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movimiento de cavar la tierra en un piso de mármol o de madera, memoria instintiva de un acto que ya no es necesario y en consecuencia es impropio en un ser pensante. Pero hasta un niño tonto entiende que esta no es una razón. ¿Por qué todavía estrechamos la mano de otra persona para saludar? Ya no es válido el sentido que este acto tenía, que era asegurarse de que el otro no blandía un arma, pero aun así el impropio instinto sobrevive. Para el gato es un asunto de supervivencia. Bien sabe la naturaleza que las circunstancias o el deseo pueden devolverlo a la vida salvaje, y si eso ocurre, estará preparado para ocultar de sus enemigos todas las pruebas de su paradero.

      Otros científicos que sostienen la inferioridad de las bestias argumentan que estas siempre hacen las mismas cosas, los mismos movimientos, que no inventan ni progresan. La abeja construye el mismo receptáculo para la miel, la araña teje redes idénticas y la golondrina arma el nido siempre de la misma forma. Se les ha denegado la libertad individual y la espontaneidad, aparentemente, y parecen obedecer a ritmos mecánicos que se transmiten a través de los siglos. ¿Pero quién puede decir que estos ritmos no son leyes morales superiores? ¿Y si las bestias no progresan porque surgieron perfectas en el mundo y no lo necesitan, mientras que el humano tantea, hurga, cambia, destruye y reconstruye sin encontrar estabilidad en la inteligencia, ni fin a su deseo, ni armonía a su forma? No está de más recordar, oh cristiano lector, que fue a dos personas a quienes Dios expulsó del Paraíso, y no a los animales. Además, es absurdo y estúpido sostener que los animales no tienen libertad de pensamiento, que no piensan, que no pueden resolver problemas concretos.

      Personalmente estoy convencido de que todos estos científicos y psicólogos quieren decir más o menos lo mismo. Uno quiere decir instinto cuando dice inteligencia y el otro quiere decir inteligencia cuando dice instinto. Un sistema filosófico muy importante, por cierto, se basa en la teoría de que el instinto animal es de mayor utilidad que la inteligencia y pide a los humanos confiar en él tanto como sea posible. Es popular la idea de que las mujeres se guían enteramente por este principio.

      En mi opinión, no son mayores las dudas acerca de que los animales piensan, a su manera, que las sospechas de que el humano, por regla general, no piensa absolutamente nada. Los científicos cometen el error de observar muy de cerca y de escribir lo que ellos piensan que han visto. Estas materias deberían tratarse en cambio con cierto distanciamiento místico. “Veo a autores que hablan de los gatos con una familiaridad de lo más repugnante”, escribe Andrew Lang. Los animales no piensan a la manera del humano; sus procesos mentales son muy diferentes. Hay algo de cierto en la teoría de que piensan en abstracciones, frío, calor, etcétera, pero que más tarde no piensan en ellas como abstracciones, como sí lo hacen los humanos. Sin embargo, no veo ninguna ventaja particular en recordar y discutir tales asuntos. Robert Louis Stevenson dijo una vez que los animales nunca usaban verbos: “Es la única forma en que su pensamiento difiere del nuestro”.

      El secreto para medrar

      No es ser útil sino agradar.

      El gato obliga a su amigo humano a aceptarlo en sus propios términos. Los actos de un perro son mucho más imitativos y por lo tanto más aplicables al razonamiento humano. Pero T. Wesley Mills, quien estudió a ambos animales, escribe: “El gato es mucho más avanzado que el perro al ejecutar movimientos coordinados de alta complejidad”. Y, nuevamente: “En cuanto a fuerza de voluntad y capacidad para mantener una existencia independiente, el gato es superior al perro”.

      Un redactor del Spectator observó una vez “un gato de gran tamaño que a su vez estaba mirando unos gorriones que se alimentaban en el patio. Cada vez que se abría una puerta trasera los gorriones, perturbados, volaban hasta un seto de hayas que había cerca; el gato lo advirtió, fue a apostarse detrás del seto y esperó. Esta conducta es resultado de la deliberación y el cálculo. Otro gato que acechaba gorriones se ubicó detrás de una hilera de adoquines sueltos tan pronto como vio que me acercaba, y sujetó uno sobre la cabeza. Había visto que era probable que los pájaros fueran empujados en su dirección y actuó en un segundo”. Wynter, en Fruit Between the Leaves, relata un incidente con un macho de Callendar que fue visto llevándose un trozo de carne; el criado que lo seguía lo vio depositar el bocado cerca de una ratonera. Luego se escondió. Poco después salió una rata, y estaba arrastrando la carne cuando el gato se abalanzó sobre ella. El gato de Émile Achard, Matapon, habiendo liquidado a todos los ratones de la casa, partió a matar ratones de campo. Pero era difícil y desagradable en días de lluvia, así que no pasó mucho tiempo antes de que concibiera una idea y la llevara a cabo: repobló la casa con ratones de campo vivos y los dejó dispersarse, estableciendo así una nueva reserva de caza.

      Lindsay cita el siguiente ejemplo de Animal World: un gato y un perro eran cómplices en el asalto a una despensa. Un maullido del primero avisaba al segundo de que no había moros en la costa y entonces procedían a hacer estragos. En una ocasión alguien siguió al perro y descubrió al gato subido en un estante, manteniendo la tapa de una fuente medio abierta con una pata y ¡arrojando delicias al perro con la otra! El reverendo J.G. Wood describe a un viejo gato inválido que al parecer había hecho un trato con un animal joven y activo que cazaba ratones para él; el veterano le pagaba al aprendiz con huesos y carne de su ración. Ambas partes respetaron honorablemente el pacto. Una vez que su mascota cayó enferma, la señora Siddons la alimentó con crema y las mejores partes del pollo; desde entonces, el gato de vez en cuando simulaba una cojera.

      Eugène Muller, en Animaux célèbres, nos aporta otro ejemplo admirable: un profesor quería demostrar a sus alumnos los usos de una máquina neumática e introdujo a un gato bajo la campana de vidrio. El animal, naturalmente, hizo frenéticos esfuerzos por escapar, pero el vidrio lo tenía prisionero. “Les voy a mostrar cómo –dijo el profesor–, a medida que bombeo, el aire dentro del globo se enrarece; el gato va a respirar cada vez con mayor dificultad y de hecho se asfixiaría si bombeo lo suficiente, pero vamos a concluir el experimento antes de eso, y verán que cuando el aire vuelva a entrar el gato inmediatamente recuperará sus fuerzas”. Tal cual. El hombre bombeó y el gato, jadeante, cayó pensando que le había llegado la hora. Pero en el momento en que el profesor dejó de bombear se recuperó como si nada. Fue liberado y escapó, jurándose a sí mismo que nunca más se dejaría atrapar. Sin embargo, a los pocos días, frente a otro grupo de alumnos, el buen profesor tuvo la ocasión de repetir el experimento. El gato fue capturado de nuevo y el profesor comenzó su explicación

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