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de la Universidad; si fuera más bien algo prerracional, como quieren otros, sería una realidad que la Universidad debería superar por medio de la ciencia, de la tecnología y de una cultura superior; si fuere algo “arracional”, sería, al menos, en parte, algo ajeno al quehacer de la Universidad; pero si la fe es una óptica más en­globante que la ciencia y más omnicomprensiva que esta, porque abarca no solo lo estrictamente racional, como la ciencia y la tecnología, sino todas las dimensiones y aspectos del hombre (sus sentimientos, su sensibilidad fisiológica, sus tendencias, su voluntad, etcétera), la fe puede entrar en diálogo y en “síntesis” con la cultura, con la ciencia y con la tecnología.

      Entendida la fe como la respuesta vital (adhesión integral) de la persona al amor de Dios, es algo que trasciende la razón, pero a la vez que la abarca. La fe es un don gratuito del propio Dios, que respeta irrestrictamente la libertad de la persona; y el amor de Dios se ha manifestado de muchas maneras: se ha manifestado en las cosas de la naturaleza, en el hombre, en la sociedad y en la historia, pero, ante todo, se manifiesta en la persona de Jesucristo, “teofanía máxima de Dios”, y en sus enseñanzas, consignadas en el Evangelio y transmitidas por el magisterio de la Iglesia.

      Si a lo anterior se agrega que “en realidad el misterio del hombre solo aclara en el misterio del Verbo Encarnado”,{23} el camino del evangelio conduce al corazón de lo humano y el camino del corazón de lo humano conduce a Jesucristo.

      De allí se desprende que el objetivo propuesto por el papa para la pastoral universitaria de “la evangelización de la inteligencia”{24} y sus modalidades de “síntesis entre fe y vida”, “síntesis entre fe y cultura”, “diálogo entre ciencia y fe”, no se puede “reducir” a pronunciar una plegaria formal o a una homilía al comienzo de una reunión, de una clase o de una actividad. Es algo más trascendental, exige profunda oración, mucha sabiduría y ciencia, y mucha vida, es decir, mucha acción.

      Verlo todo con la óptica de la fe no es —como ya se dijo— “sacralizar” todas las cosas, la cultura, las ciencias y la técnica, irrespetando la autonomía de lo temporal, sino consagrarlas a Dios. El problema no es de rótulos, ni de adoctrinamientos irrespetuosos o de integraciones acomodaticias, es algo más hondo. Recordemos la propia enseñanza oficial de la Iglesia:

      El hombre, en efecto —enseña el Concilio— cuando cultiva la tierra con sus manos o ayudándose de los recursos de la técnica y del arte para hacerla producir sus frutos, y convertirla en digna morada suya, y cuando conscientemente asume su papel en la vida de los grupos sociales, sigue el plan de Dios manifestado a la humanidad al comienzo de los tiempos, de someter la tierra y perfeccionar la creación, y así el hombre se educa a sí mismo; al mismo tiempo, obedece el gran mandamiento de Cristo de entregarse al servicio de sus hermanos.{25}

      A la vez, “cuando se entrega a estudios variados de filosofía, de historia, ciencia matemática y natural, o se ocupa en el arte, puede contribuir mucho a que la familia humana se eleve a los conceptos sublimes de verdad, bondad, belleza y a juicios de valor universal, y así se deja iluminar más claramente por la admirable sabiduría que desde la eternidad estaba con Dios [...]”.{26}

      La simple realización de los valores propios y autónomos del saber científico —sin posturas absolutas— equivale de alguna manera a una “preparación para la aceptación del mensaje evangélico”.{27}

      Como se ve, la Iglesia no propone otras restricciones o limitaciones a la investigación científica y tecnológica, y a la creación de cultura, distintas a la honestidad intelectual, a la rectitud de intención y a las que dimanan de una ética fundamental objetiva y de una “ética profesional específica”.

