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plena. Otra puede sufrir años de palabras hirientes y sentir como si estuviera barriendo perpetuamente los pedazos de su corazón roto en el piso de su alma.

      Para complicar aún más las cosas, puede resultar difícil distinguir entre un abusador y alguien que tiene problemas con el pecado, pero está genuinamente arrepentido. He descubierto que es sumamente doloroso asumir el hecho de que alguien que amo ama más su pecado que lo que me ama a mí. Es agonizante reconocer que una persona que admiraste es narcisista, sociópata o terca y voluntariamente disfuncional. Confrontarla con su pecado o sacarla de nuestras vidas se siente como cortarse el brazo derecho. Es desgarrador y aterrador, y todos nuestros instintos gritan contra esa idea.

      Creo que esa es, en buena parte, la razón por las que las mujeres maltratadas a veces se quedan con los hombres violentos. Aman a su esposo, a su padre, a su novio o a su hermano. Es fácil pensar: «¿Y qué si logra cambiar? Quizá no va a volver a hacerlo. Parece arrepentido. De seguro va a ser mejor si me quedo con él y soy buena con él».

      Lo triste es que cuando por fin nos damos cuenta de que no quiere ser bueno y no está dispuesto a cambiar, es posible que le tengamos demasiado miedo como para abandonarlo. Para empeorar las cosas, admitir que nuestra relación fue una total mentira es humillante, perturbador y abrumador. Parece poco natural buscar ayuda o abandonarlo. Es más fácil pretender que las cosas no son tan malas. Le bajamos el perfil a algo realmente importante.

      Muchas veces, los abusadores son hábiles para culpar a los demás, en especial a sus víctimas. Son maestros de las excusas. Engañan a la gente para que sientan lástima por ellos. Es posible que se quejen de su propia niñez traumática o eludan la responsabilidad diciendo: «Ese no fui yo. El alcohol, los demonios, el estrés del trabajo o las cuentas que pagar me hicieron hacerlo». Incluso pueden negar que los eventos ocurrieron.

      Recuerdo que una vez mi padre me pidió disculpas cuando era niña, y fue porque mi mamá lo amenazó con acusarlo a nuestro pastor por dejar hematomas con forma de mano en todo mi cuerpo de 11 años. Al comienzo de mi matrimonio, me pidió disculpas por muchos traumas del pasado, pero después actuó como si no recordara que hubieran ocurrido ni tampoco que me hubiera pedido disculpas. El juego psicológico era tan evidente, y tan angustiante para mí, que Jason le dijo a mi padre que no volviera a dirigirme la palabra.

      La violencia no es la única clase de abuso. Hay abusadores que no te lastiman físicamente, pero pueden transformar tu vida en un infierno. Los abusadores emocionales desarrollan juegos psicológicos complejos: te manipulan e intentan enloquecerte hasta que ya no puedes distinguir tus propios pensamientos de sus mentiras. Los abusadores verbales insultan y degradan de forma sistemática hasta que perdemos toda esperanza de sentir gozo. Los narcisistas calumnian y difunden mentiras: publican tus secretos personales y hacen acusaciones falsas por despecho. Te humillan y buscar deteriorar tus relaciones con tu cónyuge, tus amigos, tu iglesia o tu empleador, pues cuando su víctima está aislada e insegura, es más fácil de manipular y controlar.

      Como todas las personas, los abusadores son mucho más complejos que un diagnóstico médico o un rótulo psiquiátrico. Las emociones primarias de mi padre eran el enojo y la depresión. Para él, el amor era sexo y el sexo era odio. Alimentaba su odio con pornografía sádica, abuso infantil, juegos psicológicos y ataques de ira violentos. Pero también tenía buenas cualidades. En sus mejores días, amaba a los animales, tenía un doctorado en biología y era profesor universitario. Comprendía más teología académica que muchos pastores que he conocido, pero su corazón no lograba entender un concepto sencillo como el de la compasión.

      También conocí a una narcisista que, luego de ser abusada toda la vida, estaba orgullosa de sus lesiones y las exhibía como si fueran plumas en su sombrero. Transformaba todas las situaciones en una conspiración compleja para perseguirla y se aprovechaba del sufrimiento de sus propios hijos para obtener atención y hacerse la víctima. Era abusadora y también víctima.

