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      —No, después ya no va a haber —se comió el último guamúchil y le dio un trago al coñac—. Pues señor escritor, ¿le parece si comenzamos?

      Su relato es el siguiente.

      ***

      Una noche, un tremendo retortijón lo despertó a las dos y media de la madrugada. Se sobaba la barriga peluda para contraer el sufrimiento. Sobre la cama, en posición fetal, el dolor iba disminuyendo. Don Cuervo había depositado su fe en un pedo, para que el dolor desapareciera. Pujó, pero no salió nada. Ese dolor no iba a morir sin dar pelea. Antes de provocar que el invitado nocturno escapara escoltado, decidió levantarse e ir al baño que estaba frente a su alcoba. Me contó que había tenido conversaciones, inclusive peleas con su esposa, cada uno en su esquina, ella en la cama y el sentado en el escusado, y que claramente se veían las caras para no ofender al otro en lo que el pleito se llevaba a cabo. En un pleito de pareja es fundamental verle el rostro a tu “enemigo”, aunque estés fúrico no puedes quebrantar esa regla, o cagando.

      Abrió la puerta del baño, se sentó en la taza fría y pujó todo lo que pudo. La vena de la frente se le hinchó, la garganta se le cerró como gato con pelo atravesado, pero el pedo no quiso salir por el culo arrugado (salió verso).

      Con coraje y al borde de la ira se levantó, fue a la cocina y tomó la caja de cigarros y el encendedor. Para él el mejor laxante era un cigarro. A la tercera fumada la puerta de la calle empezó a ser rasguñada. Un sonido de ultratumba recorrió la casa hasta encontrar la espina cervical de Don Cuervo. Respiró hasta el fondo sabiendo lo que estaba al otro lado. Entonces cometió el primero de los dos errores fatales que cometería esa noche. Se dirigió a la puerta sin arma alguna; ni cuchillo, ni machete, ni una de las varias pistolas que guardaba por la casa en diversos puntos estratégicos. Se acercó a la puerta que continuaba crujiendo. Del otro lado escuchaba las respiraciones lentas y apendejadas de los muertos vivientes. No quiso poner las manos sobre la puerta, al menos con eso estaba siendo precavido al pie de la letra. Las entrañas se le revolvían al tener únicamente un pedazo de metal como barrera entre él y los zombis. De repente, las ganas de cagar llegaron. Y tuvo que apretar muy fuerte el ano (otro verso).

      Con cuidado, colocó el ojo en el orificio que permitía ver del otro lado; esa bola de cristal de todo portero. Ahí vio aparecer a dos tipejos. A dos idiotas que lo único que tenían de zombi era que apestaban y no podían caminar derecho. Se trataba de dos jóvenes ahogados de borrachos que tocaban con necedad, ignorando esas altas horas de la madrugada. Estaban empapados debido a la lluvia. Había caído una tormenta eléctrica con granizada incluida, y todo en una sola noche.

      —¿Qué chingados hacen aquí par de imberbes?

      Don Cuervo les abrió la puerta a gritos. Los jóvenes, haciendo gala de sus lenguas ebrias contestaron:

      —¿Qué pasó mi… hic, viejito?

      —Buenas nochecitas mi Don Julio… ah, no, ése es el otro…

      —¿Qué quieren, y qué hacen tan tarde y sin armas?

      —No se preocupe, Don Cuervo, si ya nos íbamos a echar, pero se nos… hic, se nos antojaron unos ricos guamúchiles antes de jetearnos. Denos unos, no sea culerillo.

      —Sí, nomás poquitos… algo para hacer pasojo en la panza.

      —Más bien para bajar avión, cabrones —recalcó el Don.

      —Ándele, usted sí sabe… no sea gacho, pues… unos cuantos guamúchiles… hic.

      Normalmente Don Cuervo los hubiera corrido a chingadazos, o incluso los hubiera metido a su casa, también a justificados chingadazos, debido al riesgo andante de todas las noches. Pero las ganas de cagar lo retorcían. Y antes de preguntarse cómo era que dos muchachos se atrevían a salir poniendo sus vidas en riesgo sólo por un par de tragos (lo normal en cualquier joven), les indicó el camino ya conocido al patio. Les pidió que tomarán un par de toallas para que se secaran, y sin darles sus merecidos porrazos se apresuró a poner su humanidad rendida sobre la hocicona de porcelana.