      Y esto tiene, también, validez para la investigación sobre la propia fe o sobre el cristianismo: “[...] el hombre de fe en nada se ve limitado en razón de lo que cree —enseña Juan Pablo II—, al contrario, nuestra fe amplia nuestros horizontes de pensamiento y solicita nuestra reflexión exigente”.{28}

      Investigar honestamente la realidad, con la recta intención de buscar la verdad; transformar el medio natural y social que nos rodea para buscar una mayor calidad de vida; desarrollar y crear cultura para lograr que el hombre se perfeccione es, de hecho, descubrir y realizar el plan de Dios, es “consagrar el mundo” a Él, y esta es la misión específica de los seglares;29 pero a la vez es la base primordial sobre la cual se puede realizar hoy la síntesis entre la fe y la cultura y el diálogo entre la ciencia y la fe. La Universidad —enseña Juan Pablo II— que por vocación debe ser una institución desinteresada y libre, se presenta como una de las instituciones de la sociedad moderna capaces de defender juntamente con la Iglesia, al hombre como tal, sin subterfugios, sin ningún otro pretexto y por la única razón de que el hombre tiene una dignidad única y merece ser estimado por sí mismo”.{30}

      “No hacer nada sino con la mira puesta en Dios”

      Esto es, hacerlo todo con la mira puesta en Dios, lo cual invita en primer lugar a la acción, a una acción respaldada por una visión de fe. Se podría decir que se trata de una contemplación activa o de una acción contemplativa.

      En la Universidad, la acción es vida intelectual: investigativa, científico-cultural, pedagógica, de servicio a la comunidad y administrativa. Verlo todo con la mira puesta en Dios significa, en primer lugar, superar toda forma de quietismo o de pasividad, afirmar un particular dinamismo en todos y cada uno de esos campos; pero también significa superar toda forma de “activismo” ciego o de inmediatismo, es decir, no perder la perspectiva esencial.

      En efecto, no se trata tampoco de desarrollar un especial dinamismo, investigativo, científico-cultural, pedagógico, social y administrativo por pruritos “de moda”, como pueden ser: el del espíritu empresarial, el crecimiento institucional o la imagen publicitaria de la Universidad (importantes sin duda), sino fundamentalmente por contribuir a la obra de Dios, a la extensión de su reino.

      Al mismo tiempo, se trata otra vez de una acción que demanda una particular “calidad”. Al respecto, los hermanos Michel Sauvage y Miguel Campos nos previenen: “En algunos, el velo del ‘Espíritu de Fe’ ha podido utilizarse algunas veces para encubrir lagunas profesionales o para canonizar como ‘voluntad de Dios’ abusos manifiestos en el ejercicio de la autoridad”.{31} Conviene, entonces, evaluar la legitimidad de nuestros compromisos universitarios y del ejercicio de la autoridad, a la luz de estos principios, con el fin (al menos) de no convertir el lasallismo en una ideología que encubre con su poder las mediocridades o incapacidades, o justifica arbitrariedades y manipulaciones contrarias al espíritu del Evangelio.

      La calidad que demanda “la mira puesta en Dios”, lejos de desconocer y menospreciar lo humano y lo temporal, es una invitación a darle a las cosas, a las personas y a los acontecimientos, una “sobredimensión” a la luz del paradigma de toda perfección y de toda realización: el propio Dios.

      En realidad, de lo que se trata es de tornar en serio y a fondo la transformación de la naturaleza, de la sociedad y de la historia, la renovación educativa y la promoción del saber y de la cultura.

      La fe es un principio dinámico de acción, pero no en forma determinista, ni mecánica; en cada opción concreta compromete nuestra libre decisión y exige una purificación constante de nuestra intención{32} para que esta no se motive por el mero capricho, la comodidad, el deber, las tendencias biológicas, la costumbre o la simple lógica, sino por ese afán de perfección que nace de la óptica de la fe.

      También exige el desarrollo del “discernimiento evangélico”, es decir, una capacidad para analizar y evaluar alternativas a la luz de los valores cristianos, y para enfrentar las contradicciones y obstáculos que, usualmente, ofrece la sociedad ante esos valores. A la vez exige el cultivo de la iniciativa y de la creatividad —a imagen de Dios “creador”— para buscar las mejores respuestas a las necesidades y problemas del quehacer universitario.

      El hacerlo todo con la mira puesta en Dios se manifiesta en actitudes de justicia y de caridad, de autoexigencia, de alegría y de servicio desinteresado, es decir, en un testimonio congruente con el ideal cristiano. Institucionalmente (en la coyuntura actual del

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