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El caso es el siguiente: cada gato difiere en tantas formas como sea posible de cualquier otro gato en particular. El observador imparcial lo habrá descubierto por sí mismo si se ha familiarizado con varios a la vez. Existen los gatos angélicos y los gatos demoníacos, pero el carácter de la mayoría se sitúa en algún punto entre estos intensos extremos en blanco y negro. Y algunos son tan excepcionales que carecen incluso de las características felinas más típicas. Sí puede decirse que son todos soberanos, y la mayoría apasionados (sus hábitos amorosos, inspirados por el deseo más impetuoso, suelen ser sumamente crueles)1 y místicos.

      Sobre este último punto existen pocos motivos para la duda. Los gatos manifiestan gnosis en un grado que solo se atribuye a algunos obispos, como intentaré mostrar en un capítulo posterior. En cuanto a su independencia, se trata solo de la aristocrática cualidad de ser natural. No fuerzan sus atenciones y no les importa recibirlas de los demás. Pero cuando un gato tiene hambre o quiere salir, o siente el llamado de la pasión, declara abiertamente sus sentimientos. “¿Por qué no? –se pregunta Kiki-la-Doucette, la gata de los Diálogos de animales de Colette–. ¿Por qué no? La gente lo hace”. Son reminiscencias, herencias de la vida salvaje que no ha perdido y nunca perderá. Porque, tal como en su regio hermano el león, también en ellos dormita un fuerte instinto de raza que despierta cuando se lo llama. El gato sabe más que la Monalisa.

      La diversidad de carácter en los gatos se mide en cómo reaccionan a estos instintos, y esas diferencias se acentúan por trato y por crianza. Parece poco científico decirlo, pero entre los muchos rasgos que heredan los gatos hay evidencia sólida de que heredan también características adquiridas. Hay obras que han llegado a afirmar que una gata a la que se le ha cortado la cola podría parir gatitos sin ella.

      Muchos observadores han registrado las excentricidades y los atributos de este animal. Andrew Wynter, en Fruit Between the Leaves, habla de un gato suyo que seleccionaba papel secante para tumbarse. El Gran Gatito de Meredith Janvier contrajo tuberculosis por dormir sobre un radiador caliente. Clara Rossiter describe en el North British Advertiser de Edimburgo, en 1874, a una minina cuya mayor entretención era sacar todos los alfileres de una almohadilla, ponerlos en la mesa “y, cuando sacaba el último, nos miraba a la cara con la expresión más graciosa del mundo, dejándonos muy claro que los quería de vuelta en la almohadilla. Sin importar cuántas veces volviéramos a pinchar los alfileres, ella volvía a quitarlos”. Disfrutaba también devorando flores que sacaba de los floreros. El reverendo J.G. Wood nos habla de un gato que era tan aristocrático que “nada –ni siquiera la leche cuando tenía hambre– lo inducía a asomar la cabeza por la cocina, o a entrar en la casa por la puerta de servicio”. Wynter tenía un gato que un día se levantó de súbito y subió por el tubo de la chimenea, y eso que el fuego ardía en la rejilla. Un par de siglos antes habrían quemado en la hoguera al escritor por narrar este incidente. Este gato comía pepinillos, y le gustaba el coñac con agua. William Lauder Lindsay menciona un gato que tenía afición por la cerveza negra, y Jerome K. Jerome escribe en sus Novel Notes de una que bebió de la gotera de un barril de cerveza hasta intoxicarse. En una carta a Samuel Butler, fechada el 24 de diciembre de 1879, dice la señorita Savage: “Mi gato bebió demasiado vino dulce y ponche de ron. ¡Pobrecito! Pero tanto mejor para él, así aprenderá. El doctor Richardson dice que los animales inferiores rechazan las bebidas alcohólicas, y que los humanos deberían hacer lo mismo”.

      Se suele creer que los gatos sienten una antipatía inherente por el agua y que en general son “catabaptistas”, pero mi Ariel no era así; esta gatita persa anaranjada acostumbraba a saltar por voluntad propia dentro de mi matinal bañera caliente, y le gustaba sentarse en el lavatorio bajo el grifo abierto. Artault de Vevey tenía una gata, Isoline, que tomaba baños saltando a la tina llena. “Se supone que a los gatos les desagrada lo mojado –escribe Olive Thorne Miller–, pero yo he visto a dos de ellos mantener una entrevista bajo una lluvia constante, con toda la gravedad y deliberación con que se celebran estos asuntos”. Se han registrado innumerables ejemplos de gatos que nadan por cursos de agua para retornar a sus hogares, y St. George Mivart nos habla de una gata que se hundió en un arroyo correntoso y rescató a sus tres gatitos, que se ahogaban, cargándolos uno a uno hasta la orilla.

      Hay quienes observan que los gatos son siempre amables y educados, que comen con delicadeza y nunca con avidez, pero yo he visto felinos de buenas maneras que pueden engullir su comida y gruñir sobre ella con tanta glotonería y falta de educación como cualquier perro. En la mera cuestión de la selección de su cena varían tanto como las personas. Existen gatos imperiosos, altivos, aristocráticos, que insisten en ser alimentados en platos esotéricos, en determinados lugares y por ciertas personas. Otros se parecen al gatito rojo de Lafcadio Hearn en “The Little Red Kitten”, que “comía bifes y cucarachas, orugas y pescados, pollo y mariposas, libélulas y cordero asado, estofado y bichos bolita, escarabajos y pernil de cerdo, cangrejos y arañas, polillas y huevos escalfados, ostras y lombrices de tierra, jamón y ratones, ratas y arroz con leche, hasta que su vientre se convirtió en una representación del Arca de Noé”.

      Los gatos son extremadamente nerviosos y como regla general no son confiables en los trenes, pues el menor sonido o movimiento es probable que los aterrorice, y los objetos en rápido movimiento les inspiran un temor agudo. Sin embargo, Abélard, el persa atigrado de Avery Hopwood, da paseos motorizados con él, sentándose como un experto en el asiento delantero sin correa. Si el auto se detiene, salta y camina alrededor, listo para volver a su lugar cuando su dueño se pone en marcha. Theodore Hammeker, un piloto en el frente galo y en Palestina durante la Primera Guerra, volaba con Brutus, su gato negro. El R-34, el primer dirigible en cruzar el Atlántico desde Inglaterra hacia Estados Unidos, cargaba a Jazz, un gato atigrado, como único pasajero animal. Y yo estoy familiarizado con un gato persa de color plata y alteraciones digestivas que incluso va al cine en el hombro de su dueña.

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