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comunitaria de su Iglesia87.

      En este sentido, la responsabilidad hermenéutica que tenemos los teólogos y las teólogas en la tarea creativa de recepción del Concilio Vaticano II desde esta óptica resulta ineludible, aun teniendo en cuenta la «inadvertencia, reticencia o silencio elocuente» sobre esta temática en la constitución dogmática Lumen gentium, según el análisis de algunos estudiosos88. En esta constitución sobre la Iglesia, los padres conciliares no han propuesto un tratamiento específico sobre la mujer, sino solo algunas breves alusiones al tema, cuyo valor pudo considerarse —por uno muy destacado entre ellos— como prácticamente insignificante por «no presentar tal precisión [laicis, viris et mulieribus] ningún interés teológico»89. Sin embargo, más allá de la extensión, lo expuesto en este y otros documentos merece ser retomado, considerado en su significado, interpretado a la luz de las líneas directrices conciliares y conectado con la recepción teológica y los desafíos de hoy, para aportar a una visión eclesiológica profética.

      La presentación se organiza en tres momentos que siguen este movimiento de ideas: la presencia de mujeres auditoras en la asamblea conciliar; la novedad y la exigencia de una reforma inclusiva vista desde los documentos; las eclesiologías feministas como fruto conciliar y, a modo de conclusión, algunas reflexiones para seguir alentando una recepción siempre inacabada90.

      I. PRESENCIA DE LAS MUJERES EN LA ASAMBLEA CONCILIAR

      Recordar que, en el acontecimiento del Vaticano II, las mujeres no callaron en la asamblea puede resultar una «memoria peligrosa» si comprendemos lo inaudito y pneumático de esta irrupción. Es por ello que, en los últimos años, se han multiplicado las obras que tratan del tema.

      1. La propuesta de las auditoras y su significado

      En el año 1963, al final de la tercera sesión conciliar, el cardenal León J. Suenens propuso la incorporación de mujeres como auditoras en el Concilio: «un hecho absolutamente insólito en la historia de los concilios de la Iglesia y que representó en aquel momento uno de los mayores impactos en la imagen tradicional de la Iglesia»91. Pablo VI anunció su decisión de invitar a un grupo de religiosas el 8 de septiembre de 1964; dos meses más tarde, el 11 de noviembre, anunciaba las invitaciones a mujeres laicas. Los antecedentes se encuentran, ante todo, en la labor desarrollada por la Acción Católica a favor de la maduración del compromiso laical, en la significativa renovación que comenzó a darse en la vida religiosa, en los diversos movimientos católicos y agrupaciones en los cuales las voces de las mujeres fueron tomando cuerpo92. Fue de estos grupos, en particular de la Alianza Juana de Arco93. Donde surgió la inquietud de la participación de mujeres en el Concilio; una de las peticiones con propuestas de nombres para auditoras vino de esta Alianza y llegó hasta el arzobispo de Westminster, John Carmel Heenan, quien la impulsó con una carta dirigida a Suenens94.

      Los estudios coinciden en señalar la importancia de una intervención pública del cardenal Suenens titulada «La dimensión carismática de la Iglesia»95. en la cual se refirió a la importancia fundamental del desarrollo de los carismas para la construcción del Cuerpo místico y a la necesidad de evitar que la Iglesia jerárquica aparezca como un aparato administrativo desconectado de los carismas. Al final de su relación, Suenens propuso algunas conclusiones doctrinales sobre el capítulo relativo al Pueblo de Dios, para visibilizar a los ojos de todos la fe en los carismas donados a todos los fieles de Cristo por el Espíritu y otras conclusiones prácticas: que se ampliara la presencia de auditores laicos, se invitara a mujeres como auditoras y también a hermanos y hermanas religiosos, por ser partícipes del Pueblo de Dios96. De esta forma, denunciaba formalmente la inconsecuencia que suponía declarar la igualdad fundamental entre el varón y la mujer y, sin embargo, no tratar a la mujer en el mismo plano de igualdad. Para Cottina Militello, «el tema no es la mujer, sino la atención a los carismas de los fieles»97; Marinella Perroni interpreta esta intervención como el comienzo de «la superación de una eclesiología de género discriminatoria», por cuanto implicaba intervenir sobre el capítulo de Pueblo de Dios para mejorarlo con la dimensión carismática y abrirse así, lentamente, a una teología inclusiva98.

