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hambrientos y sanguinarios, sobre ella.

      Don Cuervo agarró el encendedor que tenía en el bolsillo y un aromatizante. En segundos, una lengua de fuego nacía de la combinación de esos dos utensilios. Un zombi lanzó una mordida a la oreja, pero Don Cuervo le prendió fuego en la “maceta”. Luego lo pateó haciéndolo caer para incendiarle el cuerpo entero; el zombi empezó a tronar como castañuelas en fogata. Se retorcía y sollozaba a sus pies. Otro, con la mandíbula chueca y sin dientes ni labios, fue el siguiente en entrarle al quite. Don Cuervo volvió a arrojar la llamarada directo a la cabeza, luego una patada a la rodilla del amarillento muerto. Pero este no cayó; siguió caminando hacia su cena. Al tenerlo tan cerca, el fuego que quemaba la carne muerta, en cualquier momento lo haría también con la viva. Don Cuervo lo empujó del abdomen, hundiéndole la mano en la carne putrefacta, hasta que logró quitarlo de enfrente y golpear con los otros dos zombis. Éstos, al contacto con la carne del primero, comenzaron a arder también. Se asaron de pie un rato sólo para desplomarse. Y todo esto lo hacía en posición de cague. El olor de la carne, corrompida y quemada, mareaba.

      —“Me quería levantar, pero no podía, no por el zombi que se achicharraba a mis pies (el primero), o los otros, sino porque no dejaba de cagar. ¡De la chingada, mijo! Me dio chorrillo ahí mero. Me solté todo por el méndigo susto”.

      El fuego comenzaba a esparcirse. Y eso no era el único problema: un último zombi entró al baño, bien encabronado por el hambre.

      —“El hijo de la chingada se metió cuando yo ya estaba inclinado limpiándome la cola. Me madrugó por la espalda el desgraciado. Sentí sus manos en los hombros ¡Mira, mijo! me pongo chinito de sólo recordar esas… esas garras frías, ásperas, cochinas, puercas sobre mí. Volteé antes de que pudiera poner sus mandíbulas en mi espalda. Con los pantalones y calzones abajo, y el pedazo de rollo entre las nalgas, que parecía cola de zorrillo, forcejeé con el muerto, lo metí a empujones a la regadera, tirando la cortina, azotándolo en el mármol de la pared y estrellando su cráneo frágil y asqueroso. Vi parte de sus sesos caer como vomitada combinada con excremento en el suelo de la regadera. Era una cosa asquerosa, hijo. Todo quedó en la regadera, esparcido y embarrado. Me hice para atrás, tropecé con el zombi que se quemaba, mi pantalón y los calzones se me prendieron, y de inmediato sofoqué las llamas a bola de fuertes palmadas en la ropa, quedé nuevamente sentado en la taza y agarré el encendedor y el aromatizante, y quemé al desgraciado que estaba en la regadera”.

      El zombi se comenzó a deshacer en partes chamuscadas. Luego cayó despedazándose en el piso de la regadera.

      Yo quería vomitar mientras escuchaba la historia. Basquear todo el sillón de recordar que hacía poco yo había bebido agua del piso de la regadera. Había pegado mis labios y mi lengua ahí. Prácticamente la había besado y chupado. ¡Había lamido literalmente del piso donde un desgraciado zombi se había diluido a pedazos! Si vomitaba era como sacármelo, expulsarlo de mi organismo, pero no pude. Estaba por preguntarle la fecha exacta de los hechos cuando se anticipó a mi peor augurio: fue anoche. De ahí en adelante me sentí de la chingada. De repente estaba al borde de la muerte por el virus Z. Lo sentía ya en mi organismo. ¡Estaba infectado!

      Siempre creí que la peor infección que me podría dar era una diarrea en la escuela, o en el trabajo, pero esa tarde me di cuenta de que siempre hay algo peor.

      Pero sigamos con el relato: Don Cuervo se quitó los pantalones y los chones chamuscados, tomó su talega aguada que se campaneaba, y la cuidó de que no se le quemara. Abrió la regadera, agarró una cubeta de la ducha y comenzó a sosegar el incendió en las otras partes del baño. Con el palo del destapacaños atizó unos últimos cabronazos en la cabeza achicharrada de cada zombi. ¡Órale, putos!

      El baño quedó como el sanitario del diablo, ése donde se caga sobre los cuerpos de los pecadores.

