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      Sonreí y ella me devolvió la sonrisa (otra daga). Dos personas que se sonríen sin motivo alguno son como dos bocas que se besan en secreto, despistando a todo el mundo.

      En verdad estaba alucinando. Po´s que esperaban de un tonto enamorado. Me tenía idiota por ella, y no estaba seguro si quería que me tuviera como pendejo. Así es el amor.

      iv

      Al siguiente día, después de una buena noche de sueño, y listo para continuar con las entrevistas, el cacharro de moto que me había rentado la mamá de Astrid, no quiso encender. Intenté una y otra vez y sólo sacaba tierra del escape y tiritaba como un perro flaco y mojado, para desplomarse. Casi podía escucharla chillar. Lo que sí escuchaba era al latoso perro que, aunque se ahorcaba con la soga, no paraba de ladrarme. Con la moto ya muerta, no tuve de otra que caminar por el sendero de terracería. Para hacer mi viacrucis todavía más tormentoso, el aire soplaba en contra. La tierra se levantaba, y aun con los lentes oscuros era imposible ver.

      Pude llegar al pueblo, acompañado de aquel ciclón de tierra. No pude ver ni un alma alrededor. Todos se refugiaban del terregal, haciendo imposible entrevistar a alguien. Yo tenía la certeza que iba a ser otro día tirado a la pinche basura.

      Eso de querer ser escritor se trataba de tener todo en contra. Estaba muy sudado. Llegué hecho una sopa, de esas que tienen nata y están rodeadas de moscas. Apestaba a lo cabrón. No me atrevía a levantar el brazo por el tufo que soltaría y del asco que me daría a mí mismo. Una mala decisión me estaba cobrando factura: no haber llevado agua. Recuerdo que estaba tirando madres al aire. Encabronado por lo estúpido que era. Y cuando uno está molesto le llegan otras cosas que no tienen nada que ver con el problema en cuestión, pero que ayudan de la manera más amable y servicial a provocar más disgusto y amargura. O sea: uno se encabronaba más a lo pendejo.

      Pensaba en Astrid. Ella me hurgaba con insistencia en el cráneo y en el corazón. Me envenenaba la mente pensarla. Además, esa mañana la había escuchado hablar por teléfono con su novio. Descubrí que no había sido sólo una defensa en contra del gandul.

      “Yo también te extraño”. Fueron sus palabras cuando yo estaba a punto de decirle buenos días. Al escucharlas, fue como si una hoja afilada se metiera en mi garganta y me impidiera hablar. Sentí en mi pecho como cuando a Bart Simpson le arrancan el corazón.

      —¡Me voy a la chingada! —grité al caliente cielo.

      Di la media vuelta y le restregué la espalda a mi proyecto de letras. Otro error: dejé que lo personal se interpusiera en lo profesional.

      —¡Si vas para la chingada, llévate a la gorda que tengo por esposa!

      El grito venía del otro lado de la calle: un señor con overol, barba crecida y su pelona brillando a sol. De sólo ver su calva me daba más calor. Se estaba asando de la azotea.

      —¿Qué? —Le respondí con molestia en la voz.

      —¡Qué antes que te vayas a la chingada te lleves a la fofa de mi vieja! Espero que no me la regreses por culera. Porque de chingadas a chingadas, mi vieja ya está bien chingada.

      Sonreí. Era la primera sonrisa que tenía en el día. Por tal motivo no dudé en ir hacia él. Fue como un imán. La risa me magnetizó hacia el calvo.

      —No tengo auto ni burro, y ni modo que la cargue —le dije mientras me paraba junto al viejo, que usaba una mano como visera para cubrirse de la tierra y el sol.

      —Si quieres de las greñas, como cavernícola, pero sácamela de la casa.

      Los dos nos reímos.

      —¿Qué hacías ahí parado como nopal bajo al sol? ¿Quieres que te dé un derrame cerebral?

      —No, venía a…bueno, se supone que estoy trabajando.

      —¿Trabajando ahí paradote? Dime, hijo, ¿qué clase de trabajo tan estúpido es ese? —se me acercó, como si al tenerme al lado y mirarme con claridad pudiera adivinar mis verdaderas intenciones.

