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una mujer nos ofreció gratis unos aperitivos de hummus con maíz y ensalada de judías pintas que aceptamos sin dudar y nos sentamos en un banco. Hace veinte años, lo máximo que te habrían ofrecido en un lugar de ésos —con suerte— habrían sido unos cogollos de lechuga fritos. Ahora tenían café orgánico y queso de cabra artesano. Sobre nuestras cabezas colgaba un cartel donde ponía RANCHO DE LA SUSURRANTE PALOMA y, justo cuando empezaba a pensar que podríamos estar en cualquier parte, me di cuenta de que la musiquilla que salía de los altavoces era cristiana, pero de esa nueva que hay ahora, esa en la que dicen todo el rato que Jesucristo es guay.

      Hugh le trajo a mi padre un vaso de plástico con agua.

      —¿Estás bien, Lou?

      —Estoy normal —respondió mi padre.

      —¿Por qué crees que lo hizo? —pregunté cuando volvimos a salir al sol.

      Estoy seguro de que eso era en lo que todos pensábamos, habíamos estado pensando, desde que nos enteramos de la noticia. ¿Esperaba que lo de las pastillas fallase y que fuéramos todos a cuidarla hasta que se pusiera bien? ¿Cómo podía alguien querer dejarnos a propósito, a nosotros, de entre todas las personas del mundo? Así lo veía yo, porque a pesar de haber perdido y recuperado la fe en mí varias veces, jamás la había perdido en mi familia y siempre nos había considerado mejores que los demás. Es una creencia como de otra época, algo que arrastro desde la adolescencia, pero me sigo aferrando a esa idea. Nuestro club es el único del que quiero seguir siendo socio. No me imagino dejándolo. Salirse durante un año o dos me parece comprensible, pero ¿tener tantas ganas de abandonarlo como para quitarte la vida?

      —No creo que tuviera que ver con nosotros —dijo mi padre.

      Pero ¿cómo podría ser eso? ¿Cómo puede el suicidio de alguien no tener nada que ver con su familia?

      En uno de los extremos del aparcamiento había un puesto en el que vendían reptiles. En unas peceras gigantes había dos pitones, las dos largas como las mangueras de los bomberos. El calor parecía sentarles bien, las miraba mientras ellas levantaban las cabezas comprobando la resistencia de los techos de las peceras. A su lado había un corralito con un caimán dentro, con la boca cerrada con unas cuerdas. No era un caimán adulto, adolescente como mucho, metro y medio de largo y cara de malas pulgas. Una niña había colado el brazo entre la alambrada y acariciaba el lomo del bicho mientras él la miraba con ansia en los ojos.

      —Me los compraría todos solo para matarlos —dije.

      Mi padre se secó el sudor de la frente con un Kleenex.

      —Te ayudaría encantado.

      Cuando éramos jóvenes y viajábamos hacia la playa, miraba por la ventana del coche esperando a que fueran pasando por delante de mis ojos todos los puntos clave del trayecto —el silo de Purina al sur de Raleigh, el cartel del Klan— sabiendo que cuando volviera a verlos, una semana más tarde, me sentiría peor que nunca. Se habrían acabado las vacaciones, no habría más razones para vivir hasta que llegara la Navidad. Llevo una vida mucho más plena que por entonces, pero aquella vuelta a casa traía de la mano las mismas sensaciones de entonces.

      —¿Qué hora es? —le pregunté a Amy.

      Y ella, en vez de contestar «¿A quién le importa?», respondió:

      —Dímelo tú, que eres el que lleva reloj.

      En el aeropuerto, varias horas más tarde, saqué un poco de arena de mi bolsillo y pensé en el último instante que habíamos pasado en la casa que acababa de comprar. Estaba en el porche delantero con Phyllis, que acababa de cerrar la puerta, y nos volvimos para ver a los demás, que estaban en la entrada para coches de la casa.

      —Ésa es una de tus hermanas, ¿no? —preguntó señalando a Gretchen.

      —Lo es —dije—. Y las dos que hay su lado también lo son.

      —Y también tienes un hermano —dijo ella—. Así que sois cinco, guau. Si eso no es una gran familia, nada lo es.

      Contemplé los coches a los que muy pronto nos subiríamos, hornos al rojo vivo todos ellos, y dije:

      —Pues sí. Sí que lo es.

