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con una reminiscencia de su vida en el bosque y en los llanos. El gato no persigue a su presa como lo hace el perro; es capaz de correr velozmente distancias cortas, pero correr no es su especialidad. Más bien se tumba a la espera de su presa y se abalanza sobre ella de sopetón. Ahora bien, algunos de los animales más estimados por el gato, gastronómicamente hablando, en particular el ratón, tienen un sentido del olfato más desarrollado que su enemigo, por eso es que el buen gato ratonero se lava y se vuelve a lavar hasta la última mota, tanto el pelaje como los bigotes: para estar desprovisto de olor.

      “El amor por la etiqueta es muy marcado en este animal fascinante –escribió Champfleury–; se siente orgulloso del lustre de su pelaje y no puede soportar que un solo pelo esté fuera de lugar. Cuando ha comido, pasa la lengua varias veces por ambos lados del hocico y por sus bigotes con el fin de limpiarlos minuciosamente; mantiene su pelaje impecable con una lengua espinosa que cumple la función de una almohaza; y aunque a pesar de su ductilidad le es difícil alcanzar la parte alta de la cabeza con la lengua, usa una pata humedecida con saliva para pulir esa parte”. Hippolyte Taine ha escrito una encantadora descripción de esta operación:

      Su lengua es esponja, cepillo, toalla y almohaza

      Y bien que sabe usarla

      Mi pobre trapo, más pequeño que un pulgar.

      Su nariz toca la espalda, las patas traseras

      Cada trozo de piel rastrilla, escarba y allana

      ¿Acaso ha hecho más Goethe, podría hacer más Voltaire?

      Louis Robinson, en Wild Traits in Tame Animals, propone una teoría interesante y creíble según la cual la coloración del gato y su hábito de sisear o de bufar corresponden a mimetismos protectores. El enemigo más agresivo del gato en estado salvaje es el águila. Ahora se sabe que todos los animales (¡excepto quizás el gato!) temen a las serpientes. La coloración más común entre los felinos es la atigrada. Pues bien, si usted observa a un gato atigrado durmiendo, enrollado, la cabeza en el centro del espiral, notará su gran parecido con una serpiente enroscada, un parecido suficiente para engañar a un águila en vuelo. Y suponga que una gata ha escondido sus crías en un árbol hueco; si se aproxima el enemigo comienza a escupir y esta acción emite un sonido muy parecido al siseo de una serpiente. Ningún zorro va a pegar la nariz contra el oscuro hueco de un árbol si oye un siseo venir del interior.

      Hay que decir que si el gato tiene un lugar prominente en la casa no es solo por sus gracias de niño malcriado, sus carantoñas encantadoras y el seductor abandono de su indolencia; más que nada es porque exige mucho. Tiene una personalidad fuerte, y sus despertares y sus deseos son impacientes. Se niega a esperar. En esa grácil suavidad hay insistencia y don de mando. Nos defendemos en vano, él es el amo y nosotros su escudo.

      Así habla madame Michelet, a quien su marido, el buen Jules, una vez replicó al alarde de que ella había tenido un centenar de gatos: “¡Más bien has tenido cien dueños en forma de gatos!”.

      Alguien en The Spectator describe un caso típico:

      Hemos visto una gata atigrada de hocico negro que por su insolencia fría, calculada y sin embargo perfectamente educada podría haber dado lecciones a una despreciable duquesa viuda cuya nuera no fuera “uno de los nuestros”. De haber sido un hombre, la grosería desalmada y deliberada de esa gata habría justificado propinarle un tiro al instante. Los cortesanos en el palacio más servil de todo Oriente se rebelarían si recibieran el trato que ella infligía todos los días a quienes tenía a sus pies. Después de que un devoto admirador la buscara sin aliento y sin sombrero por los vastos jardines bajo un sol abrasador, no fuera a ser que la minina se perdiera la hora de comer, y de que la llevara en brazos al comedor, en lugar de mostrar gratitud y correr con alegría al plato preparado para ella se sentó erguida en el otro extremo de la habitación, contemplando la escena con indisimulado desprecio, los ojos entrecerrados con arrogancia y apenas un punto de la lengua roja sobresaliendo entre los dientes. Si la escena no hubiese estado tan bien ejecutada habría sido sencillamente vulgar; pero, así como fue, contó como la más innoble manifestación de brutalidad aristocrática imaginable. Con los comensales completamente desconcertados y mortificados por esta monstruosa exhibición de villanía, la gata en cuestión lentamente se sentó en dos pies y, clavando bien las garras en la alfombra, se estiró y balanceó bostezando al mismo tiempo con desdeñosa autosatisfacción. Después procedió a avanzar por la ruta más tortuosa disponible hacia el plato puesto frente a ella, por supuesto con la intención de dejar bien en claro que su presencia bajo el aparador se debía únicamente a su destreza y premeditación, y que ella en ningún sentido consideraba que tenía obligaciones con nadie.

