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triste, temeroso, y se sabía culpable. He aquí el relato:

      “Y llegó a un cierto lugar, y durmió allí, porque ya el sol se había puesto; y tomó de las piedras de aquel paraje y puso a su cabecera, y se acostó en aquel lugar. Y soñó: y he aquí una escalera que estaba apoyada en tierra, y su extremo tocaba en el cielo; y he aquí ángeles de Dios que subían y descendían por ella. Y he aquí, Jehová estaba en lo alto de ella, el cual dijo: Yo soy Jehová, el Dios de Abraham tu padre, y el Dios de Isaac; la tierra en que estás acostado te la daré a ti y a tu descendencia. Será tu descendencia como el polvo de la tierra, y te extenderás al occidente, al oriente, al norte y al sur; y todas las familias de la tierra serán benditas en ti y en tu simiente. He aquí, yo estoy contigo, y te guardaré por dondequiera que fueres, y volveré a traerte a esta tierra; porque no te dejaré hasta que haya hecho lo que te he dicho. Y despertó Jacob de su sueño, y dijo: Ciertamente Jehová está en este lugar, y yo no lo sabía. Y tuvo miedo, y dijo: ¡Cuán terrible es este lugar! No es otra cosa que casa de Dios, y puerta del cielo. Y se levantó Jacob de mañana, y tomó la piedra que había puesto de cabecera, y la alzó por señal, y derramó aceite encima de ella. Y llamó el nombre de aquel lugar Bet-el, aunque Luz era el nombre de la ciudad primero. E hizo Jacob voto, diciendo: Si fuere Dios conmigo, y me guardare en este viaje en que voy, y me diere pan para comer y vestido para vestir, y si volviere en paz a casa de mi padre, Jehová será mi Dios. Y esta piedra que he puesto por señal, será casa de Dios; y de todo lo que me dieres, el diezmo apartaré para ti” (Gn 28,11-22).

      Una estructura dialógica

      La liturgia cristiana haría bien en considerar el culto como un diálogo entre Dios y su pueblo, reconocer con gratitud la iniciativa de Dios en buscar al hombre, en salir a su encuentro para incitar una respuesta digna de su gloria. En un adecuado equilibrio y en una distribución ecuánime del tiempo litúrgico, deben presentarse los medios por los cuales Dios puede hablar con su pueblo y los medios por los cuales la comunidad de los fieles puede ofrecer al cielo su respuesta de reconocimiento y adoración. La voz divina no ha de ocupar todo el tiempo, como si de un monólogo se tratase (lo que ocurrió con frecuencia en las liturgias del Medioevo), ni la respuesta humana ha de ser tan manifiesta, como para tornarse antropocéntrica y subjetiva (lo que tiende a ocurrir en tiempos más recientes).

      Esta estructura dialógica sirve también como criterio de evaluación de todo lo que se introduce en el tiempo litúrgico. Cada elemento debe estar al servicio de este diálogo; ha de favorecerlo intencionalmente, de lo contrario debiera ser excluido. Cada parte del culto ha de servir para que Dios hable a la iglesia o para que la iglesia responda al Señor. Por tanto, la preponderancia y la exhibición humanas quedan inmediatamente desterradas.

      Una respuesta de fe a la iniciativa salvadora de Dios

      La escalera mística del sueño de Jacob comunicaba a Dios “en lo alto” con el patriarca tendido en la tierra (Gn 28,12-13). Dicha escalera tipificaba al Salvador, como bien lo describió Elena G. de White:

      Esa lejanía de la comunión con Dios es siempre el fruto del pecado y el mayor impedimento para la vivencia de adoración. Por eso, fue necesaria la teofanía que mostraba la manera como el cielo cubre la separación del hombre con Dios. La aceptación del sacrificio de Cristo elimina la distancia y vuelve al creyente a la presencia de Dios.

      De nuevo ha de pensarse en una experiencia litúrgica en la cual el antropocentrismo contemporáneo dé lugar al cristocentrismo de la espiritualidad bíblica. El foco del culto ha de ser necesariamente cristológico y soteriológico. Ha de presentarse la redención en Cristo de tal manera que se haga posible la expresión de la fe y la adoración espiritual.

      Una respuesta reverente ante la presencia de Dios

      Dijo el patriarca: “Jehová está en este lugar, y yo no lo sabía. Y tuvo miedo, y dijo: ¡Cuán terrible es este lugar! No es otra cosa que casa de Dios, y puerta del cielo” (Gn 28,16-17). La respuesta de Jacob se caracterizó por el temor (aparece el verbo hebreo yârê’, temer, reverenciar): “Y tuvo miedo”. Se registra también en el texto original el participio nifal (Gn 28,17): “¡Cuán terrible es este lugar!”. Es evidente que la adoración se caracteriza por una actitud de reverencia ante la presencia prometida de Dios. Así lo reconoció Elena G. de White:

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