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y hechos fosfatina. Dormirían en nuestro coche si les planteáramos la opción. En Normandía, donde solíamos tener una casa de campo, los invitados se quedaban en la buhardilla, que además era el estudio de Hugh y apestaba a óleo y a ratones en descomposición. Tenía un techo como de catedral de pueblo y la calefacción no llegaba hasta allí, lo cual quiere decir que siempre hacía o un frío helador, o un calor que te mueres. Aquella casa tenía un único baño, incrustado entre la cocina y nuestro dormitorio. Los invitados perdían toda la privacidad que suele requerir cualquier persona que visita el váter, así que un par de veces al día arrastraba a Hugh hasta la entrada principal de la casa y gritaba muy fuerte, como si fuera lo más normal del mundo: «¡Pues nada! ¡Salimos veinte minutos! ¿Alguien quiere algo de ahí enfrente, al otro lado de la carretera?».

      Otro problema de vivir en Normandía: los invitados no tenían nada que hacer aparte de estar sentados en sillas. No había tiendas en nuestro pueblo y caminar hasta el siguiente pueblo más cercano era una idea muy poco apetecible. No quiero decir con esto que nuestros amigos no supieran disfrutar de la vida, pero desde luego tenían que ser un tipo de personas muy concreto, en plan amantes de la naturaleza y con una motivación a prueba de bombas. En West Sussex, donde vivimos ahora, recibir a la gente es un pelín más fácil. En un radio de unos quince kilómetros alrededor de nuestra casa, hay un pueblecito encantador con un castillo y otro igual de estupendo con treinta y siete tiendas de antigüedades. Hay unas colinas de piedra caliza para hacer senderismo y caminos preparados para ir con la bici. La playa está a quince minutos en coche y el pub más cercano lo tienes a la vuelta de la esquina.

      Los invitados suelen venir en tren desde Londres y justo antes de recogerlos en la estación me encargo de recordarle a Hugh que, durante su estancia, estamos obligados a interpretar los papeles de La Pareja Ideal. Eso significa que no podemos pelearnos ni contradecirnos. Si estoy sentado en la mesa de la cocina y él se encuentra detrás de mí, está obligado a colocar una mano en mi hombro, en el lugar exacto en el que se posaría un loro tropical si yo fuera un pirata en vez del novio perfecto que sin duda soy. Si cuento una anécdota que él se sabe tan pero tan de memoria tras haberla oído tantas veces que podría completar mis frases antes de que yo acabara de pronunciarlas, tiene que hacer como si fuera la primera vez que la escucha y sorprenderse igual (o incluso más) que nuestros invitados. Yo estoy obligado a hacer lo mismo, y a demostrar todo mi júbilo cuando sirve cualquier plato que detesto, como por ejemplo algún pescado lleno de espinas. Me pasé todo el acuerdo por las pelotas hace unos años cuando su amiga Sue vino una noche y él sirvió un pescado que tenía la textura exacta de un cepillo para el pelo. La cagué tanto y dejé ver una porción tan grande de realidad, que cuando la mujer se marchó estuve valorando los pros y los contras de asesinarla. «Sabe demasiado —le dije a Hugh—. Es un cabo suelto y tenemos que hacer todo lo posible por cortarlo.»

      Su amiga Jane también recibió su buena ración de oscuridad. Tanto ella como Sue me caen muy bien y las conozco desde hace veinte años, pero las dos entran en la categoría de Invitadas de Hugh, lo cual implica que, por mucho que haga de novio perfecto, no es responsabilidad mía lo de entretenerlas. Les pregunto si quieren beber algo, vale. Me siento a la mesa para comer y cenar, sí. Pero más allá de eso voy a mi bola y puedo estar hablando con esa persona y marcharme dejándola en mitad de una frase suya o mía sin ningún remordimiento. Mi padre ha hecho lo mismo toda su vida. Estás hablando con él y se larga, no porque esté enfadado sino porque ha terminado de conversar contigo y el decoro y la educación se la pelan. Creo que tenía seis años la primera vez que me di cuenta de esa actitud suya. Lo normal habría sido sentirme dolido, pero no, al contrario, lo primero que pensé al ver cómo se escabullía fue «¿De verdad se puede hacer eso? ¿En serio? ¡Yujuuu!».

