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al cuarto principal y salió con cobijas. Eran grandes y rojas. Las abrazaba con fervor, oliéndolas como si fuera un ramo de rosas frescas.

      —Estas cobijas eran con las que íbamos a dormir esa noche Felipe y yo… de sólo tenerlas en mis brazos me inquieta la cabeza por lo que esa noche íbamos hacer. Tenga, joven.

      Las tomé, me arrodillé, y con delicadeza las extendí. Preparaba mi campamento. Mientras, atrás de mí, la señora Garza me observaba, sentía su mirada en la espalda. Sentí como si un ave de rapiña, jodida por la edad, me mirara desde una pendiente.

      —Gracias por venir a hacer esta labor —dijo con voz dulce de abuelita—. La gente de aquí también merecemos ser escuchados y, sobre todo, atendidos. Estamos muy olvidados de todo contacto humano exterior.

      —De nada, es un placer. —Y eso último lo dije en tono bajo para no ofenderla por su perdida, o para dirigir la conversación al punto a donde ella la iba encausando.

      —No, en verdad, estoy muy agradecida, mijito.

      Sus palabras eran dulces y suaves que hasta podía saborear el rancio caramelo escurrir.

      —También las ancianas nos conmovemos, y, sobre todo sabemos de placeres.

      Ahí fue donde valí madre.

      Se quitó la dentadura para ponerla dentro del vaso con pulque, dejándola nadar en un mar de borrachera.

      —Dime, jovenchito —habló con voz tenue y desdentada mientras ponía su mano en mi espalada— ¿Chabes de las ventajas de las chimuelas?

      No sabía si contestar o no. No existía respuesta acertada o errónea. Mi corazón lloraba, mis entrañas se revolvían, y mi entrepierna comenzaba a meditar en el suicidio.

      Afuera, escuchaba los grillitos tocar sus violines, e imaginaba a las luciérnagas dando los reflectores necesarios para el concierto nocturno, a su vez, cercados por esa fabulosa orquesta, la mano del vejestorio, arrugada, áspera, pecosa, con venas calcadas, como gusanos enclenques pegados a la piel demacrada. Tal cual un cadáver, me subía por la espalda encorvada hasta introducirse entre los cabellos y palparme el cráneo como fruta nueva. Era como si una araña flaca me trepara. Y afuera, las ranas croaban recitando poesía ebria, parecía que fornicaban entre ellas, y esa lascivia la escupían hasta la sala. Lascivia bien interpretada por la vieja. Se me enchinaba la piel, sentía que me jalaba desde ultratumba para devorar una parte de mí. Y lo hizo.

      Imaginaba esa escena como cuando una princesa besa al sapo esperando que crezca. Sólo que no iba a haber príncipe. Y en ausencia de uno, debía de pararme el cuello. Tengo que admitir que hay que darle puntos. Siendo sincero, esa anciana sabía muy bien lo que hacía, ¡oh sí! Más sabe la diabla por vieja que por diabla. No es malo admitir que lo disfruté. Y mucho. No me enorgullezco, pero no me arrepiento para nada. Pruébenlo una vez. Y un saludo para los que ya lo han hecho.

      Ya vaciado. Pasé la noche sin dormir y con miedo a que los zombis se hicieran presentes en cualquier momento, pero no fue así. También di gracias de que no hubo tormenta eléctrica esa noche. Por una extraña razón me daban miedo esas culebras eléctricas descendiendo del cielo, cuando no estaba en mi hogar. No me sentía protegido en casa ajena.

      A la mañana siguiente desperté con una suave, pero aserrada patada de parte de la vieja que se dirigía a la cocina. Me levanté, doblé las cobijas y cuando volteé a la mesa, el desayuno ya estaba servido; huevos con frijoles de la olla y tortilla verde. Todo lo degusté con tremendo apetito, estaba delicioso, la verdad. Lo único malo era la señora Garza, toda la mañana mostró un semblante de incomodidad. Todo lo contrario, a su agitada hospitalidad de las horas previas. Parecía que le acechaba, que la invadía, que la hacía sentir incomoda. En cuanto terminé el desayuno partí. Ella no me dirigió la palabra. Estaba avergonzada y arrepentida de lo que me había hecho. ¡Bonita pendejada! Debió de haber sido al revés. Con su actitud me hizo sentir repugnante. Sentí que yo había sido quien había abusado de ella.

