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en una multiplicidad que no está ya unificada por la consciencia de un principio superior; es, en la vida corriente como en las concepciones científicas, llevando el análisis al extremo, la fragmentación indefinida, una verdadera disgregación de la actividad humana en los órdenes en que todavía se puede ejercer […]. Lo más extraño es que se buscan el movimiento y el cambio por sí mismos, y no por algún objetivo al que puedan conducir […]. Un fenómeno análogo se produce en el orden científico: la investigación por la investigación (Guénon 1997, 51).

      Es notable la similitud de las ideas de Guénon con lo que Heidegger (1994, 23) llama la “estructura de emplazamiento”: todo tiene que ponerse a producir y todo tiene que ser vinculado en una cadena de producción. “En estas condiciones, la industria no es ya solamente una aplicación de la ciencia, aplicación de la que ésta debería ser, en sí misma, totalmente independiente; se convierte en su razón de ser y en su justificación” (Guénon 2001, 107). Emplazados, los hombres se hacen máquinas, esclavos de la cadena de producción. La investigación ya no es, por cierto, una búsqueda de causas o de comprensión; basta con encontrar correlaciones que sirvan para manipular la realidad: los números hablan por sí mismos (Han 2014a). Sin teorías fuertes, no hay apuesta por formas de desvelar el mundo. El hombre pierde su esencia poética.

      Trump, Brexit, plebiscito. Da vergüenza, porque eventos así nos hacen agudamente conscientes de que no estamos a la altura de los retos de nuestros tiempos. Al colectivo humano le hace falta cierta profundidad, cierto aplomo, cierta humanidad. Somos blandos.

      Nuestro mundo, volcado al rendimiento y al consumo, nos ha reblandecido, al eliminar las esquinas agudas, las aperturas a lo sorprendente, lo heterotópico. No solo en redes sociales, sino en el consumo y en el trabajo, nos topamos constantemente con nosotros mismos (Han 2014a). Falta una tensión hacia arriba y hacia afuera, sin la cual lo único que se busca es la mera vida, la proliferación del trabajo, de la investigación, de los objetos de consumo, sin un norte que guíe la actividad y sin algo que se nos contraponga y nos despierte (Han 2014a).

      En Planilandia, de Edwin Abbott (una fábula ideada principalmente para provocar al lector a pensar en más de tres dimensiones) un cuadrado, que vive en un mundo bidimensional, puede visitar el mundo de las tres dimensiones, habitado por cubos y esferas, así como el mundo de una sola dimensión, habitado por líneas, y, por último, un mundo sin dimensiones, Puntolandia, habitado por un único ser, que el guía del cuadrado describe así:

      Contemplad esa mísera criatura. Ese punto es un ser como nosotros, pero encerrado en el abismo no dimensional. Él mismo es su propio mundo, su propio universo; no puede formarse ninguna concepción de nadie más que de sí mismo; no conoce la longitud ni la anchura ni la altura, porque no ha tenido ninguna experiencia de ellas; no tiene conocimiento alguno ni siquiera del número dos; ninguna idea de pluralidad; pues él mismo es su uno y su todo, siendo en realidad nada. Pero apreciad su absoluta autocomplacencia (Abbott 1999, 63).

      Acto seguido, el cuadrado intenta hablarle al punto para hacerle entender su situación: “Os llamáis vos mismo el todo en todo, pero sois la nada; vuestro supuesto universo es una mera mota en una línea” (Abbott 1999, 64). El primero responde así:

      —¡Ah, el gozo, ah, el gozo del pensamiento! ¡Qué no podrá lograr ello [el punto se refiere a sí mismo en tercera persona] pensando! ¡Su propio pensamiento llegando a sí mismo, indicando su menosprecio, para estimular así su felicidad! ¡Dulce rebelión estimulada hasta acabar en triunfo! ¡Ah, el divino poder creador del todo en uno! ¡Ah, el gozo, el gozo de ser! (Abbott 1999, 64).

      Sin dimensiones, no hay lugares de encuentro con otros seres; por ello, el punto es incapaz de concebir límites para sí. Esta fábula, entonces, sirve de imagen de la sociedad de la positividad y de los individuos que se confunden a sí mismos con el mundo (Han 2014b):

      —Veis —dijo mi maestro— de qué poco han servido vuestras palabras. En la medida en que el monarca las llega a entender, las acepta como propias, ya que no puede concebir a nadie más que a sí mismo, y se vanagloria de la variedad de ‘su pensamiento’ como un ejemplo de poder creador (Abbott 1999, 64).

