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criados entre algodones que han abandonado las sedas y los satines de las salas de estar en pos de la libertad de los tejados y la compañía de felinos sumamente lenguaraces, maleducados y de pelo corto. Luego el adulterio abunda. Otros gatos han dejado atrás lujosas mansiones para llevar una existencia más interesante en una verdulería, donde la caza es mejor y hay menos humanos persiguiéndolos para hacerles cariño. Lo contrario también pasa a menudo –dejan las pellejerías de la calle para iniciar una vida de lujos–, pero por lo general yo diría que los gatos moldean sus vidas más como May Yohe que como Cenicienta.4

      Por lo demás, es indudable que existen gatos contumaces, así como existen personas contumaces, que insisten en vivir en un lugar determinado; como mostraré más adelante, tienen por instinto una buena motivación para hacerlo.

      Algunas gatas son madres fervientes y afectuosas, y cuidan con esmero de sus retoños previniendo el peligro, limpiándolos, alimentándolos y enseñándoles a jugar. La gata de la Alicia de Lewis Carroll, Diana, cuyo método para lavar a sus crías consiste en sostener por las orejas a los pobrecillos en el aire y con la otra pata frotarles la cara por todas partes, es una excelente madre. Algunas tienen un instinto maternal tan fuerte que si les arrebatan las crías pueden amamantar a recién nacidos, lebratos y hasta ratas. Pero hay otras que rechazan e incluso matan a su camada. Una imperturbable joven reina, seguramente después de leer La belleza inútil de Maupassant, ahogó a sus gatitos en un barril colector de lluvia; otra, que se rehusaba a amamantar o siquiera a acercarse a sus crías, tras ser encerrada con ellas en un cobertizo acabó con sus cortas vidas aplastándolas con sus fuertes patas traseras. Luego, cuando la liberaron, salió ronroneando, evidentemente aliviada y en un estado de gran contento.

      La higiene en el mundo gatuno suele considerarse una virtud suprema. El gato dedica más tiempo a la limpieza que las jóvenes debutantes a cambiarse de vestido, y su atención a la hidráulica gulliveriana y otras demandas de la naturaleza puede llegar a ser hasta demasiado escrupulosa. En el País de los Gatos, observa pintoresco Clarence Day Junior, el gásfiter, la manicurista y el fabricante de jabones ocuparían las más altas posiciones sociales; predicadores y abogados, las más bajas. Y sin embargo los gatos siameses y los rusos azules de pelo corto despiden un fuerte hedor, y he visto gatos de todo color y raza más sucios que lo que puede estar cualquier otro animal. Una vez, un gatito que vivía conmigo, inteligentísimo, se negaba a sistematizar sus maniobras de baño. Era un gatito sin cola de lo más gracioso, adorablemente imprudente, que una noche en París me siguió por la calle. Caminó muy cerca detrás de mí unos cuatrocientos metros, y cuando lo alcé y me lo guardé en un bolsillo –era diminuto– sucumbió al trato ronroneando con fuerza. Pero cuando me monté en un bus el conductor agitó pomposamente la mano con la admonición “Pas de bêtes!”, de manera que caminé con el gatito en el bolsillo hasta mi hotel. Este micho tenía el delicioso hábito de saltarme al hombro en la oscuridad cuando volvía a casa por la noche. Se frotaba contra mi mejilla y su ronroneo sonaba como los timbales en el Réquiem de Berlioz. No le causaba impresión el arte de Franz von Stuck e invariablemente –hasta que ya no lo colgué más– lograba arrancar de la pared un grabado de su Salomé, aun cuando estaba colgado bastante alto y no había ningún mueble que facilitara la operación. Este gatito tenía también la manía de romper platos, y en su presencia no había manera de resguardar ningún juego de té. Como todos los de su especie, podía posarse en una mesa llena de adornos sin tocar nada, pero le encantaba perturbar el equilibrio de la porcelana con su pata ágil y traviesa. Tales cualidades no lo hicieron menos merecedor de mis afectos, por el contrario. Peleamos irrevocablemente acerca de otro asunto en el que asimismo se mostró invencible y supremo, como todos los gatos. Se negó a aprender los usos de una caja de arena; tampoco se dignó a aceptar una hoja de papel o aserrín. Ni siquiera lo tentaban Le Temps o Le Journal con las reseñas de Catulle Mendès…