      Ya afuera, mi andar fue apresurado, quería regresar al hotel lo antes posible y ducharme. Deseaba quitarme de encima esas encías centenarias, por más que la noche anterior pensara lo contrario. Fui violado oralmente por una casi octogenaria, y echado a la calle como prostituto barato. Nunca en la vida me había sentido tan sucio y a la vez tan complacido.

      Pero volviendo a mi propósito: ahora tenía lo más difícil de una historia: un comienzo. Y sólo me había costado degradarme sexualmente.

      “¿Estaba ya en verdad en el sendero de convertirme en escritor?”

      ¡Qué mamadas!

      ii

      Atravesé la terrecería para salir del pueblo y llegar a la gran avenida donde el bar se asomaba y en donde estaba hospedado. Todo el camino volteaba en intermitencias hacia atrás. Aunque decían que los zombis sólo aparecían de noche, la sugestión es más poderosa que la razón. Y en un pueblo plagado de zombis, ¿qué razón había en eso?

      Era ya más de medio día y el bar estaba listo para recibir a los clientes frecuentes, y a los errantes que se detenían por un trago frío y un buen corte de carne para seguir su andar. El ambiente era totalmente el opuesto de donde venía; esos condominios enfrente del parque Aromero que parecían lapidas enormes, la quietud, el mutismo (esa noche los patos no graznaron), el aislamiento, el frío, y la lamida chimuela, era algo que no encontraría en el bar. Sobre todo, lo último.

      La dueña del complejo en donde estaban los dos bares, era una señora gorda y con cara de mamona, a veces la piel se le veía verdosa, y una horrible arruga en la nariz te saludaba primero al mero contacto visual. Era una clara muestra de una mujer insatisfecha sexualmente, y por tal razón se dedicaba a estar molesta con todo el mundo. Por eso su esposo la había abandonado, me cae. Antes de entrar nuevamente, me recibió ese perro flaco y viejo, amarrado con una soga al cuello que estaba sujeta a una llave de agua. Sus ladridos eran roncos, apenas si podía al pinche latoso. Parecía que se iba a morir, pero eso no lo detenía.

      Cuando entré, la dueña, estaba acomodando los tarros recién lavados. En cuanto me vio dijo:

      —¿Sigues vivo re crabrón?

      De inmediato me reclamó, con ardor, que no hubiera llegado a dormir la noche anterior. Por regla general, y sin importar las razones –salvo que estuviera muerto– tenía que avisar que no pasaría la noche en la habitación. ¡Ni modo que no hubiera regresado, mis cosas estaban ahí! Pero era la regla, y tenía que acatarla. Me disculpé y subí a la habitación de inmediato. Esa vieja me enfermaba. Lo bueno que le pagué toda la estancia de golpe, se le notaba que era de las que le encantaba chingar desde temprano por el pago de cada día. Al arrebatarle ese gozo, tenía que chingarme con otras cosas.

      Me duché y me mudé la ropa. Antes de salir de nuevo rumbo al pueblo, trascribí todo a la pequeña laptop que llevaba. No abrí la cortina, impedí el paso de la luz, puesto que todos mis pésimos relatos los había escrito en la noche, y me había acostumbrado a la oscuridad que se relaciona con el escritor. Para mí era cierto: escribir en el día afectaba la concentración. Como si las letras se anclaran al cerebro y perdieran comunicación con las manos. Al escribir, yo era un murciélago que sólo dejaba la cueva durante el abrazo de la oscuridad. Toda persona que se dedique a una disciplina artística está enamorada de la noche, y viceversa. Es el único idilio eterno.

      Al terminar de trascribir, ya motivado, tomé las revistas que había empacado de Temporada en el infierno. Leí algo, pensando en que, si me esforzaba lo suficiente, muy pronto mi relato estaría ahí. Pero al pasar esas páginas el coraje invadía de nuevo. Aún estaba resentido por el rechazo. Como cuando no sales en listas de la universidad, y aborreces todo lo relacionado con los estudios. Cerré la revista y la aventé a la cama. No debía de desperdiciar tiempo, tenía que concentrarme en lo que estaba haciendo, y no en lo que aún no tenía o no había logrado. Primer error del futuro creador: poner la mente en lo que se conseguirá sin antes hacerlo. ¿Cómo pensar en el discurso de agradecimiento al publicar un libro sin siquiera haberlo escrito?

      De inmediato salí. Bajé los

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