      Tres de mis hermanas vinieron a visitarnos a Sussex durante la Navidad de 2012. Gretchen y Amy se adjudicaron una habitación de invitados cada una. Lisa se instaló en nuestro dormitorio, y Hugh y yo nos trasladamos a la habitación de al lado, al establo remozado en el que tengo mi despacho. Una de las cosas que notó Hugh durante su estancia fue que mi hermana Amy y yo somos las únicas personas de mi familia que damos las buenas noches. Los demás se levantan y se van —a veces incluso en mitad de la cena— y no vuelves a verlos hasta la mañana siguiente. Mis hermanas entraban en la categoría de Mis Invitadas, pero como eran un grupo de gente y se entretenían las unas a las otras, yo podía hacerme el sueco y desentenderme un poco del asunto. Pero tampoco es que no pasara tiempo con ellas. Salimos varias veces de paseo y a montar en bici, pero por lo demás echaban las horas sentadas en el salón charlando o reunidas en la cocina juzgando la pericia de Hugh con el horno. Yo iba a verlas de cuando en cuando y al rato decía que tenía mucho trabajo pendiente. «Mucho trabajo pendiente» implicaba ir a mi despacho, que estaba en el establo, justo en la habitación de al lado, encender el ordenador y entrar en Google mientras pensaba «Me pregunto qué estará haciendo Russell Crowe ahora mismo...».

      Uno de los motivos por los que invité a esas tres a casa —hasta les pagué los billetes de avión— fue que pensaba que no íbamos a tener muchas más oportunidades de estar juntos. Exceptuando a mi hermano Paul, que no vino porque no tiene pasaporte aunque insiste en que —según un electricista que conoció en el trabajo— puedes comprar uno en cualquier aeropuerto, todos hemos sobrepasado ya la barrera de los cincuenta. De salud no andamos mal, pero es solo cuestión de tiempo que se nos acabe la suerte y alguno pille un cáncer. A partir de ahí caeremos uno tras otro como patos de escayola en una galería de tiro. Objetivos fáciles. Y más aún con las vidas que hemos llevado.

      Había estado contando los días que faltaban para la llegada de mis hermanas, así que no tenía ningún sentido que las evitase. ¿Por qué no estaba con ellas y con Hugh en nuestra bellísima cocina del siglo XVI entre fogones pisando esos suelos de piedra tan apropiados para una pareja tan ideal como nosotros? Quizá me preocupaba que mi familia me pusiera de los nervios si no me alejaba un poco de ellas o —mucho más probable— que fuese yo quien los pusiera a ellos de los nervios y nuestra semana juntos no fuera tan estupenda como había soñado. Por si acaso me retiraba a mi despacho a no hacer nada. Luego salía, pasaba por el salón y escuchaba algo que me hacía desear no haberme movido de delante del ordenador. Era como llegar al cine una hora tarde con la película empezadísima y preguntarte «¿Qué coño está haciendo ese canguro con unos nunchakus?».

      Una de las conversaciones que pillé a medias iba sobre unas pastillas que mi hermana Gretchen había empezado a tomar un año y medio antes. No nos dijo para qué se las habían recetado, pero al parecer le hacían caminar y comer mientras dormía. Fui testigo de ello el Día de Acción de Gracias anterior, que pasamos juntos en una casa de alquiler en Hawái. La cena se sirvió a las siete en punto y alrededor de la medianoche, una hora después de acostarse, Gretchen salió de su habitación. Hugh y yo alzamos la vista de nuestros libros y la vimos entrar en la cocina. Una vez allí, sacó el pavo de la nevera y empezó a retorcer la carne con los dedos. «¿Y si usas un plato?», dije. Ella me miró, no con desprecio sino con la mirada perdida, como si fuera el viento el que le decía cosas. Luego metió la mano en el pavo y sacó un poco de relleno que procedió a revolver con una técnica indescriptible, comiéndose un picatoste, apartando otro y haciendo sin parar unos gestos muy misteriosos hasta que decidió que ya había tenido suficiente y volvió a su habitación, dejando atrás todo el caos que había generado.

      —¿Qué te pasó anoche? —le pregunté a la mañana siguiente.

      Gretchen hizo una mueca como de prepararse para recibir malas noticias.

      —¿Qué me pasó cuándo...?

      Le conté la escena, y ella dijo:

      —Me cago en mi vida. Ya decía yo que esos pegotes de grasa en la almohada cuando me he despertado no eran normales.

      Según esa misma conversación pillada a medias, aquel episodio del Día de Acción de Gracias había sido algo relativamente leve dentro del historial zombi de mi hermana. Una mañana, semanas después de aquello, fue a desayunar a la cocina de su casa de Carolina del Norte y se encontró en la encimera un tarro de mermelada abierto con migas dentro. Al principio pensó que debían de ser de una galleta, pero no. Entonces vio una cajita volteada, la levantó y se dio cuenta de que se había comido la comida de sus tortugas, que consistía

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