       El Pequeñín

      Una mañana estaba dando vueltas por casa cuando de repente me pregunté cuánto mediría Rock Hudson. No suelo pensar en él, pero había vuelto a ver la película Gigante hace poco y por eso me rondaba por la cabeza.

      Una de las muchas cosas que nunca entenderé es por qué una búsqueda en el navegador de mi ordenador es distinta a una búsqueda en el navegador de cualquier otra persona. Mi hermana Amy, por ejemplo. Entra en Google, escribe «¿Qué aspecto tiene una mujer de cincuenta años?» y le salen unas imágenes que no me puedo creer que estén permitidas en internet, sin filtros, y que cualquiera pueda verlas. No me refiero a fotos rollo Playboy, no, fotos rollo Hustler, mujeres abiertas de piernas por todas partes. Como si hubiera buscado «¿Qué aspecto tienen los adentros de una mujer de cincuenta años?».

      Busqué lo mismo que mi hermana, pero en mi ordenador, y me salieron fotos de Meg Ryan y de Brooke Shields, las dos sonriendo.

      Miré a Hugh y dije:

      —Este ordenador mío es tan... moralista.

      Y dije lo mismo después de ir a buscar lo de Rock Hudson. «¿Cuánto medía...?», empecé a escribir pero, antes de poder terminar la frase, Google la completó por mí con un contundente «¿... Jesucristo? ¿Quieres saber cuánto medía Jesucristo?».

      «Bueno, la verdad es que sí —pensé—. Pero yo había venido aquí por Rock Hudson.»

      Si Amy abre su portátil y escribe «¿Cuánto mide...?», estoy convencido de que Google se lo autocompleta con «¿... la polla de Tom Hardy?». A mí, por desgracia, me toca Jesucristo. El cual, según no se sabe qué deducciones, dicen que medía metro ochenta, un dato que —en mi opinión— es absurdo. ¿Qué probabilidades hay de que fuese alto y también guapo? ¿Lo describen así en la Biblia? En muchos cuadros de la Europa medieval, Jesucristo aparece como si lo acabaran de sacar del fango de debajo de un puente, pero en los libros de texto religiosos y en los dibujos esos que te venden en las tiendas cristianas, aparece siempre como una mezcla entre Kenny Loggins y Jared Leto, siempre poniendo ojitos, siempre blanco —por supuesto— y siempre con una melena castaña —jamás negra— que a menudo ondea al viento. Y siempre tiene un cuerpazo, sobre todo cuando está colgado en la cruz, la cual —digámoslo de una vez— estaba diseñada a conciencia para que la tripa y los hombros de cualquiera lucieran en todo su esplendor.

      A veces me pregunto qué pasaría si alguien esculpiera una figura de Jesucristo representándolo como un obeso mórbido, con tetas y cicatrices de acné juvenil, con pelo en la espalda. Y encima que midiera un metro cincuenta, un metro sesenta como máximo. «¡Sacrilegio!», gritaría la gente. Pero ¿por qué? Hacer el bien no te convierte de forma automática en un guaperas. Si tienes dudas, basta con mirar a Jimmy Carter. Unirse a Hábitat para la Humanidad no le mejoró esos piños que parecen lápidas. Bueno, me suena que tenía los dientes grandes, igual me equivoco. Debería googlearlos. En el portátil de Amy.

      Mido un metro sesenta y cinco, y casi nunca le doy importancia a mi altura. Hasta que se la doy. Cada vez que me cruzo con algún hombre de mi tamaño —en el aeropuerto o en la recepción de un hotel— suelto un gritito como el que daría un niño de un año al encontrarse con otro bebé. Es todo lo que puedo hacer para refrenar mis impulsos de arrastrarme hacia él y abrazarlo. Siempre que digo algo en una de esas ocasiones —«¡Eh, medimos lo mismo!»— la cosa se vuelve superrara, aunque no sé bien por qué. ¿Acaso no se saludan dos personas que van por la carretera conduciendo un Porsche o que pasean a una misma raza de perro? Creo que los hombres heteros no disfrutan tanto cuando alguien señala lo bajitos que son, es como si alguien les dijera: «¡Mira, también me estoy quedando calvo!».

      Quiero preguntarles

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