedicaría tiempo a mi carrera y a ser mi representante musical. Escuché cada palabra cuidadosamente y, cuando terminó, le presenté una contraoferta. Al ser la hija de un vendedor, creía que debía haber condiciones.

      Condición 1: Permitiría que él manejara mi carrera musical.

      Condición 2: Dejaría la escuela pública solo si él dedicaba suficiente tiempo a mi carrera.

      Condición 3: Si él no dedicaba suficiente tiempo al avance de mi carrera, yo volvería a asistir a la escuela pública.

      ¡Qué comience el período de prueba!

      El primer acto oficial

      Mi padre sacó un turno en el estudio más grande del Estado; había llegado el momento de dar el siguiente paso y ver cómo se grababan discos de manera profesional.

      Me tomé el día completo y condujimos dos horas hasta la ciudad. Mi madre vino con nosotros; nos dejó en el estacionamiento del estudio y se fue a hacer unas compras mientras yo grababa.

      El edificio parecía un estudio. ¡Finalmente! Uno verdadero. Pasamos las puertas dobles hasta una gran entrada con una recepcionista, sillones y discos en las paredes.

      Tenía una canción que un cantante y compositor amigo de mis padres había escrito. Era el tema que había preparado para grabar ese día.

      Unos momentos después, un hombre arreglado y elegante nos recibió. Era el dueño del estudio y el productor que mi papá había pedido para nuestra sesión. Nos llevó por un pasillo al Estudio A: la habitación más grande de todo el edificio. El estudio estaba revestido de madera: el piso, las paredes, los mostradores que sostenían la consola más grande que hubiese visto, llena de perillas. Una enorme ventana de vidrio dividía la habitación y, detrás del vidrio, había un micrófono en un espacio suficientemente grande para grabar a una orquesta entera.

      Nos sentamos en el sillón de cuero negro, al fondo de la habitación. El productor se sentó en su silla giratoria y me preguntó qué quería lograr.

      Le di mi CD y dije:

      –Me gustaría grabar esta canción.

      Sin una palabra, puso el CD en su reproductor y, después de unos segundos, todos los parlantes de la habitación se llenaron con el sonido. Pasaron veinte segundos hasta que abruptamente se puso en pie y presionó la tecla DETENER.

      –¿Tienes alguna otra cosa? –me preguntó.

      Mi padre y yo nos miramos el uno al otro, asombrados y confundidos.

      –No, solo esa canción –respondí.

      –¿Escribes tus propios temas? Quizá podemos escribir algo –me dijo, devolviéndome el CD.

      –No, no escribo canciones –hice una pausa–. Me gustaría grabar esa.

      –La canción que me acabas de dar no va a ir a ningún lado: no tiene un enganche, las estrofas son muy largas, y no voy a perder tiempo grabando basura. Deberías comenzar a escribir, muchachita.

      Y ¡eso realmente me enojó! ¿Quién pensaba que era este hombre? Nosotros lo habíamos contratado a él; era nuestra decisión el qué hacer con el tiempo. ¿Comenzar a escribir canciones? ¡Por favor! Nunca escribiría canciones. Mis cantantes preferidos nunca escribían canciones.

      –Céline Dion no escribe canciones –repliqué.

      –Bueno, tú no eres Céline Dion, muchacha.

      Y nos contó una historia sobre una artista con quien había trabajado por once años, perfeccionando su técnica, trabajando en mejorar sus canciones, y cómo acababa de firmar con Sony Canadá. Su nombre era Chantal Kreviazuk.

      Lo único que me quedó de esa historia fue “once años”. Yo no iba a tardar todo ese tiempo; este hombre estaba loco. Nunca escribiría canciones y no tardaría tanto tiempo en conseguir un contrato.

      Estábamos en un callejón sin salida y, antes de perder más tiempo, el hombre nos llevó de nuevo a la entrada, le dijo a la recepcionista que nos devolviera nuestro dinero, y nos deseó suerte para el futuro.

      Nos quedamos allí, con la boca abierta, como atontados. ¿Qué acababa de pasar? ¿Podía él hacer eso? La respuesta, evidentemente, era que sí, sí podía.

      Mi papá, tratando de romper el hielo, me miró y me dijo en broma:

      –Me han echado de lugares mejores que este.

      La verdadera pregunta era: ¿Qué se suponía que debíamos hacer ahora?

      Mi madre se había ido por toda la tarde, y no volvería por al menos dos horas y media. No teníamos manera de contactarla. Teníamos que esperar; pero ¿a dónde? No podíamos quedarnos allí, sumergidos en nuestra humillación.

      La temperatura era de 30 °C bajo cero, pero comenzamos a caminar. Era una parte complicada de la ciudad pero, al final de la cuadra, encontramos un restaurante que también era una lavandería. Por las siguientes dos horas, charlamos y nos reímos mientras comíamos ensalada y papas fritas. Podría haber sido un intento fallido de grabación, pero al menos

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