      Con la puerta abierta del baño realizaba su ardua labor. Se aseguraba de escuchar todo lo que pasaba en el patio; un oído puesto allá y otro en la lagunilla bajo la luna marrón en la que reposaba. Pero a pesar de las ganas, los retortijones y los intermitentes temblores, el agua de abajo no hacía splash, y su malestar ya no era simplemente escatológico, sino también por los jóvenes que acababa de recibir en su casa, despojándolo de sus amados guamúchiles que, al no estar cuidándolos, abría la posibilidad de dejar pelón el árbol.

      La casa comenzó a llenarse de ruido excesivo, cosas que se movían de lugar, zapatazos, paredes golpeadas por la falta de equilibrio de los invitados, murmullos, etc. La clásica orquesta de borrachos a media noche. Así que se paró dando ya por perdida su batalla con el baño; le sería imposible defecar con esa presión. Estaba subiéndose los pantalones del pijama cuando las ganas volvieron. Se sentó de nuevo y las ganas se esfumaron. Así una y otra vez subía y bajaba. El ruido de los jóvenes ebrios comenzó a subir de intensidad, y su molestia ya era mayor. Sabía que en cualquier momento la esposa se levantaría y, como toda mujer, al ser despertada con visita de borrachos a altas horas de la noche, se levantaría encabronadisima.

      Ya no le interesó que el topo no dejara la madriguera; necesitaba correr a esos dos que estaban aprovechándose de su hospitalidad. Justamente, cuando estaba por pararse, uno de ellos tuvo el descaro de aventurarse más de lo permitido, invadiendo la parte privada del hogar, a unos cuantos pasos del baño. Don Cuervo lo aguardó sentando en el escusado. Los pasos torpes y trompicados de borracho lo enervaron más todavía. Luego, el otro joven se unió y ya eran los dos que se atrevían a propasar su sacrosanto recinto. Él creyó que el abuso de confianza de parte de esos jóvenes era con el pretexto de despedirse, agradecer, o cualquier ocurrencia etílica. Los balbuceos estaban ya afuera del baño, y las dos figuras comenzaban a labrarse frente a los ojos del Don; el típico tambaleado del muchacho pedo, las rodillas dobladas, los pies arrastrados, las manos colgantes, la lentitud estúpida, el golpearse en la pared por la falta de luz, la ropa sucia y rasgada, la piel carcomida, el mal olor, trozos de carne dejados en el piso, sangre goteando de las manos, y los dientes salidos de un rostro diabólico. Esa descripción que su cerebro le dictó no era la de dos chicos ebrios, sino de zombis, pues eran ellos quienes merodeaban a las afueras del baño sin percatarse de Don Cuervo, agazapado en la oscuridad. Se limitó a observarlos, a salvo, en la penumbra del nido de cerámica. Ahí sentado, con los pantalones abajo y tratando de no cagarse, pues las ganas habían vuelto más despiadadas.

      Otro zombi, y otro, y otro, se formaron afuera del baño. Uno llevaba el brazo cercenado de uno de los jóvenes. Todavía con la cascara de guamúchil apretada entre los rígidos y pálidos dedos del recién muerto. Don Cuervo, que comenzó a sudar como en baño de vapor, se congeló. Recordó el juego de las estatuas de marfil que jugaba cuando niño y se quedó inmóvil. La puerta de su habitación estaba abierta, y su mujer dormía ignorando el peligro. Los zombis, cuyo instinto y naturaleza es famélica, decidieron enfocar su aletargado andar a la habitación donde la comida siempre está servida.

      Don Cuervo miraba la escena, envuelto en pánico. Sabía que no podía haber contado con mayor suerte en una tragedia; ya que él estaba siendo ignorado. Su cerebro comenzó a trabajar, y la única solución que le quedaba para salir vivo de ese precario escenario, era que en cuanto los zombis comenzaran a devorar a su vieja. Él tendría que levantarse, subirse el pantalón, y correr por unas armas para acabar con esos despojos andantes. La esposa sería la carnada. Y le parecía una excelente idea.

      Sentado, el sudor le brotaba por cada poro. Las manos le temblaban, al igual que las piernas que ya comenzaban a acalambrarse. Sus ojos fallaban, la vista se encaprichaba en fracasar. La forzaba en mirar entre las sombras, confiando en su sentido auditivo para que le avisara de las mordidas, del desmembramiento, de los gritos de la vieja por el festín que se anunciaba. Y justo ahí fue que cometió el segundo error de la noche.

      Su vena cacaria no resistió el estrés y de un pedo chillón, el tan anhelado splash, llegó por debajo de su peludo trasero.

      El

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