      El gato es el único animal que vive con los humanos en términos de igualdad, si no de superioridad. Se domestica a sí mismo si quiere, pero bajo sus propias condiciones, y nunca renuncia del todo a su libertad, sin importar cuán estrechamente esté confinado. Preserva su independencia en esta lucha desigual incluso a costa de su propia vida. Un gato común y corriente, aunque viva en un hogar humano y esté en los mejores términos con la familia, frecuenta los tejados y las cornisas, es el cabecilla en grescas importantes, abunda en romances y, en suma, se comporta fuera de casa exactamente como lo haría en estado salvaje. De hecho, cuando es abandonado a sus propios recursos, como ocurre no pocas veces tanto en la ciudad como en el campo, es del todo capaz de cuidarse solo y de ajustarse a las nuevas condiciones de vida sin un momento de duda. Esta característica la ha ilustrado admirablemente Charles G.D. Roberts en un relato basado en un hecho real (“How a cat played Robinson Crusoe”, en Neighbours Unknown). Un perro en la misma situación estaría indefenso; el perro, en realidad, al someterse a la esclavitud ha perdido por completo la facultad de cuidarse a sí mismo.

      Booth Tarkington se ha divertido pintando en Penrod and Sam el cuadro de un gato así, una prodigiosa bestia larguirucha que

      abandona las comodidades de una vida junto a la chimenea y el afecto de una niña por los placeres de la caza y la vida salvaje. Había sido un gatito gordinflón y salpimentado cuyo nombre, Gipsy, le vendría de perillas en esta segunda parte de su carrera. Ya en su juventud comenzó este camino hacia la disipación y se acostumbró a unirse a los gatos callejeros en sus bartoleos nocturnos. El gusto por una vida disoluta aumentó con la edad y una noche, llevándose consigo el bife de la cena, se unió definitivamente a los bajos fondos.

      Su extraordinario tamaño, su osadía y su absoluta falta de simpatía pronto lo convirtieron en el líder –y el terror– de todos los gatos sueltos del barrio. No hacía amigos y no tenía confidentes. La policía lo buscaba sin éxito, pues rara vez dormía en el mismo lugar dos veces seguidas. En apariencia no le faltaba distinción, del tipo despreciable; el lento, rítmico y perfectamente controlado vaivén de su cola al caminar le confería un aire incomparablemente siniestro. El paso señorial y peligroso, los bigotes largos y brillantes, las cicatrices, el ojo amarillo, frío como el hielo, ardiente como el fuego, altanero como el ojo de Satán, todo hacía pensar en un mosquetero letal que te retara a duelo. Su alma se manifestaba en ese ojo y ese caminar: el alma de un bravo de la fortuna, uno que vivía de su ingenio y su valor, sin compasión y sin pedir a nadie ningún favor. Intolerante, orgulloso, hosco, pero vigilante y en constante planificación –un militarista, partidario de la matanza como religión y confiado de que el arte, la ciencia, la poesía y toda la bondad del mundo se obtendrían de ese modo–, Gipsy, aunque técnicamente no era un gato salvaje, se había convertido en el gato más indómito del mundo civilizado.

      El gato, cuyo retrato pinta Tarkington en estos trazos brillantes, descubre el espinazo de un pescado blanco de kilo y medio a pocos centímetros de la nariz

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