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caerán en oídos sordos o desinteresados. Si, al igual que Cristo, le decimos a alguien «Mi alma está abrumada de dolor hasta la muerte, y quiero que sepas por qué», pero encontramos respuestas displicentes como «Deberías orar por eso», «¿Estás segura de que eso fue lo que pasó?», «Estoy seguro de que esa no fue su intención» o «¿Qué hiciste tú para que él te codiciara así?», todos nuestros miedos se ven confirmados. Y eso nos parte el corazón.

      A veces, cuando Jesús fue incomprendido, Él quiso que fuera así. Decidió hablar en parábolas para que el significado quedara velado. Sin embargo, muchas veces Jesús habló con claridad, pero encontró ensimismamiento, displicencia o algo aún peor. De igual manera, podemos sentir que estamos hablando un idioma distinto al de todos los que nos rodean o que nadie se preocupa lo suficiente por nosotros como para escucharnos y ayudarnos. El sentimiento de soledad resultante Jesús lo conoce muy bien.

      JESÚS FUE ODIADO

      Cuando mi papá se enojaba, había un silencio aterrador antes de la tormenta. El rostro se le retorcía, sus ojos adquirían un brillo ausente, y todo su cuerpo se tensaba y tiritaba mientras movía las piernas con nerviosismo. Lo que ocurría después es lo que cualquiera podría imaginarse. Podía quebrar objetos, patear al perro o arrojarme platos, libros o una plancha. Si no tenía nada inanimado a mano, podía empujarme contra la pared, sacudirme o arrojarme. Aunque un observador externo podría pensar «Está descontrolado», yo no creo que haya habido nada de descontrol en mi papá. Pienso que sabía exactamente qué estaba haciendo y tenía pleno control de sí mismo durante sus rabietas. Desde mi perspectiva, sus ataques de ira no eran como los golpes inconscientes y los insultos disparatados de un borracho enojado, sino más bien una explosión de odio y destrucción que disfrutaba a cabalidad. A veces se reía eufórico durante sus ataques de ira.

      ¿Alguna vez has visto a alguien tan enojado que tiembla y escupe mientras te grita? Es aterrador. Así es cómo me imagino a la multitud iracunda que rodeaba a Jesús mientras el gobernador romano Poncio Pilato, que tenía la última palabra respecto a la vida y la muerte de todos los judíos, se dirigió a ella. Según la tradición de la fiesta judía de la Pascua, un delincuente debía ser librado de su castigo. Pilato dejó que la turba eligiera entre Jesús y Barrabás (Mateo 27:15–17).

      Barrabás era un arribista político, un alborotador violento y un asesino. Pilato hizo que la gente escogiera entre ese delincuente extraordinariamente indeseable y un rabino inofensivo, con la esperanza de que eligieran a Jesús y resolvieran así su dilema moral. Sin embargo, los líderes religiosos alborotaron a la multitud y fomentaron el odio hacia Jesús. Cuando Pilato le preguntó a la gente si querían que librara a Cristo, la turba comenzó a corear: «¡Sea crucificado!» (v. 22–23).

      Entonces, como puedes ver, Jesús sabe lo que es ser odiado.

      Lo asombroso es que es muy probable que algunas de las personas que corearon «¡Sea crucificado!» en la corte de Pilato hayan sido almas por cuya salvación Cristo iba a morir. El hecho de que el Dios santo estuviera dispuesto a humillarse a Sí mismo, hacerse mortal, sufrir y morir por personas tan extraordinariamente indeseables es un testimonio de la grandeza de Su amor.

      Ese día, Barrabás fue librado de la pena de la ley romana, aunque había sido condenado justamente, y el Jesús inocente y todopoderoso fue condenado voluntariamente en su lugar. De la misma manera, nosotros también podemos ser librados de la pena de la ley divina. Nuestra justa condena por ignorar y quebrar los mandamientos de Dios puede ser eliminada. Podemos ser librados porque Jesús murió en nuestro lugar. El soportó la ira, el juicio divino, y el juicio de los hombres porque amó a los que lo odiaban por naturaleza.

