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pesar de que yo olía mal, a ella parecía no importarle. Me imaginé a cuánto cabrón apestoso habría atendido a través de los años.

      —Dame una cerveza, por favor… clara —al fin pude hablar después de admirarla.

      —Te daré una oscura, la clara sólo se vende en el día —replicó sin siquiera molestarme, pues encontré lógica a su aclaración. Resulta que la cerveza clara, con el calor del sol, hace una armoniosa combinación, casi poética, con el alma. Y eso es algo que el buen beber demanda. La oscura, en cambio, es la exacta combinación a la noche, un reflejo del ambiente nocturno, un verso etílico.

      ***

      Destapó la cerveza Chango, atrapó la corcholata en el aire, puso la botella enfrente de mí, y, antes de darle el primer sorbo, la rockola comenzó a sonar una serenata: Manifold de Amour de Latin playboys. Ella me miró de reojo, y al compás de la música se movió de aquí para allá, meneando sus hombros descubiertos. Era como si se dejara atrapar por una marea inexistente, como una sirena que se limita a mostrar el torso, mientras el mar le cubre el resto. Una sirena que guarda un temible misterio mientras danza en el ebrio vaivén de un océano etílico.

      ¡Era una sirena de quien me había enamorado! ¡Chingado! Si así la veía sin estar alcoholizado, ¡cómo la hubiera visto ahogado de borracho en ese mar en donde danzaba! Definitivamente estaba enganchado, enamorado pendejamente, que es la única manera que hay de enamorarse.

      Encantado por su belleza trigueña, me había quedado sin habla. Enmudecido, también, por mi déficit de inteligencia, pues no había palabra que se me ocurriera. Además, nunca fui bueno para charlar con una mujer, y menos con una tan guapa. Ella esperó a que yo dijera algo, pues sólo la miraba como idiota. Fue una tortura lo que duró ese instante. Al ver que yo no despedía palabra alguna, desganada, retomó su libro. Quitó el separador y se dispuso en encontrar la línea en donde había anclado la lectura.

      “¡Di algo, infeliz!”

      Me suplicaba una voz interna al borde de las lágrimas. Pero no se me ocurría ni madres. Era como volver a la primaria y estar con la niña que te gusta, congelado de miedo. Y luego llega el popular pendejete, le habla y te la baja con tres verbos y cuatro errores ortográficos. Ya en casa te odiarás para la toda la eternidad. Afortunadamente crecerás, aunque por dentro sigas siendo un niño pendejo.

      La admiraba al mero estilo del cobarde: viéndola de reojo cada vez que ella no se diera cuenta. Hasta que, de golpe, levantó la mirada, exactamente como cuando yo entré: los mismos ojos, la misma belleza en sus pupilas, la misma seducción y hacia la misma dirección. Su movimiento gatuno hizo que yo girara y mirara al mismo punto. Me desilusionó ver que tenía la misma expresión que me había hecho sentir absurdamente único. Era parte de su trabajo mirar así a todo aquel que ingresara, y yo comprobaba que seguía siendo aquél crío pendejito de la primaria.

      ***

      El hombre que había entrado era también un forastero. A diferencia de mi condición de forastero de planta, él sí iba de paso. Después de ser abordado por la mirada seductora de aquella sirena, él se avecinó a ella. Se despojó de la chamarra descubriendo sus enormes y marcados brazos tatuados, se sentó en un banco, y la miró fijamente.

      —¿Qué te sirvo? —ella lo abordó con su bella sonrisa.

      —A ti, hermosa —respondió él con seguridad galante.

      Ella lo miró sin parpadear. De una manera sutil le respondió:

      —No molestes, ¿quieres? Tengo trabajo que hacer. Si vas a beber, pide, si no…

      —Ya pedí —el gandul la interrumpió con su mejor sonrisa de un sólo lado, una sonrisa forzada que le hacía inclinar la cabeza. Era una pose forzada, pero la tenía bien ensayadita—. Yo únicamente abrí las puertas para conocer los interiores de este lugar en medio de la nada, pero tú, jovencita, con esa mirada pícara, hiciste que me pasara. Ya veremos qué más se abre en el trascurso de la noche.

