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de su amada planta en una cajita de cerillos de madera para tener por fin su propia producción y no andar pidiendo favores.

      La noche era perfecta, más de lo que la señora Garza la había planeado. Y después de la cena, era hora del impetuoso postre. Pero lamentablemente alguien más fue invitado, y con mucha hambre. De manera inmediata llegaron los habitantes errantes atraídos por el olor a marihuana quemada. Y no los culpo. El olor a marihuana quemada es casi como inhalar un estupefaciente. Fumes o no, disfrutas el olor. Los pachecos hacen un servicio a la comunidad, y de agradecimiento reciben luces rojas y azules que enamoradas van tras ellos.

      Justo cuando Felipe había prendido el gallo, con la sonrisa arrugada y enamorada de su esposa, las ventanas comenzaron a agitarse y a recibir constantes golpeteos agresivos. Los ancianos sabían quienes intentaban entrar: eran ellos, los muertos vivientes que se levantaban de las fosas. Esa noche iban por ellos. Con sus golpeteos ansiosos en las ventanas y su respiración jadeante, clara muestra de su impedimento al habla. Los perros les ladraban enloquecidos.

      —¡Viejo, deberíamos abrir la puerta y soltarles a los perros! —Gritó encrespada la señora Garza.

      —¡¿Estás taruga, mujer?! ¡Son los zombis! ¡Si muerden, o los muerden esos cadáveres andantes, los perros se volverán como ellos!

      —Si los muerden a ellos sí, pero que ellos los muerdan no, y si es así, ¿cómo lo sabes?!

      —Es lógica, ¡que terca eres! Iré por la escopeta.

      Los visitantes hambrientos ya habían logrado quebrar el vidrio de la ventana de la sala, y abrirse paso por las cortinas. Los perros ladraban con más intensidad, sus gruñidos se intensificaban a niveles de enfebrecida furia. El cadáver de piel desquebrajada y fétida asomó la cabeza por la ventana. Extendió los brazos achacosos para tomar lo primero que tenía a la mano, mientras otros brazos ya se introducían, haciendo la abertura del vidrio roto más grande.

      —¡Viejo, viejo! ¿ya encontraste la escopeta? —gritó la señora Garza.

      —¡No! — vociferó Felipe desde la habitación principal.

      —Pues un bribón de estos ya metió su carota, y huele pa´ su chingada madre… ¡No! Ya me están ensuciando el sillón de puro lodo, ¡córrele! ¿Pues qué tanto haces?

      La señora Garza fue a la cocina por un cuchillo, el más grande que tenía, encolerizada por ver los amados sillones, que le había regalado su mamá décadas atrás, sufriendo los estragos de la violación a la vivienda. Los sillones se llenaban de tierra, lodo, hojas de árboles, pedazos de carne y baba de zombi. Cuando salió de la cocina vio horrorizada que el muerto agarraba el gallo humeante de la mesa de centro. El desgraciado estaba colgando de la ventana, apretujado por los brazos de los otros zombis que no lo dejaban entrar. Las manos de los que estaban atrás se movían con desesperación queriendo palpar algo, lo que fuese, algo vivo que pudieran comer. Se sacudían como arañas recién fumigadas. El muerto que había robado el gallo sólo tenía un brazo. Le colgaba la mandíbula dejando caer una especié de baba. Tenía un solo ojo; el otro ya estaba embarrado en el sillón, simulando un caracol podrido. Con lenta, pero determinaba actitud, se llevó el gallo a la boca y le dio una fumada profunda. La aspiración lo hizo toser, raquítico, escupiendo una sangre renegrida que también salía por los orificios de la garganta. Era buena yerba, y ese zombi lo sabía.

      —¡Hijo de toda su madre! ¡Ya agarraron el cigarro… viejo!

      —¡Eso sí que no! —Gritó encabronado Felipe desde la otra habitación, todavía buscando el arma.

      El perro, avalentonado por el enojo de su amo, se arrojó al zombi con el grito de pánico de la señora por temer lo peor. Ella dice, y jura, que antes de que el perro brincara de la mesa a la cara del zombi marihuano, dedicó unos ojitos románticos, de guerrero al cabalgar hacia el peligro, a su queridísima perra.