      —Soy… —me detuve por un instante, en verdad no supe como presentarme. Dudé con la mano a medio viaje para expresarle mi profesión y hacer la introducción de mi persona. Decidí no mentir, ya basta de mentiras, y de mentirme a mí mismo—. Soy escritor… creo —lo solté al fin. Tal cual como si hubiera expulsado un demonio de la boca. No me agradó nada decirlo sin serlo. Pero ya qué, para allá iba. Le dije la razón de estar en el pueblo y cuál era mi proyecto en realidad, ya no la absurda mentira que le había dicho a la anciana. Él, naturalmente, como todos a quienes les decía que quería ser escritor, se carcajeó. Enseñó su dentadura cariada e incompleta. La risa era carraspeada, como si a su garganta le faltara una buena afinada. Y su burla, de hecho, no me hizo sentir mal. Me brindó confianza, pues el trabajo del escritor se codea con el del payaso. Al verlos a ambos no sabes si reír o llorar.

      Caminamos a su casa rodeando el parque Aromero. Don Cuervo –tal era el nombre del viejo– escuchó sobre mi tarea en su tierra. Después de mearse de la risa me dijo: “Esa madre que me acabas de decir, confesar tu propósito aquí, a nadie se le hubiera ocurrido como mentira. Nadie dice ser escritor sin serlo, nadie es tan burro”.

      Me dijo que me ayudaría gustoso, pues también había sido víctima de los zombis. Todo el camino me presumió su querida planta que tenía en el jardín trasero, me la describía con tal empeño que entendí que la amaba más que a su mujer. Me dijo: “Mi planta de Guamúchil me da paz; y mi vieja me la dará hasta que se muera la cabrona”.

      Llegamos a su casa. Debo ser honesto: esperaba una choza humilde a medio construir, con ladrillos salidos y la puerta de metal oxidado. Pero recibí una bofetada en contra de ese mal concepto. Su casa era hermosa y la mejor que había visto en el pueblo. Impecable, todos los muebles eran de madera. Deduje que habían sido hechos por él mismo, juzgando por sus callosas manos que jamás había visto.

      —Antes de empezar ve y dúchate —me dijo en tono autoritario.

      —¿Apoco estoy tan apestoso?

      —Pero un chingo, hijo, y además deseo que estés en mi hogar tan cómodo que tus nalgas y tu mente lloren al recordarlo. ¡Así que ve! Dúchate. El baño está al final del pasillo, en seguida te llevo una toalla.

      No supe si me albureaba, pero me fui directo al baño. Me quité la ropa y la sacudí dándole golpes para que todo el terregal cayera en el escusado. Sacudí playera, pantalón, calzones, botas y la mochila. Paulatinamente el agua fue tornándose negra. Luego de cinco remojones pude ver mi reflejo en el espejo que estaba sobre el lavabo. Meditaba en dónde me encontraba y dónde habría podido estar si hubiera regresado. El fracaso, a diferencia de la conquista, es siempre fácil y cómodo. Me sentía satisfecho por la excelente decisión de seguir adelante a pesar de mi sismo mental. Si no se sufre, tampoco va a venir el gozo.

      El baño me cayó de poca madre. La regadera era tan extensa que hasta me acosté en el mármol de la bañera, dejando que las gotas de agua me brincaran y me bailaran sobre la espalda. Desde mi salida no había bebido ni una gota de agua. Y ya tumbado ahí, y con el agua encharcada bajo el cachete, dejó de importarme que el mármol estuviera sucio. Entonces no pude evitar sacar la lengua y lamer el piso. Succioné el agua y bebí pegando los labios por bastante tiempo. Perecía que besaba el piso. Estaba anestesiado, y si Don Cuervo no me hubiera gritado que el agua no era gratis, me hubiera quedado dormido ahí mismo.

      Salí de la regadera, y en mi lapsus acuífero no escuché que Don Cuervo había entrado, dejándome en el lavabo una toalla, un puro, cerillos, y un coñac.

      Nos sentamos en el sillón de la sala. Pusimos los vasos sobre la mesa de centro, junto a un cenicero de huesos ¿Habría sido hecho de hueso de zombi? Nunca lo supe y no quise preguntar. Estábamos descalzos y fumando.

      —¿Quieres? —me ofreció lo que comía.

      —¿Qué es?

      —Pithecellobium dulce.

      —¿Qué?

      —Guamúchil,

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