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una in-apropiable forma de vida, que da lugar a la configuración de espacios de no-conocimiento, de estigma y de injusticia. El poder abiertamente instaura las dinámicas del mal político y del mal situado.

       Sobre el poder: el mal situado

      Para hacerse con el poder solo basta que un hombre asienta. La simple intención formal de este sí se convierte en un concepto dinámico de apropiación sobre una idea de dominación que se sustenta en nociones divergentes que acompañan su posterior actuar. El asentimiento y el afán de querer estar por encima de otros, mantiene vigente el dominio. El se labra como autoafirmación. Existe una seguridad del yo instaurada en la fuerte autodeterminación de la voluntad. Es decir, hay una noción de implicancia y de conocimiento que no cuestiona el saber formal del soberano. Simplemente lo deja ser, le permite estar.

      La teología política crea una resolución a favor del sí mismo, representada en la precariedad y amenaza a los otros. Algunos autores, como Fricker (2017), denominan a este tipo de dominios poder identitario, el cual supone dos sinrazones motivadas por la incapacidad de juicio: la injusticia testimonial y la injusticia hermenéutica. A partir de ellas, se revela cómo, movidos por estereotipos

      o prejuicios, las personas carecen de una auténtica capacidad de comprensión. Entonces, el acercamiento al poder soberano, que entregan a otros, depende de las carencias de interpretación que obnubilan sus acciones y, por ello, terminan vulnerando y despreciando a otros.

      La injusticia testimonial ocurre cuando los prejuicios hacen que un oyente otorgue a las palabras de un hablante un grado de credibilidad disminuido. La injusticia hermenéutica se produce en una fase anterior, cuando una falta de los recursos de interpretación colectiva deja en desventaja la compresión de las experiencias sociales de alguien. Un ejemplo de lo primero es cuando la policía no cree a una persona porque es negra; en el segundo caso, ocurre cuando alguien es víctima de acoso sexual dentro de una cultura que carece de ese concepto analítico (Fricker 2017).

      En el entorno político actual, se vienen tejiendo ideas que presagian la politización del mal, a partir de las formas de actuar y de concebir los modos en que se dan las relaciones epistémicas. Se recrean marcos interpretativos que mueven el poder con la intención de acrecentar las injusticias del mundo. Dichas experiencias superponen un mal político que, con base en cierta perspectiva relativista, acuerda beneficios individuales, privados. Por medio de individualizaciones irracionales, se hace obligatoria la adhesión a una influencia de pensamiento que representa implicaciones directas en el desarrollo cotidiano de una comunidad

      o al tiempo su exclusión de esta.

      Indagar acerca de las cuestiones que bordean la injusticia implica soportar relaciones disímiles entre la razón y las actuaciones prácticas. Preexisten diferencias fundamentales. Es posible notar tendencias reduccionistas que abstraen la situación, la acción y el contexto del sujeto, cuando se conciben prejuicios sobre sus capacidades para acometer el mal. Además, hay desatención de las ideas regulativas que Kant (2001) propone: en el hombre existe la posibilidad de inclinarse o ser propenso al mal, tan solo depende de las formas en que se deje seducir. Según Fricker:

      La desconfianza hacia la categoría de la razón per se y la tendencia a reducirla a una actuación del poder se anteponen en realidad a las preguntas mismas que es necesario formular acerca de cómo afecta el poder nuestra actuación como sujetos racionales, pues erradica o al menos oscurece la distinción entre lo que podemos pensar con la razón y lo que las meras relaciones de poder obran sobre nuestro pensamiento (2017, 20).

      Han (2016) señala que, a partir de la idea hegeliana del monarca, la actividad del soberano consiste en la repetición de su nombre y del yo quiero. Estas dos implicaciones encarnan su subjetividad y le dan un estatus superior al de los demás. El soberano puede, de manera determinada, asumir el papel de amo. En la dialéctica hegeliana (2010), amo-esclavo implican la sobre-posición de la subjetividad. La supremacía del primero se sostiene sobre juicios de valor predeterminados que ritualizan sus órdenes y la obediencia del segundo. Esta teología política implica que los actores asuman el papel que les corresponde. No existe la necesidad de aclarar dicho espectáculo. No se requiere de la fuerza ni de la amenaza para que el esclavo obedezca al amo y sea capaz de sacrificar su vida por él.

