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pues su buen acto venía de un interés monetario, ¡qué raro! Pero no me importó, en verdad necesitaba el vehículo. Acepté y pagué.

      La moto resultó ser una méndiga cosa culera de motocross. Sí, están diseñadas para terrenos hostiles, como el que se extendía enfrente, pero a esa cosa le fallaba todo. Tenía que ir con un envase de leche lleno de gasolina colgando a un lado, porque el tanque del combustible tenía una fuga y se le salía constantemente chorrito a chorrito. Parecía que iba caminando y meando para no hacer charco. Ir fumando, o pasar sobre una colilla encendida de cigarro me convertiría en GhostRider. Además, chirriaba como bicicleta de la infancia con un bote vacío de plástico aplanado en la llanta trasera. En lugar de nostalgia me daba miedo de estrellarme o se desbaratara la chingadera. También tenía las llantas parchadas y los frenos servían cada vez que le daba la gana. Me sentí estafado. Pero todo eso era mejor a pasar otra noche como la anterior. Aún sentía las encías babeantes de la señora Garza envolviéndome en la entrepierna como una sanguijuela. Trataba de no pensar mucho en eso para que no se me dificultara conducir la moto.

      Los borrachos que había escuchado antes de partir al pueblo, decían que en el parque Aromero habitaban unos tales niños perdidos. Nadie los había visto en años, pero decían que eran criaturitas igual de temibles que los zombis. Niños huérfanos que ahí vagaban, y a quienes los zombis no se los comían. ¿Por qué? Sepa la bola.

      No necesitaba más para despertar mi interés y seguir al menos un rastro. Entré al parque Aromero en moto, crucé senderos de pasto, abriendo bien los ojos a cualquier movimiento. Fui a donde estaban los patos, ya que escuché que los niños perdidos les gustaban esos animales emplumados, pero únicamente vi a los patos chapoteando. Bajaba las pequeñas colinas enraizadas sin frenar. Me sentía como un guerrero del camino totalmente invencible, hasta que la estúpida llanta delantera quedó atascada en una gruesa raíz, y salí proyectado hacía adelante. Aterricé de espalda en una superficie de tierra que creó una nube de polvo. Quedé inmóvil y sin aire por el chingadazo. Si alguien me hubiera visto se hubiera meado de la risa. Como los patos que sí se quemaron todo el show; escuchaba sus graznidos a carcajada suelta. Culeros. Se la han de haber curado pensando: “pinche humano, mírenlo, todo pendejo”.

      Después del madrazo decidí que lo mejor era continuar a pie. Esa pinche moto me quería matar, o más bien, la cabrona que me la rentó. Era una trampa.

      Procedí a adentrarme entre matorrales, lodo, y campos de tierra, sin ningún árbol a la vista, esto provocaba que la tierra ardiera a mis pies y se levantara a morderme la piel. Más adelante crucé zanjas con agua verdosa, que salté sobre ellas para no tener que sumergirme. Fui de aquí y allá, peinando todo sin éxito alguno, y después de seis horas de caminar neciamente y no encontrar nada fuera de lo común, tiré la toalla. Fue mi primera derrota. Defraudado y sintiendo que había desperdiciado un día completo, regresé al hotel humillado y adolorido. Pronto iba a oscurecer y las nubes comenzaban a relampaguear. La tormenta pronto caería. Yo no quería estar a mitad de la noche en esa tierra de zombis.

      iii

      ¿Les ha pasado que han tenido un día del asco y se sienten de lo más bajo como ser humano? ¿Ahí donde ya ni energía de morir tienes, y no deseas ver, ni convivir con nadie? Pues esa noche me sentía hermosamente de esa manera. Y lo malo de hospedarme en un cuarto que estaba en medio de dos bares era que, por desgracia, tenía que pasar por un oasis de alcohol –y por supuesto de alcohólicos– para llegar a mi placentera y dura cama. O sea, tenía que hacer contacto con la humanidad cuando quería desaparecer. Y mi cama en realidad no era cama; se trataba de dos colchones madreados, uno arriba de otro, desgarrados y con el relleno saliéndose. Pero durante mi estancia, esa cama era como el lecho de un Zar. Molido hasta los huesos, hasta una alfombra apestosa es un agasajo donde sólo te dejas hundir.