      La moción se concretó en 1964, en la cuarta sesión, por medio de la presencia de 23 mujeres auditoras hasta el día de hoy prácticamente desconocidas99. Su elección se realizó entre mujeres que desempeñaban altos cargos de los movimientos seglares y de las órdenes religiosas; la incorporación de las mujeres se inscribió dentro del reconocimiento y sensibilidad hacia el apostolado y la vocación laical. Conforme al estudio de Carmel McEnroy, hubo trece auditoras europeas, tres norteamericanas y tres latinoamericanas; las demás provenientes de Australia, Canadá, Líbano y Egipto100. En realidad, no hubo «expertas oficiales», aunque algunas auditoras —entre quienes se destaca Rosemary Goldie— pudieron colaborar de modo extraoficial101.

      2. Del olvido hacia una «memoria peligrosa»

      La historia del Concilio Vaticano II, su estudio y algunas investigaciones particulares ayudaron a recuperar la memoria de las «madres conciliares». Más allá del escaso reconocimiento que tuvieron, su presencia en el aula conciliar representó la respuesta a una demanda que comenzaba a escucharse: las voces de mujeres en la Iglesia. Si bien es verdad que esta presencia fue minúscula —en relación con los más de dos mil padres conciliares— y que los recuerdos señalan que fue con algunos retaceos, lo cierto es que ellas estuvieron allí y para muchos no pasaron desapercibidas102. Su «memoria peligrosa», para usar la expresión de J. B. Metz retomada por otros y otras, puede representar una invitación a seguir esperando la renovación de la Iglesia y a alentar la audacia necesaria para cambiar las estructuras caducas en ella103. Como afirmó Mary Luke Tobin, «el Concilio fue una amplia puerta abierta, demasiado amplia como para cerrarse. La renovación no tiene fin. Para continuar dando vida, debe seguir siempre avanzando»104.

      II. LA NOVEDAD Y LA EXIGENCIA DE UNA REFORMA INCLUSIVA

      La irrupción de las mujeres en el acontecimiento y los textos conciliares plantea desafíos de reforma en clave inclusiva; sin embargo, la mayoría de las eclesiologías posconciliares no han sido muy sensibles en este punto o no han manifestado una nueva conciencia eclesial.

      1. Una lectura de los documentos conciliares

      La emergencia del tema de la dignidad de la mujer es significativa, aunque su desarrollo sea muy escueto; las referencias se relacionan, ante todo, con la igual dignidad entre mujeres y varones en la Iglesia y en la sociedad, pero también con la caracterización de diversas formas de discriminación social, entendidas como contrarias al plan de Dios105. Cettina Militello consigna el uso de los términos ‘femina’ y ‘mulier’ junto a sus correlativos ‘masculus’ y ‘vir’ en los documentos y constata que se trata casi siempre del texto o del contexto de Gén 1,27 que, en cuanto tal, no posee una relevancia explícita acerca de la subjetividad de la mujer. La autora agrega que ninguno de estos textos contiene un significado bautismal, aunque algunos resultan aptos para expresar una partnership eclesial106. Por ello resulta de suma importancia retomar los textos, ya que señalan una novedad con respecto al lenguaje «neutro» que solo puede contener una «inclusividad virtual»107. El tema aparece en documentos magisteriales.

      En la eclesiología de Lumen gentium, la cuestión se hace explícita en el capítulo IV sobre laicos, en el marco del único Pueblo de Dios, integrado por diversos miembros que están unidos por un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo (cf. Ef 4,5). Tal es el caso del subpárrafo 32b, en el cual encontramos una doble afirmación: 1) que los miembros del Pueblo de Dios tienen la misma dignidad y la misma gracia por ser hijos de Dios y que, por tanto, 2) no hay desigualdad por razones de raza, sexo o condición social (cf. Gál 3,28; Col 3,11). El peso del argumento recae sobre la eclesiología de Pueblo de Dios —que remite a la propuesta del cardenal Suenens de anteponer el capítulo sobre pueblo al de jerarquía, en el esquema de 1963 del De Ecclesia108—, reconociendo a los laicos la dignidad propia de pertenecer a ese Pueblo. En este contexto, la nulla inaequalitas resulta irrefutable por diversas causas: «En la Iglesia no puede existir ninguna cuestión de discriminación de cualquier clase que sea»109. En nuestros días, según Militello, la cuestión principal está en cómo profundizar las enseñanzas de LG 10-12, que ponen el acento en el munus sacerdotal y profético del Pueblo de Dios —no en el munus real—. Otro texto del

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