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gracias a Internet, a disposición de niños y adolescentes, lo tienen “en el bolsillo” afirma Miller (60).

       ¡Un respeto por los enigmas!

      Frente a la aplicación de los protocolos de transición cuyo uso ha sido adoptado en muchos países, y que, como su nombre lo indica, ofrece una solución universal (para todos) nos parece fundamental tener en cuenta algunas de las implicaciones de esta intervención política en la esfera de la intimidad a través de la cual las democracias intentan hacer frente a la marginalidad preservando los derechos de las personas. Porque las experiencias singulares exigen una reflexión más profunda, como nos sugieren una serie de niños y adolescentes atendidos por una clínica de Chicago, al introducir algunas cuestiones éticas de máxima importancia, como el caso de Ryan, de once años, en proceso de transformación de chico a chica. Su madre dice que “se siente niña en su corazón y niño en su cabeza”, que se busca a sí mismo en una “zona gris”. Contrariamente a muchos niños transgénero; no rechaza su sexo, y aunque sus padres están dispuestos a sostenerle en su elección, ésta no podrá permanecer en suspenso, deberá optar por un sexo u otro porque ya ha iniciado un tratamiento que bloquea la pubertad inhibiendo las hormonas. En tanto que individuo de derecho el niño dispone de la capacidad de una elección. Pero es unilateral, advierte Lecoeur, a distancia de “las vacilaciones fantasmáticas, las cuales, lejos de ser simples dudas, son auténticos experimentos mentales”.

      Cierto es que lo insoportable del sufrimiento infantil y el desamparo de los padres ante una realidad desconcertante debe encontrar una respuesta de protección y cuidado, así lo expone el documental La petite fille; gracias a la intervención de la psiquiatra infantil y la firma del certificado correspondiente consignando el inicio del protocolo de transición, se concedió a Sacha la libertad de asistir a la escuela vestida de chica. Pero las insuficiencias del protocolo en cuanto al tratamiento de la subjetividad son elocuentes. Como el momento de la primera entrevista en el servicio de psiquiatría a la que asisten Sacha y su madre, quien confiesa entre lágrimas ante la mirada atónita de su hija la culpabilidad que resiente, se pregunta hasta qué punto puede haber influido su deseo de tener una niña. La doctora responde categóricamente que en ningún caso es culpabilidad de los padres y solicita a Sacha decirle algunas palabras que reaseguren a su madre en este sentido. El silencio de la niña es una lección de humanidad.

      Como lo es también su respuesta negativa ante la oferta de entrevistas a solas, o su demanda, ante el requerimiento de relatar las experiencias de exclusión, de que sea su madre quien refiera la humillación que ha soportado en las clases de danza, al ser obligada a vestirse de niño contrariando su deseo y el compromiso asumido por la escuela. No menos tremendo es el forzamiento que se refleja en su rostro angustiado ante la imposibilidad de responder a la psiquiatra cuando la incita a expresar su cólera, sus sentimientos negativos motivados por el maltrato de sus compañeros y compañeras.

      El padre, muy atento y dispuesto, erra sin embargo al intentar estimular su autoestima. “¡Yo no quiero ser un ejemplo, quiero ser una chica!” Es su palabra, la que debería escucharse en lugar de ser anulada o cubierta por interpretaciones, ideologías o teorías.

      Pero, a falta de poder discriminar el semblante de lo real –querer ser una chica y ser una mujer– ese goce puede llegar a ser tan nocivo como para atentar contra la propia vida. De ahí la importancia de hacer lugar al decir, a un decir propio, lo cual es distinto de hablar, el decir “hace acto”, pero tiene que haber alguien a la altura para hacer el hueco y dar tiempo de tal modo que el sujeto pueda escucharse a sí mismo hasta construir la solución que convenga a la forma que tomaron los enigmas en su experiencia.

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