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una voz rompió el silencio.

      «No te desampararé, ni te dejaré».

      Era una voz anciana pero intemporal. Estaba llena de un vigor profundo, pero era tan dulce como las palabras de un padre amoroso hacia su bebé recién nacido. Aunque nunca había escuchado esa voz, supo por instinto que era Dios. Era como si el reconocimiento de Su voz estuviera implantado en la trama de su ADN.

      De pronto, como si alguien hubiera apagado las luces, se volvió a encontrar sentada en la cama, con la hoja de afeitar sobre el brazo, llorando en la oscuridad.

      La dejó caer.

      Sabía.

      Tenía un Padre celestial que la amaba. Él nunca la traicionaría ni la abandonaría. Sin importar lo que ella hiciera, sin importar lo que su padre biológico hiciera, Dios siempre sería su Papá.

      ¿Y qué efecto tendría su suicidio sobre su madre y sus hermanas? A pesar del miedo y la agonía, sabía que su muerte produciría más dolor que su vida. Decidió ser valiente. Recogió la hoja de afeitar del suelo y la escondió en el cajón, por si alguna vez cambiaba de opinión. Después de todo, nunca se sabe lo mala que se puede poner la vida, ¿o sí? Su papá la había preparado para eso.

      Entonces se quedó en el cuarto. Esperó para ver cuánto tiempo se habrían demorado en encontrar su cuerpo.

      Pero nunca vinieron.

      Nadie vino nunca.

      Esperó varias horas.

      «De seguro ya me habría desangrado», pensó. «No habría sido un fracaso».

      Y bajó al primer piso para buscar algo que comer.

      Iba a ser un fin de semana maravilloso. Iba de camino al campamento de verano de la iglesia, lejos de su papá, de los deberes, de las pesadillas, de las tareas y del estrés. Iba a hacer amigos, relajarse, nadar y quizá incluso conocer un par de niños simpáticos.

      Oh, sí. Estaba esperando ese momento con ansias.

      El viaje al campamento duraba diez largas horas. Para dividir el viaje, ella y los amigos que iban en el mismo auto se quedaron a pasar la noche en el hogar de un pastor. Desde su casa campestre, uno podía observar varios kilómetros a la redonda. Disfrutó ver las peleas de gallos, nadar en la piscina, compartir la cena en el patio y poder dormir al fin sin preocuparse de que alguien la estuviera mirando. Cerca de la medianoche, se levantó para buscar un vaso de agua.

      Él estaba allí, sentado en el sillón.

      Le explicó que, como pastor, muchas veces tenía que quedarse en pie hasta tarde escribiendo sermones o planificando las reuniones de la iglesia. Sin embargo, estaba contento de que ella estuviera en pie porque quería hablarle de algo.

      «Cuando estabas en la piscina», le dijo, «noté que actuabas de forma muy sensual. La sensualidad te salía por los poros».

      Sintió que el rostro se le sonrojaba. ¿Acaso se había dado cuenta de lo que estaba ocurriendo con su padre? ¿Era tan obvia su contaminación? Su tarde de relajo libre de acusaciones e insinuaciones se esfumó en una ráfaga de humillación.

      «Tienes que entender», prosiguió el pastor, «que los niños de tu edad apenas están empezando a descubrir su sexualidad. Como mujer, les llevas kilómetros de ventaja. Están empezando a entender el lenguaje corporal y a notar cosas como las caderas y los escotes. Cuando avanzas por la piscina con los pechos asomándose bajo el traje de baño y tu figura a vista de todos, captas su atención. Los haces pensar en el sexo».

      Ella empezó a buscar estrategias para terminar esa horrible conversación. Masculló que no era su intención hacer nada inapropiado. Simplemente se estaba divirtiendo con sus amigos. Pensó en decirle que su papá era quien había escogido su traje de baño, pero sintió una punzada de miedo y permaneció callada.

      Eso es muy complejo, pensó.

      «No quiero que te sientas avergonzada o en apuros», continuó el pastor. «Esta conversación la he tenido con mis hijas porque quiero que estén listas para el mundo real y sean conscientes de sus vulnerabilidades. Si sabes cuáles son tus vulnerabilidades, puedes protegerte. ¿Tiene sentido? Entonces, déjame preguntarte, ¿qué se necesitaría para que le abras las piernas a un hombre?».

      Quedó atónita. Nadie, ni siquiera su papá, le había hecho una pregunta así.

      «No me siento cómoda con esta conversación», dijo.

      Él siguió hablando, pero ella logró excusarse. Cuando pudo volver segura a la cama, se dio cuenta de que había olvidado el agua y lloró hasta dormirse.

      Unas semanas después, de regreso en casa, les contó a sus padres lo que le había dicho el pastor. Ellos lo invitaron a cenar. Hicieron que ella le cantara una canción. Nunca le contaron a nadie lo que había ocurrido.

      El vidrio quebrado le salpicó la parte trasera de las piernas. Miró hacia abajo esperando ver sangre, pero no había nada. Su madre había ido a comprar comida y ella estaba a cargo de prepararle el almuerzo a su papá, y este no estaba contento con lo mucho que se estaba demorando.

      No dijo nada. Si hablaba, podría enojarlo aún más.

      Arrojó otro plato tras ella, quebrando así parte del piso de linóleo. Los fragmentos de vidrio tintinearon por la cocina y rebotaron en los gabinetes, las patas de las sillas y las murallas.

      Siguió callada, pero el cuerpo le tiritaba de miedo, miedo que rápidamente se estaba convirtiendo en indignación.

      Sintió que un tenedor pasó volando a un costado de su cabeza, dio contra los gabinetes y cayó al suelo con estruendo. Después vino un cuchillo, que hizo que el corazón se le alborotara y dejó una marca en la madera a centímetros de su rostro.

      No pudo soportarlo más. Era su hija, pensó. Si él podía ser aterrador, también podía serlo ella. Se dio vuelta y lo enfrentó.

      «¡No te tengo miedo!», le gritó. «¡Siéntate y cállate, o llamo a la policía!».

      Sintió que la indignación de su padre disminuyó levemente. Se veía casi sorprendido, pensó ella, pero esa expresión pronto mutó en lo que, le parecía, podía ser resentimiento. Él se sentó a la mesa; ella terminó de prepararle el almuerzo.

      «Cásate con un hombre rico», le dijo su padre. No hay ninguna razón práctica para que las mujeres se eduquen, decía. Los títulos universitarios no eran más que un slogan político costoso. Las mujeres en realidad no quieren tener carreras ni ganar dinero. «No seas estúpida», era el mensaje, «cásate con un rico».

      Pero no pudo detenerla. La universidad era su vía de escape, su puerta secreta, su única esperanza. Iba a ir.

      Fue aceptada en una prestigiosa escuela de ópera, y siguió viviendo en su casa, pero tomaba un bus para ir al campus. Luego de algunas semanas, conoció a un joven. Era un estudiante de ingeniería callado que nunca se enojaba. Le daba comida cuando estaba hambrienta. La escuchaba cuando le leía la Biblia. Le hizo sentir que se preocupaba por ella. Le dio un propósito.

      Sin embargo, al parecer su padre pudo percibir que estaba creciendo un espíritu independiente en su interior, los indicios de la esperanza y la obsesión por el futuro.

      «Los hombres solo te ven como un trozo de carne», le dijo. «Este no es distinto».

      Se le acabó la beca. Su padre no quiso ayudarla a financiarse. Seguir en la universidad se transformó en algo aparentemente imposible. Entre lágrimas, dejó sus estudios.

      Dos años después, el joven le pidió permiso a su padre

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