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demonios, tal como lo había hecho Jesús, de modo que pudiera distinguir a la gente buena de la gente mala.

      «Cállate», dijo. «Estoy leyendo».

      Su padre volvió a sumergirse en el grueso volumen teológico de tapa elegante y teorema bíblico avanzado. La niñita asintió con la cabeza y volvió a jugar, esta vez en voz baja. De pronto, una mano fuerte la agarró desde atrás. Le apretó el brazo con firmeza, la agitó con violencia y empezó a golpearla.

      Ella gritó que lo sentía. Prometió que estaría callada. Chilló pidiendo ayuda. Pero él no dejaba de golpearla. En unos instantes, su padre había pasado de estudiar apologética a golpear a su hija.

      Al escuchar sus gritos, su madre entró corriendo al cuarto.

      «¿Qué estás haciendo?», reclamó.

      Su padre la soltó, y ella huyó a su cuarto. Allí, acurrucada en el piso, examinó las ronchas con forma de mano. Pasó sus deditos por cada hematoma: cinco contusiones moradas en los puntos que agarraron sus dedos.

      «Así de grandes son las manos de mi papá», pensó.

      En la ante sala, su padre volvió a leer su libro de teología.

      Despertó de un remezón con el corazón acelerado, la piel empapada en sudor frío y el estómago retorciéndose de ansiedad.

      Entonces, miró el reloj.

      2:00 am.

      Otra vez el mismo sueño horrible. Como tantas otras veces, el demonio había abierto la puerta de su cuarto, saltado a su cama y quitado las cubiertas. De algún modo, ella sabía que el demonio representaba a su padre.

      «Solo es un sueño», se dijo a sí misma. «Solo un sueño».

      Pero estaba aterrada.

      Ella había visto la pornografía que él tenía. Al parecer, casi todas las noches ponía más en el computador de ella, y todos los días encontraba nuevas imágenes grotescas. Había escenas de violaciones, de tortura, de una multitud de hombres violando a una adolescente. A veces lo había visto observándola iniciar sesión en su computador; la miraba con un brillo gélido en los ojos.

      Cada día traía más vergüenza y temor. Todas las noches tenía pesadillas recurrentes.

      Empezó a ponerle seguro a la puerta de su cuarto.

      Ató campanas alrededor de la manilla y dejó obstáculos como zapatos, juguetes y una caja de figuritas en el camino a su cama. Si viene mientras estoy dormida, pensaba, se va a tropezar y el ruido me va a despertar.

      «Dios», oró una noche, llorando sola en la oscuridad, «este hombre con el que vivo no es mi papá; es un extraño. No sé si puedo crecer así. Necesito que Tú seas mi Papá. Por favor, Dios, cumple ese rol en mi vida. Sé que no puedes estar aquí de forma física y necesito a alguien que esté aquí, pero no me dejes sola como huérfana».

      Y Dios respondió.

      Fue como si el amor fuera un océano y ella se hubiera sumergido en su mismísimo corazón. Su miedo fue limpiado y su dolor se dispersó cual niebla de mañana estival. Sin duda ni excepción alguna, sabía que era hija de Dios, y se río entre las lágrimas por ese alivio repentino.

      Se puso la hoja de afeitar en el brazo.

      Sabía lo que tenía que hacer.

      Sabía cómo hacerlo.

      Recordó la vez cuando tenía unos cuatro años y estaba sentada a la mesa con su padre. Era una mesa de nogal ovalada que ella siempre había considerado elegante. Su mamá estaba lavando la loza y ella estaba sentada en la silla más cercana a la cocina. Él estaba sentado a la cabecera de la mesa, a su izquierda.

      Su padre estaba hablando sobre un hombre que había intentado suicidarse. No recordaba si era una historia que había visto en las noticias o escuchado en el trabajo. En realidad, no importaba. Era un perdedor, dijo él, y no hay peor perdedor que el que ni siquiera puede matarse.

      Luego la miró y le enseñó a suicidarse. Le explicó cómo cortarse de manera que incluso si el personal de urgencias la encontraba antes de que se desangrara, se les hiciera casi imposible salvarla. Mientras hablaba, le mostró la vena de su brazo e hizo que ella le mostrara la vena del suyo.

      Su madre siseó y le dirigió una mirada condenatoria. La niña nunca olvidó esa noche en la mesa. Nunca olvidó que pensó: «Mi papá quiere que me mate».

      Durante décadas, el recuerdo de esas palabras retumbó en su mente.

      Durante años, trató de racionalizarlas.

      Quizás era por su bien. Quizás, su papá sabía que a veces la vida se pone muy difícil. Quizás, a veces es necesaria una vía de escape. Quizás todos los padres buenos preparan a sus hijos para que huyan de sus vidas espantosas si surge esa necesidad.

      Estas palabras espeluznantes se grabaron a fuego en su memoria:

      Les será casi imposible salvarte.

      Avancemos cerca de una década. Ella ya tenía 15 y estaba sentada sobre su cama individual de hierro forjado, blanca y dorada, y con rosas. Le encantaba esa cama. Recordaba que su madre la despertó la mañana de su cumpleaños, cuando tenía alrededor de siete años, arrojando sobre ella un nuevo cubrecama de color blanco. Todo se veía muy hermoso a la luz del sol: las flores de hierro pintadas, la curvatura de la cabecera, los botones dorados brillantes.

      Se puso la hoja de afeitar en el brazo.

      Sabía qué tenía que hacer. Su papá le había enseñado bien.

      Sus palabras terribles, cual semillas sembradas en lo más hondo, se habían enraizado en su mente, emergiendo como vides venenosas.

      Hace muy poco había escuchado a su papá decirle a su mamá que estaba desarrollando una figura muy bonita. No sonó paternal. Sonó como un cumplido sexual de la misma persona que colocaba imágenes de hombres adultos teniendo relaciones sexuales con adolescentes en su computador. Sintió que las murallas la aplastaban.

      «Es claro», pensó, «que soy una especie de pervertida, una suerte de enfermedad. Puede que no peque yo misma, pero infecto a otras personas con el pecado. Mi papá no me ama. ¿Por qué no me ama? ¿O acaso todo esto solo está en mi cabeza? ¿Soy una pervertida porque me imagino que mi papá siente atracción por mí cuando en realidad me odia? ¿Cómo podría alguien sentirse atraído hacia una persona que odia? Eso no tiene sentido. Quizás me estoy volviendo loca. O a lo mejor mi papá mantiene la distancia emocional y se enoja porque está tratando de que yo no lo tiente. Quizás está siendo valiente al evitarme. Quizás su frialdad es abnegada. Quizás yo soy el problema».

      Su madre siempre la instaba a ponerse ropa «decorosa» — pantalones cortos de mezclilla que llegaran abajo de las rodillas, suéteres y poleras de cuello alto y con mangas—. En parte, eso era lo común de las madres. Sin embargo, reforzó el temor que la niña tenía de ser la causante de que su padre se pusiera mal.

      Ahogada en la confusión y el miedo, extendió las manos y se agarró de Dios.

      Con la hoja de afeitar sobre la piel, lloró y oró.

      «Dios, me quiero morir, pero tengo miedo. He escuchado que la gente que comete suicidio se va al infierno. No quiero irme al infierno. Dios, por favor perdóname. Por favor, dame una señal para que sepa que me llevarás al cielo».

      Muy pocas veces en la vida, Dios irrumpe en las tinieblas cual relámpago, pero lo hizo en ese momento. Todo se puso blanco y brillante. Ella miró hacia abajo, y vio su dormitorio. Era como si estuviera suspendida, como si estuviera flotando

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