      La locura del odio es aterradora. Es homicida. Es un frenesí que silencia la razón, justifica la injusticia y adormece la conciencia.

      Mi padre era muy cuidadoso en su comportamiento cuando podía enfrentar consecuencias. Nunca perdió los estribos frente a personas ajenas a nuestro núcleo familiar. De niña, me enseñaron a tener cuidado con los doctores y los policías porque podían mentir sobre nosotros, denunciarnos al servicio de protección infantil y colocarnos en una familia de acogida, donde, según me decían, sufriríamos abusos aún peores.

      El hecho de que mi padre tuviera dominio propio para enfurecerse solamente en privado y tomara las medidas necesarias para asegurarse de que desconfiáramos de las autoridades es una de las razones por las que pienso que entendía sus acciones.

      De igual forma, Pilato y la multitud furiosa estaban en control de sus acciones. Los líderes religiosos se confabularon, premeditaron e hicieron planes para generar el conflicto. Pilato se lavó las manos con respecto al incidente, pero podría haber detenido la ejecución si así lo hubiera querido. La multitud furibunda que ahora coreaba había escuchado a Jesús predicar. Sabían que era un hombre justo, pero cayeron con facilidad en la concupiscencia seductora de la rabia.

      No hay ningún dolor, físico o emocional, que nuestro Dios no haya experimentado. Como presagió David en aquel cántico hebreo antiguo:

      Todos los que me ven me escarnecen;

      Estiran la boca, menean la cabeza (…)

      Perros me han rodeado;

      me ha cercado cuadrilla de malignos;

      horadaron mis manos y mis pies.

      Contar puedo todos mis huesos;

      entre tanto, ellos me miran y me observan.

       (Salmo 22:7, 16–17)

      JESÚS ENTIENDE

      En Mateo 11:28–30, Jesús nos invita:

      Venid a Mí todos los que estáis trabajados y cargados, y Yo os haré descansar. Llevad Mi yugo sobre vosotros, y aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque Mi yugo es fácil, y ligera Mi carga.

      Jesús no nos aplasta bajo el peso de las reglas y la culpa como lo haría un fariseo o un abusador. Su yugo no es la ley, sino las alas elevadoras de la gracia. No nos amenaza con el sufrimiento o la muerte si no logramos vivir una vida impecable. Él vivió una vida impecable por nosotros. Cargó la cruz de la condenación en nuestro lugar. La única carga que Él exige que llevemos es la del amor por Él y del anhelo de ser más como Él.

      No tenemos a un Salvador incapaz de simpatizar con la vulnerabilidad, el dolor, el temor y las limitaciones. Más bien, tenemos a un Dios que Se hizo como nosotros: fue atormentado por la tentación, escarnecido por los opresores, humillado, afligido, quebrantado y abandonado.

      Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino Uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado. Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro.

       (Hebreos 4:15–16)

      Jesús no se encoge de hombros cobardemente cuando los niños son abusados y el pecado nos entrampa. Jesús mete Su mano en la arena movediza de nuestra desesperación y nos saca del pantano.

      Jesús entiende.

      En 1 Samuel 1, leemos sobre Ana, que estaba destrozada por su infertilidad y Le rogó a Dios en oración que le diera un bebé. Elí, el sacerdote, la vio llorando, pero no se sintió identificado. Como la tuvo por borracha, la reprendió en vez de llorar con ella. No tenemos a un sacerdote que confunde la depresión con el pecado o el desconsuelo con la necedad. Nuestro Dios no carece de empatía ni deja de ser un Padre para Sus hijos. Nuestro Salvador comprende nuestro dolor más profundo.

      Jesús lloró.

      Jesús sigue llorando.

      Sobreviviente, que este sea tu consuelo. Dios no está lejos ni desvinculado, no es negligente ni tampoco ciego. Llora contigo, transita por las tinieblas junto a ti y te acarreará cuando ya no puedas seguir caminando. El Dios de la Biblia es el único que tiene cicatrices. Que te sean por señal de que nunca estás solo.

      ORACIÓN

      Señor, dame el poder para ver mi vida a la luz de la Tuya. Haz que me sienta comprendido

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