      El poder absoluto que distingue a individuos particulares, quienes han dado su sí formal, no es objeto de atención relativa. Depende, como señalan Schmitt (2014) y Mouffe (2011), de que todo individualismo niega lo político y niega a los otros. Quien se alza con el poder termina siendo un punto de referencia fundamental para atribuirle beneficios o estigmatizarlo. Según Schmitt (2014), la dominación se mueve en una polaridad recurrente de dos esferas heterogéneas: ética y económica, intelectual y comercial, educacional y de propiedad, con las que existe una desconfianza crítica. Los principios de un sistema político, a través del cual un individuo da un sí rotundo al poder, deben permanecer como terminus a quo (punto de origen) y terminus ad quem (punto de salida).

      Como se afirmó, mediante el ejercicio del poder, se configura la primacía del yo sobre los otros. La noción extrema de un poder absoluto, con el que se interpreta el individualismo metodológico, según Mouffe (2011), excluye la comprensión de las identidades colectivas y su naturaleza. El criterio político, que mueve las acciones con el desborde de la autoridad, basa su differentia specifica en la discriminación amigo-enemigo. En palabras de Mouffe:

      Tiene que ver con la formación de un ‘nosotros’ como opuesto a un ‘ellos’, y se trata siempre de formas colectivas de identificación; tiene que ver con el conflicto y el antagonismo, y constituye por lo tanto una esfera de decisión, no de libre discusión. Lo político, según sus palabras [en referencia a Schmitt], puede entenderse sólo en el contexto de la agrupación amigo/enemigo, más allá de los aspectos que esta posibilidad implica para la moralidad, la estética y la economía (2011, 18).

      De acuerdo con Schmitt (2014), en la lógica del poder, cualquier consenso se basa en procesos de exclusión. Este aspecto repercute como imposibilidad para lograr un acuerdo racional totalmente inclusivo. El poder es exclusivo y solo pertenece a los amigos. Esto evidencia que el individualismo racionalista constituye un punto ciego.

      De igual manera, los participantes son concebidos de forma abstracta. Su valía la otorga el marco político. Este reconocimiento evidencia cómo opera el poder. Toda abstracción desestima la capacidad de preguntarse sobre la condición del sujeto, en términos filosóficos. Se restringe el tipo de preguntas elaboradas con respecto a las acciones. Además, abrir el campo desde las intuiciones filosóficas impide el auténtico análisis, visto como reduccionista y empobrecedor respecto a la ejecución del poder y las injusticias que esconde.

      ¿Cómo actúa esta noción operativa? El poder se entiende, en palabras de Fricker (2017), como la capacidad situada en un entorno político que controla los actos de los demás y reafirma una clara restricción de la libertad; de allí que se conciban como servidumbre voluntaria. Caracterizar las formas en que se presenta la injusticia epistémica tiene como objetivo situar a la injusticia testimonial como la causante de un mal a alguien en su incapacidad para aportar conocimiento. Acontece una deslegitimación o vulneración. La injusticia hermenéutica causa un mal, cuando hay sujetos carentes de comprensión o de juicio reflexivo (Pía Lara 2009). Según Kovadloff:

      No es la lucha lo que cesa, su finalidad es lo que cambia. Sencillamente, el horror a lo desconocido se ha entramado abiertamente con la necesidad de admitir como propio eso desconocido […] Es evidente entonces que, el hombre que sufre, las polarizaciones, sin extinguirse, han cedido la palabra […] Nuestra más alta creatividad insiste en brindar una forma a la imposibilidad que encuentra en quien representa el poder su deseo de soberanía. Es esa forma infundada al dolor la que, al afianzarse en el desmedro del poder, viene a decir hasta dónde extiende su vigencia el sufrimiento (2003, 36).

      El hombre se sabe subordinado de fuerzas que no regula. “Es el fecundo efecto que sobre nosotros tiene nuestra impotencia para serlo todo, el límite que al coartarnos nos constituye; el nec plus ultra que nos permite ser alguien, no diluirnos en el amorfo, hacer algo, lo posible” (Kovadloff 2003,

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