      Arrastraba la mochila y olía peor que a perro muerto. Me dolía todo el cuerpo por la caída. El cabello lo tenía cenizo y las manos se revestían de unos despampanantes guantes de tierra. Sin mencionar el infernal fuego dentro de las botas: los dedos gritaban en fétida piedad de ser liberados. Lo único que quería era despojarme de la ropa y meterme entre las cobijas, sin bañarme, que las liendres en mi cuerpo y en el cabello seboso se siguieran reproduciendo por al menos ocho horas más. Que siga la fiesta para ellas. Anhelaba con todo desplomarme en los colchones. Sentía, siempre, que esa acción era el perfecto bálsamo cuando en el día todo me había salido mal, o había recibido un buen putazo. Pero tristemente mi plan, mi apestosa siesta, tenía que ser pospuesta por ella. Sí, hay una ella en esta historia. Una maldita ella. La chica más hermosa e insultantemente atractiva que nunca había visto en toda mi triste vida. Se trataba de la hija de la dueña, quien estaba de cantinera aquella noche. No era una modelo de revista con cuerpo esquelético y cara de hueso, no. Tenía unos hermosos brazos marcados que me encantaban, cintura definida y, además, unas hermosas, largas y torneadas piernas que me volvían loco, y cuando sonreía, ¡Dios ten piedad! La sonrisa más hermosa del mundo; al elevar sus labios y formarla, se alzaban unos curiosos cachatetitos, y unos hoyuelos se le hundían en las comisuras de los labios. ¡Hermosa sonrisa! ¡Y hermosa mujer que la poseía! Son los pequeños detalles en la fisonomía de una persona que la hacen única y la resaltan de entre todas las demás. A veces, los portadores de esos detalles, los aborrecen, pero a los ojos de los enamorados es lo que nos engancha más. Puede ser un lunar, unas pecas, hasta una cicatriz. En ella eran esos hoyuelos al sonreír. Eran como el pozo de los deseos, y mi deseo era besar esos labios. Su cabello era castaño como un buen whisky de malta. A las puntas de su cabello, vislumbré un collar: un “atrapasueños” con tres plumas que colgaban de la figura circular, no más extensa que el diámetro de una moneda.

      Ella era como eso que no estás buscando y, de pronto, de la nada, llega, te tienta, y te atrapa. Y eso pudo haber estado oculto en un libro, en una canción, o un poema, pero para mí, ese algo se encontraba esperándome en un bar. Vive en tentación y encontrarás satisfacción. Y esa hermosa satisfacción fue la que se interpuso en mi mugroso plan de dormir. Les cuento cómo:

      Para subir a mi cuarto tenía que cruzar por completo el bar, de esquina a esquina, hasta llegar a las escaleras al lado de la barra. Una vez arriba, había dos puertas: la de metal oxidada era la mía; la de madera le pertenecía al otro bar, el cual tenía colgado un letrero en rojo neón: Si ya llegaste aquí, sube, pinche güevón.

      Pero volvamos a la hermosa chica, ésa con la que cupido, volando en estado de ebriedad, me había flechado: en cuanto ingresé, ella, que estaba leyendo un libro gordo, bajó el empaginado y fijó sus intimidantes ojos en mi figura. Me observaba como una cazadora que había sido perturbada en su estado de más alta concentración. Yo hice lo que todo hombre cansado, demacrado, y apestoso hubiera hecho en mi lugar: responder a esos seductores ojos y caminar directo a ella. Hay miradas que te dictan órdenes, y no todas las noches te enamoras de una de ellas. Además, son acciones que, de no caer en ellos, te chingarán toda la noche sin poder dormir. Al siguiente día estarás sin pensar en otra cosa y terminarás enloqueciendo.

      —¿Qué te sirvo? —me dijo en cuanto me senté en el banco de la barra.

      —A ti, hermosa —respondí.

      No, no se crean, no soy tan estúpido, no le dije eso. Lo que en realidad le dije fue:

      —¿Tienes cerveza?

      —No, pura droga. De toda clase —me contestó acercándose, susurrándome como si fuera un secreto, cubriéndose la boca con la mano—. La publicidad de cerveza que está a tu alrededor es una distracción, una fachada, amigo. No eres policía, ¿verdad?

      —Sabes, no hay necesidad del sarcasmo.

      —Es difícil de evitarlo cuando se ponen de modo.

      En eso me mostró su más letal arma (de nuevo): su sonrisa. Una sonrisa cautivadora que me estremecía en el acto, pero a la vez me sosegaba todo el malestar que cargaba. Encogía los ojos debajo de sus cachetitos elevados. Ese tipo de sonrisa querías, podías y debías de admirar durante toda una vida sin parpadear y te quedarías corto de tiempo. Si vendieran su sonrisa como embriagante, sería un alcohólico sin remedio. El cabrón amor de por sí ya duele cuando sucede. Déjenme decirles que el pinche amor a primera

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