      El muerto dejó el cigarro y con su única mano atrapó al perrito, estrujándolo y zangoloteándolo para morderlo en la barriga, Boris chilló al igual que Greta, pero la señora Garza alcanzó a detenerla, porque ya iba la perra a ayudar a su amado peludo en tan agonizante situación. Felipe, al escuchar a su fiel amigo sufrir, salió con escopeta en mano y no vaciló en disparar, reventándole la cabeza al zombi. Una lluvia de pedazos de cerebro, carne podrida, una larga lengua, dientes amarillos y rotos, y sangre negra se esparció por toda la sala. Felipe fue arrojado al piso.

      —¡Mi cola! —Gritó al caer.

      El cuerpo del perrito cayó sobre la mesa sin vida y sin barriga.

      —¡Me las van a pagar, los voy a matar…! —Felipe se puso de pie, sobándose el pecho, la cabeza y la cola. Esta vez se plantó bien al piso y volvió a disparar haciendo volar en pedazos a los otros muertos vivientes que querían entrar a toda costa por la ventana.

      —¡Los voy a matar a todos! —Corrió enfurecido hasta la puerta. Con la escopeta cargada y lista, tiró un chingo de vigas, ladeándose de lado a lado, como pingüino viejo con los pantalones cayendo; con la otra mano los retuvo.

      —¿A dónde vas? ¡No nos vas a dejar solas!

      La perrita lloraba desconsolada alzando el hocico al aire por el deceso de su amado peludo.

      —Ahorita vuelvo, no estén chingando. ¡Los voy a matar!

      —¡Pero si ya están muertos, tarugo!

      —¡Sácate, que ya sabes a qué me refiero! Mataron a mi Boris. Nadie mata a mi amigo y se escapa lentamente.

      —¡Que no salgas! ¡Ah, cómo eres testarudo! ¡Regresa! —Histérica, la vieja le rogaba su permanencia, pero él no cedió.

      Al salir el marido, la señora Garza, con pulcritud y asco, se asomó por la ventana. Vio a los zombis regresar de donde habían llegado, y vio a su esposo detrás de ellos. Los zombis y Felipe caminaban al mismo kilometraje. Era una persecución a muerte en cámara lenta, sin tregua ni cuartel. En otra ocasión se hubiera reído al ver un viejo de casi ochenta años, en chanclas, pantalones a media nalga, con los calzones de fuera, encorvado y con la escopeta que apenas podía cargar, gritando un chingo de madres, mientras que los muertos volvían a la áspera niebla de donde salían, unos arrastrando un pie, otros cayéndose a pedazos, y otros al igual que su marido, encorvados, a pasos dolientes, y con el culo de fuera. Todos, poco a poco, se fueron adentrando a la densa niebla entre las ramas.

      Y esa fue la última vez que la señora Garza vio a su marido.

      Al terminar el relato volteé hacia la ventana y pensé en el perro:

      —¿Qué pasó con Boris? —pregunté.

      La señora Garza le dio un trago al pulque, se limpió los labios y volteó con Greta, que había puesto un melancólico semblante y agazapaba la cabeza entre las patas.

      —Lo quemamos en el patio, luego metimos lo que quedó en una bolsa negra y lo enterramos en el parque, a donde le gustaba ir con Felipe en el día. Ya no pudimos poner sus cenizas en la iglesia porque fue quemada por los zombis. Méndigos me resultaron vándalos esos cabrones.

      No pude evitar sentir tristeza por ambas viejitas. Pero ahora estaba más interesado en saber sobre esos zombis quema iglesias. Le expresé mi pésame.

      —Gracias, mijito. Si no le supiera a la escopeta, hace tiempo que ya me hubiera reunido con mi Felipe. Estas tierras son nuestras, llegamos aquí primero que esos muertos andantes, y no nos van a echar así de fácil. Se debe de proteger lo que es suyo, sin importar quién sea el bribón. Bonita me viera abandonando mi hogar. ¿Qué pensaría mi madre? Pero esa será una historia para otra noche —suspiró profundo. —Pues así sucedió. Bueno, ya es tarde, casi media noche, será mejor que te saque las cobijas para que duermas…

      —No, señora, muchas gracias —la interrumpí— debo irme, no se moleste. Me estoy quedando en un cuarto que está…

      —¿Qué no pusiste atención? Esos muertos vivientes están al acecho cada noche, todas las noches, ¿y tú quieres salir? ¡Pues no! No me perdonaría provocar

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