      Se supone que no existe nada que a los gatos les guste más que el calor, y es verdad que buscarán una chimenea, un acogedor fuego de leña o la compañía de una estufa de cocina, pero es perfectamente factible que vivan en el frío. Cuando se descubrió que la gélida temperatura de las grandes plantas frigoríficas no era lo suficientemente implacable para exterminar la resistencia de las ratas, alguien propuso llevar gatos. Los primeros felinos trasladados a estos inhóspitos cuarteles no prosperaron, y unos cuantos murieron, de hecho, pero después de un par de inviernos les creció una asombrosa capa de piel, tan gruesa como la de un castor. Las camadas nacidas en estos fríos extremos resultaron ser unas robustas bestezuelas, y se dice que ahora los gatos de las cámaras frigoríficas languidecerían jadeando de agotamiento si se los expusiera a un día de pleno verano en Nueva York.

      Existe, sí, enemistad entre el gato y el perro, pero esta antipatía es superficial y puede obviarse en muchos casos. Sin duda es instintiva; se sabe de crías que apenas han abierto los ojos y han soltado un bufido a un perro. Pero los gatos que viven con perros suelen hacerlo dignamente y en paz; muchas veces brota incluso un profundo afecto entre ellos. Cuando la desdichada dama de la obra de Richard Flecknoe Enigmatical Characters (1658) habla de dejar caer su devocionario en la sartén caliente, y del perro y el gato peleándose encima y al final orando juntos, eso tiene un sentido simbólico. Del mismo modo, recordemos a la vieja madre Hubbard de la canción infantil yendo a la sombrerería a comprar un sombrero para su perro, “pero cuando volvió el perro estaba alimentando al gato”.

      La señorita Antoinette Thérèse Deshoulières escribió La mort de Cochon, una notable tragedia heroica, a la manera de Corneille, cuyo tema central es la pasión de la gata de su madre, Grisette, por Cochon, el perro del duque de Vivonne, hermano de madame de Montespan. Todos los gatos machos de la casa de madame Deshoulières y del vecindario se han reunido en un techo para regocijarse por la noticia que porta el título de la obra, y para expresar la esperanza de que alguno de ellos logre pedir la pata de la perversa Grisette. La joven señorita, sin embargo, se entrega de todo corazón al duelo. En vano llora el coro de gatos:

      Vuelve la cara a tu especie

      Será más dulce tu destino.

      Grisette responde:

      Mi ternura a Cochon se la debo

      Mil veces más celosos de él tendrían que estar

      Verán hasta qué punto me importa ese perro.

      El coro llora:

      ¡Ah, basta, gata cruel!

      Pero ella no cede, y desaparece del tejado para dar paso a Eros, el dios en un carro, que se hace la siguiente ilusión:

      Tiernos michos, déjenla hacer.

      Vuestra miseria tendrá fin.

      Juro por mi arco, juro por mi madre:

      Grisette se cansará.

      La constancia es una quimera.

      Mediante la oportuna pluma de la señorita Deshoulières, Grisette y Cochon habían mantenido una larga correspondencia. Es, quizás, la primera amistad literaria entre un perro y un gato, pero en ningún caso la última. De hecho, en la mayoría de los casos un gato prefiere a un perro como compañía que a otro gato. Una madre gata amamantará cachorros caninos y se sabe que han amamantado ratas. Porque las ratas y los gatos también pueden ser amigos, como descubrió Théophile Gautier cuando sus dinastías de ratas blancas y gatos blancos resultaron tener la misma edad. También W.H. Hudson relata la historia de una notable amistad entre un gato y una rata en El libro de un naturalista.

      “El respeto por el sueño –escribe S.B. Wister– es una característica de lo más curiosa de los gatos, y a menudo me he preguntado si es el mismo instinto que se dice impide a leones y tigres atacar a sus presas dormidas”. Todo esto está bien, pero ¿tienen los gatos respeto por el sueño? Algunos sí. Mi Feathers no. Ella quiere su desayuno a cierta hora de la mañana; si la puerta de mi dormitorio está cerrada empieza a dar grititos afuera. Si está abierta entra, posa las patas delanteras en el borde de la cama, cerca de mi cara, y me lame las mejillas. Si la aparto con la mano, en un momento

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