      Un espacio es un sistema de proximidad (Lévy 1999), un plano en el cual se encuentra lo uno con lo otro. No obstante, el ciberespacio, infinitamente moldeable, más que acercar a todos en una aldea global, se ha convertido en una red de nichos plegados sobre sí mismos en pos de la mismidad (Sunstein 2001). Un espacio infinitamente segmentado, disperso en la multiplicidad, se acerca, de forma asintótica, a la carencia de espacio del rey de Puntolandia y a la forma que este tiene de hablar, a su discurso monológico. Como la nieve que aparecía en los televisores de antaño cuando no recibían señal, el exceso de mensajes, que no dicen nada nuevo, se convierte en ruido (Han 2014a). En ese fondo ruidoso, no se da el pensamiento, que es interpelado por el Otro: “El pensamiento en sentido enfático comienza por primera vez bajo el impulso de Eros. Es necesario haber sido un amigo, un amante, para poder pensar” (Han 2014a, 79). En el enjambre de los nuevos medios, no hay pensamiento crítico, solo exposición elemental de afectos, individuos sin profundidad (puntos y cuadrados, sin dimensiones), quienes solo suman numéricamente a olas de indignación o entusiasmo (Han 2014b).

      Trump, Brexit, plebiscito. La política deserotizada, que no piensa y no es provocada por el otro, solo busca rendimientos y solo emplaza, como parte de la estructura de emplazamiento. Sin capacidad poética, no pretende crear mundos, sino mover, así sea unos centímetros, la línea Maginot, en torno a la cual se juegan los estrechos confines de la política actual (Han 2014a). Nomás nos peleamos en línea con nuestros amigos, contamos puntos porcentuales, apoyamos a la derecha para que la extrema derecha no llegue al poder. Nomás nos decepcionamos.

      Resulta paradójicamente consolador pensar que esta es la Era del Lobo, que un destino cósmico inexorable nos lleva hacia lo peor. Después de todo, en el relato tradicionalista, el fin de los tiempos, siendo en sí mismo una desgracia, anuncia una próxima era dorada. No obstante, “Una desgracia inevitable no deja de ser una desgracia; e incluso si del mal debe salir un bien, ello no le quita al mal su carácter propio […] una época de desorden es, en sí misma, comparable a una monstruosidad que, aun siendo consecuencia de ciertas leyes naturales, no deja de ser una desviación y una forma de error” (Guénon 2001, 30).

      ¿Qué hacer? Evola propone utilizar la tensión propia de tiempos apocalípticos para la propia elevación espiritual. Guénon plantea preparar la llegada del alba:

      Si la élite [espiritual] llegara a formarse mientras se está todavía a tiempo, podría preparar el cambio de tal forma que se produjera en las condiciones más favorables, y el desorden que inevitablemente lo acompañará se vería de alguna manera reducido al mínimo; pero aunque no fuera así, siempre tendrá otra tarea, más importante todavía: contribuir a la conservación de lo que debe sobrevivir al mundo presente y servir a la edificación del mundo futuro (Guénon 2001, 133).

      ¿Qué hacer si no se cree en los ciclos cósmicos, si se considera posible, y aún probable, que no haya hilo conductor alguno para la epopeya de la humanidad y el absurdo es más probable desenlace que la redención? ¿Qué hacer si lo de uno son los argumentos, proferidos dentro de un enjambre que ya no escucha argumentos? En De cómo los irlandeses salvaron la civilización, Thomas Cahill (2000) cuenta cómo, durante lo más oscuro de la Edad Media, mientras el saber clásico se pudría en las bibliotecas abandonadas de la Europa continental, en Irlanda, los monjes seguían copiando fielmente manuscritos griegos y latinos, para preservar viva la llamita del saber; de modo que, cuando Europa se recuperó de la caída de Roma, pudo acudir a los monasterios irlandeses y retomar el camino de la ciencia y la filosofía. Quizás este es el papel de los educadores en el Kali Yuga: conservar viva la llamita de la razón (práctica y especulativa), por si de pronto hay un amanecer después de esta tormenta.

      Ahora bien, la llama de la razón no se conserva con solo copiar manuscritos. Más bien, las horas de trabajo de copista, el dolor de espalda y de muñeca, son epifenómenos de lo que en realidad conservan: un vínculo erótico y personal con el saber, un deseo de lo otro que está arriba y afuera, un gozo en el propio crecer y desenvolverse, dado en la tensión de lo negativo (una de las razones por las

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