      La vieja de Don Cuervo no se despertó hasta que salió el sol. Cuando lo hizo, lo sorprendió barriendo el cochinero, luego de lo cual comenzó a chingarlo todo el día. Él no alegó nada. Había burlado a la muerte, y su vieja le resultaba el menor de los males. Además, nunca le confesaría que había pasado por su cabeza la posibilidad de usarla como carnada zombi. Su mujer nunca sabría que había estado a un pedo de morir.

      Cuando terminó la historia, yo estaba sudando a mares. Y no todo era por el calor: la idea de convertirme en un muerto vivo me ardía. Traté de mil maneras de preguntarle cómo y con qué había limpiado la regadera, pero obtuve ninguna certeza. Así pasé a mi otra duda: tratar de descubrir cuánto tiempo se tardaba una persona en convertirse en zombi. No había manera de que Don Cuervo tuviera la respuesta; a los chavos ebrios se los comieron, sólo dejaron huesos, un pie lleno de hongos de uno, y los huevos peludos de otro. Despreocupado, me dijo que jamás se había hecho esa pregunta. Mientras, yo respiraba como en labor de parto al desconocer mi suerte.

      —¿Qué te sucede, hijo, te dio miedo mi relato? Pues no qué para eso estás aquí, cabrón. Además, los zombis no salen hasta ya noche y… —volteó a la ventana— todavía quedan unas horas de sol. No mames, no es para que pongas así de pálido. Aquí llevamos viviendo mucho tiempo así, y así seguiremos, ya que nadie tiene a donde ir. Aquí estábamos confinados. Yo lo estoy a mi gorda por venganza, la cabrona me corto mis plantas de huamúchiles, dejándome sola una, que porque dizque le estorbaban. Sólo estoy esperando el momento justo para vengarme. Ayer se me fue, pero ya vendrán otras oportunidades.

      —¡Qué romántico! Pero yo estoy bien, es sólo qué… —no quería, o no me atrevía a decirle el desmadre mental que sufría— es qué… —y dije la primera pendejada que me vino a la cabeza—…Astrid… una… una chava que conocí, me gusta y yo a ella no, y por eso estoy así —Mi voz se quebró por la mentira que saqué para cubrir mi verdadera ansia que resultó ser más verdadera de lo que creía. Después de que saqué esa joya de respuesta, pensé que hubiera sido mejor haber vomitado.

      —¿Y mi relato te hizo recordarla? ¿Qué, parece un cadáver la cabrona? ¿Y cómo sabes que a ella no le gustas, hijo? ¿Eres brujo o qué chingados? En mis tiempos no andábamos con mamadas de esas. Nos gustaba una mujer y nos valía madre si nosotros le gustábamos o no. Se tenía que aguantar, y aceptar cuando uno demostraba sus intenciones. Punto.

      —¿Y luego las golpeaban en la cabeza con un garrote y las arrastraban a su cueva?

      —Pues claro. Pero lo que no sabes es que ya en la cueva nos cortaban los huevos.

      Siempre es bueno aprender los viejos cortejos.

      —A ver, ¿por qué crees que no le gustas? –seguía de necio.

      —No, ya nada… Así déjele.

      —¡Dejarle, madres! —Golpeó con el puño la mesa de madera y tiró los vasos vacíos —Tú sacaste el tema, tú andas llorando por eso, y tú estás en mi casa, ahora hablas o te saco las palabras a chingadazos. No le tuve miedo a esos hijos de la chingada que me querían comer, por lo tanto, tú, para mí, me la pelas, y dos veces. ¡Así que escupe, recabrón! Ya te compartí algo, sigues tú.

      Por las buenas cualquiera habla.

      Lo vi directo a los ojos y noté que sí se había enojado en serio. Respiraba precipitado por la nariz, el pecho le rebotaba y las grandes manos estaban empuñadas. Sentí que los golpes llegarían si no compartía mi sentir. Mi cabeza lidiaba con la desgraciada sugestión de la muerte, y todavía tenía que desahogar con el viejo mi cuestión amorosa… Todo por pendejo. Pero al mal paso darle prisa, si le decía lo que quería escuchar, podría irme lo antes posible a lidiar con lo que ya incubaba en mis adentros. No tenía que perder tiempo. Comenzaba a temer que la solución a una mordida zombi fuera como cuando me mordió un perro con rabia. Quince inyecciones en el ombligo. Y eso me daba más miedo que el convertirme en un muerto viviente. Se siente de la chingada. Malditos traumas de la niñez. Agarré aire y comencé a sincerarme.

      —Astrid es su nombre, y es hermosa. De hecho, es la mujer más hermosa que jamás haya visto en toda mi vida.

      —¿Nunca has ido a un tugurio ebrio?

      —No.

      —Muy

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