      He conocido gente que hace regalos generosos, pero luego se voltea y roba objetos insignificantes o quiebra cosas a propósito y luego pretende que fue un accidente. Incluso hay personas que te halagan a la cara, pero después te insultan y te calumnian. A veces, la amabilidad es un camuflaje, la bondad, una fachada, y esas virtudes superficiales permiten que los abusadores infiltren familias, iglesias y los corazones de los inocentes.

      ES COMPLEJO

      Los sobrevivientes también son complejos. Ninguno de nosotros es perfecto. Nuestras vidas tienen cicatrices de pecados y errores. Mi propia vida le ha dejado poco espacio a la ingenuidad. Acribillados por el dolor y afectados por experiencias oscuras, es posible que parezca que actuamos de forma imprudente o ilógica, pero lo hacemos movidos por la pena o el miedo en lugar de la malicia y el egoísmo. Lo que parece no tener sentido puede cobrar sentido cuando el dolor es rastreado hasta su fuente.

      Una vez, conocí a un hombre que tenía problemas para expresar sus sentimientos porque asumía la responsabilidad de la depresión de su hija menor. Prefería creer que era un agresor de niños antes que admitir que su madre, la abuela de la niña, la había lastimado. En un esfuerzo innecesario por evitar lastimar a alguien más, se cerró en el plano emocional.

      He hablado con hombres y mujeres que, luego de ser violados o sufrir abusos sexuales, se fueron de juega, juergas temerarias en que dormían con extraños que conocían en el bar y participaban en fiestas desenfrenadas. Algunos recurrieron al alcohol, la cocaína o la marihuana para adormecer su intensa agonía emocional. Despertaban la tarde siguiente sin saber con quién habían dormido ni qué habían hecho.

      He conocido a hombres que los demás calificaban erróneamente de misóginos o sexistas, pero en realidad tenían tan poca autoestima que solo se valoraban en función a su salario, su sexualidad o su apariencia externa. Eran violentos con las mujeres, pues suponían que ellas los juzgaban y los rechazaban, pero al trabajar para superar sus defensas, se volvieron compasivos y llegaron a estar muy agradecidos.

      A pesar de su sufrimiento, todas estas personas llegaron a arrepentirse de su pecado. Se lamentaron por su quebranto y lucharon para vencer. Puede que haya sido un proceso de años, incluso de décadas, pero lenta y constantemente llegaron a entender su trauma, reconocer sus faltas y cambiar.

      Sin embargo, a pesar de nuestras buenas intenciones, a veces no es saludable que nos rodeemos de otra víctima. A veces nosotros tampoco le hacemos bien a esa persona. Es posible que reflejemos los sufrimientos de la otra parte y activemos mutuamente nuestros traumas. El hecho de que alguien más sea un sobreviviente no significa que debas permitir que sus problemas te destrocen. A veces, lo más amoroso que podemos hacer es encomendar a esa persona a Dios, reconociendo que forma parte del campo misionero de alguien más. No puedes impedir que otra persona se ahogue si permites que también te arrastre a ti hacia el fondo del agua.

      La Biblia es clara en enseñar que todos los humanos son capaces de hacer grandes bondades y de hacer grandes maldades. Como dijo de forma poética el profeta Isaías: «Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino» (Isaías 53:6).

      Dios no participa en juegos psicológicos ni pierde el tiempo suavizando los hechos. Nos confronta con nuestra inclinación natural hacia la transgresión. Y aunque ese concepto no es agradable, creo que en el fondo todos sabemos que es cierto. Sabemos que perdemos los estribos. Sabemos que actuamos de forma precipitada. Sabemos que decimos y hacemos cosas increíblemente estúpidas. Nos mentimos a nosotros mismos y les mentimos a los demás. No vivimos a la altura de nuestros propios estándares, ni mucho menos a la de los de Dios.

      Todos somos pecadores. No todos son abusadores. Desenmarañar todo esto es complejo porque nosotros somos complejos. Los patrones pecaminosos y las adicciones pueden añadir capas de complejidad al desafío de la restauración, que de por sí es complicado.

      A la larga, tuve que preguntarme: ¿cómo puedo discernir quién es digno de confianza? ¿Cómo puedo estar segura de que no me convertiré en abusadora? ¿Es seguro que tenga hijos? ¿Y qué si mi padre decía la verdad, qué si su pecado fue culpa mía o yo me lo imaginé todo? ¿Qué si mi padre me heredó la inclinación a abusar, como si se tratara de una enfermedad espiritual hereditaria?

      GRACIADORES

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