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se proyectaba el largo esqueleto hacia el otro lado, donde colgaba la cola del pez, y el efecto ya notable se disparaba hacia lo intolerable con el resplandor de esos ojos amarillos. Ante la mirada de Duke, todavía borrosa por el sueño, esa monstruosidad era una sola pieza”. El perro emitió un alarido de terror, Gipsy también hizo sonar su grito de guerra, que sonó como “el diapasón subterráneo de una demoníaca viola da gamba”, y la masacre comenzó. Enseguida, “sin soltar el espinazo ni por un instante, el gato echó las orejas atrás de un modo escalofriante y comenzó a encogerse como un acordeón, elevando el centro del cuerpo hasta que pareció estar imitando a esa pacífica bestia que es el dromedario. Tras haber alcanzado la mayor altura posible alzó la pata derecha a la manera de un semáforo. Esta pata semáforo permaneció rígida por un segundo, amenazante; luego vibró con una rapidez inconcebible. Era solo un amague, pues fue la traicionera garra izquierda la que realmente hizo daño. Dio a Duke tres palmaditas relámpago sobre la oreja, y el sonido de la garganta del perro anunció que no se trataba de golpecitos cariñosos. Gritó: ‘¡ayuda!’ y ‘¡asesinato sangriento!’… En cuanto a Gipsy, poseía un vocabulario soez ciertamente insuperable fuera de Italia…”. De inmediato, esta vez con la pata derecha, sacó sangre de la nariz de Duke, pero ante la cercanía de Penrod estimó oportuno retirarse, no por miedo, explica Tarkington, sino probablemente porque no podía bufar sin soltar el espinazo y, “como sabe todo gato con la más mínima pretensión de dominar la técnica, no se puede atacar ni producir un buen efecto si no se abre la boca a su máxima capacidad para dejar expuesto el tubo digestivo”.

      Un ingenioso amigo de Louis Robinson le insinuó que los gatos posiblemente piensen en los humanos como “una especie de árbol portátil, agradable para frotarse contra él, con ramas inferiores que ofrecen un asiento confortable y otras ramas altas de las que a veces caen trozos de cordero y otros frutos deliciosos”. Hay una buena cantidad de cosas que decir acerca de esta teoría. Aunque se sabe de gatos que han mostrado el afecto más cabal, la mayoría cumple con unos saludos muy amistosos por la mañana y poco más, e incluso hay cierta reserva en estas atenciones, la que aumenta con el paso de las horas. Nada del lengüeteo excesivo tan del gusto de los caninos. Los gatos solo dan amor a quien lo ha merecido, además de aquellas ocasiones en que, por perversidad pura, molestan a un ailurofóbico con sus atenciones. Devolver bien por mal no existe en los mandamientos del gato. Pueden volcarse en un afecto muy profundo y hermoso hacia una persona que merezca su amistad, pero es un proceso que crece lento y que puede interrumpirse en cualquier momento. No tolerarán que los manipulen con brusquedad, ni los golpes ni las burlas. No soportan que se rían de ellos. Quien busca el cariño de un gato debe proceder con cuidado y con el tiempo es posible que reciba algunos de los beneficios de su esmero, pero si ofende a tan sensible criatura todo el trabajo del pasado se habrá deshecho. Los gatos rara vez cometen errores, y nunca el mismo error dos veces. ¡Qué estúpido deben de encontrar a un ser humano que constantemente tropieza con la misma piedra!

      Como ya es proverbial, se los puede engañar pero solo una vez en la vida. O, más bien, el celebrado asunto del gato y las castañas es la única ocasión, histórica o fabulosa, en la que se ha engañado a uno de su especie. Louis de Grammont describe un incidente típico sobre este instinto: en cierta casa, donde se usaba gas para cocinar, había una gata con dos hijitos a medio criar. A la hora de la cena estos niños, muy malcriados, tenían la costumbre de saltar a la mesa y zamparse lo que pudieran. Un día, mientras la sirvienta depositaba sobre la mesa unas costillas de carne hubo una pérdida de gas por un descuido de la cocinera y se produjo una pequeña explosión en la cocina. Nadie resultó herido y todos volvieron a sus puestos, excepto los gatitos, que, muy asustados, habían desaparecido. Y no volvieron en varios días. Luego el miedo se disipó y retomaron sus antiguas costumbres. Pero, algunas semanas después, cuando la empleada nuevamente sirvió costillas, ¡los gatos huyeron a perderse!

      Recordemos que el gato, al igual

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