      Ella se acercó al gandul para recitarle al oído:

      —Ésa, es mi mirada de: No me molestes, idiota, tengo novio.

      ¡En la madre! Quería hacerme pequeñito, pequeñito, y desaparecer sobre el banco.

      —¿Tienes novio? No problema, no soy celoso. Además, no he pensado en boda —se carcajeó el haragán—. Dame una cerveza, pues. Veremos qué depara la noche.

      —¡Genial! —dijo ella—. Estás de suerte: resulta que soy psíquica y veo tu futuro.

      —Ah, ¿sí? ¿Y apareces tú ahí?

      —Oh, cielo. No. Pero aparece él —señalo su dedo índice hacia mí. Yo me quedé petrificado, pelando los ojos atemorizado.

      —¿Y éste baboso quién es? ¿Tu novio?

      Antes de que se me ocurriera una respuesta de macho alfa, ella respondió:

      —No él. ¡Él! —y miró por sobre mi hombro a una persona detrás mío. Los tres miramos al mismo sitio, sincronizados.

      Aquél a quien se refería estaba sentado en un banco cercano al muro. Tenía a su lado una pequeña mesa redonda. Y sobre ella una bebida y una botana. Era una bestia enorme el tipo; sus antebrazos eran casi mi torso, y eran el triple de los brazos del galante gandul. Su barba, negra y abundante, lo hacía parecer el capitán de un barco. Lo escuchamos gruñir mientras masticaba unos ricos cacahuates enchilados.

      —Él —continuó ella— es el saca borrachos, pero en tu caso será el saca pendejos. Hasta ahorita sólo has sido un idiota, ¿quieres ser un pendejo?

      El galán fijó la mirada en el barbón. Temeroso tragó saliva y miró de nuevo a la hermosa chica, a quien ya no podía ver como presa, sino como verdugo. Se creó un ríspido silencio.

      —Lárgate —la dama rompió la eventual calma. Como el lobo que sopla y derrumba una casita echa de palito.

      El hombre, sin pensarlo dos veces tomó su chamarra y emprendió la huida. Ella sonrió con disimulo de gozo al verlo partir.

      —¡Odio cuando esto pasa! —me dijo embuchando el mal trago. Luego se sirvió un buen trago para compensar la balanza: llenó un tarro de cerveza oscura y lo bebió de un jalón. Era una hermosa cantinera nata.

      —¿Te pago? —dije.

      —¿Ya te vas? —Respondió como si mi partida le afectara.

      —Estoy exhausto. No fue un buen día, me caí de la moto y me puse un buen putazo, además me duelen las nalgas de estar aquí sentado —idiota por qué dije eso.

      —Pues sóbatelas aquí parado.

      —No —sonreí—. Me beberé esta chela arriba. Mañana te bajo el envase. ¿Está bien?

      —¿Seguro? No tienes que irte a dormir todavía, hazme compañía —expresaba un claro interés en mi persona, pero no estaba seguro si en verdad era por mí o por no querer estar sola.

      —Prefiero ir a la cama, estoy cansado —Y bien que podía ser eso: estaba agotado de que mi corazón se enamorara de las personas equivocadas. Le gustaba la mala vida al eterno y menso enamorado. Esa noche me había enamorado instantáneamente, y al mismo tiempo me habían roto el corazón. Eso exigía que me alejara de su presencia para derrumbarme en privado; así es el amor: a veces te toca con los labios más besables del mundo, y otras nomás con los colmillos.

      —Llevas aquí dos días y no sé tu nombre —dijo ella— ¡Vaya! Ni siquiera nos hemos presentado—se limpió la mano con el trapo de la barra y me extendió su fascinante mano de chica trabajadora—. Mi nombre es Astrid.

      —Mucho gusto, mi nombre es…

      —Espera, ¿no quieres otra cerveza? Esa te la acabarás mientras subes las escaleras. Llévate una para que amarres bien el sueño. Cortesía de la casa.

      Abrió el refrigerador, sacó otra Elodia y la puso en la barra.

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