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comida nada más verme? ¿Era ésa la experiencia que estaba atravesando aquella vaca? ¿Daba por hecho que se estaba muriendo o tenía algún instinto natural que le hacía estar preparada?

      Maja y yo estuvimos ahí mirando durante una hora. Cuando el sol se empezó a ocultar nos marchamos, decepcionados. Al día siguiente viajé a Londres y, cuando regresé a Sussex, varias semanas después, y volví a pasar por aquel prado, vi a la vaca y a su ternero juntos, pero no de la forma idílica que yo había imaginado sino más bien como dos completos extraños esperando a que abrieran las puertas de la oficina de Correos.

      En mis caminatas he visto un montón de animales. Zorros y conejos. Me he encontrado cara a cara con ciervos, armiños, un erizo y más faisanes de los que puedo contar con los dedos de las manos. Todos los tejones que he visto estaban muertos, atropellados por coches y devorados por babosas que a su vez eran atropelladas por otros coches y devoradas por otras babosas.

      Cuando Maja y yo vimos parir a la vaca, ya rondaba los veinticinco mil pasos diarios de media, que son unos diecisiete kilómetros. Pantalones que no me entraban, ya casi se me caían, y empecé a notarme la cara más fina. Entonces subí a treinta mil pasos diarios y cada vez llegaba a sitios más lejanos. «Hemos visto a David en Arundel agarrando una ardilla muerta con su palo», le decían los vecinos a Hugh. «Lo hemos visto a las afueras de Steyning empujando un neumático a un lado de la carretera», «... en Pullborough descolgando unos gayumbos de la rama de un árbol». Antes del Fitbit, jamás salía a la calle después de la cena. Ahora, en cuanto acabo de lavar los platos, camino hasta el pub, y de vuelta a casa, una distancia de tres mil ochocientos noventa y cinco pasos, concretamente. Por mi zona no hay farolas y las casas del lugar, a las once de la noche, ya tienen las luces apagadas o casi. Oigo a los búhos y el aleteo de las perdices a las que molesta la luz de mi linterna. Una noche oí un traqueteo y me di cuenta de que la camioneta que había aparcada delante de mí se estaba moviendo de atrás a delante. Por donde vivimos es muy habitual que la gente folle dentro de sus coches. Lo sé porque soy el que recolecta sus condones usados, casi siempre tirados en plena carretera o en zonas de descanso. Además de los condones, en una zona que suelo patrullar me encuentro siempre cajas vacías de Kentucky Fried Chicken y una legión de toallitas desinfectantes. «¿Comen pollo frito antes de follar, o follan y luego comen pollo frito?», me pregunto en silencio.

      Echo la vista atrás hacia aquella época donde solo caminaba treinta mil pasos al día y pienso: «Joder, ¿cómo se puede ser tan vago?». Cuando alcanzo los treinta y cinco mil pasos, el Fitbit me manda un dibujo de una medallita, y otra cuando llego a cuarenta mil y otra más, a los cuarenta y cinco mil. Ahora rondo los sesenta mil pasos diarios, que son unos cuarenta kilómetros. Caminar esa distancia con cincuenta y siete años, los pies planos y una bolsa de basura gigante a las espaldas me lleva unas nueve horas. Es mucho tiempo, pero procuro no malgastarlo: escucho audiolibros, podcasts. Hablo con la gente. Aprendo cosas. Por ejemplo, ahora sé que antaño los granos de pimienta se vendían de uno en uno, y tenían tanto valor que la gente se cosía los bolsillos después de guardárselos, para que no se los robaran.

      Al final de mi primer día de hacer sesenta mil pasos llegué a casa, linternita en mano, teniendo muy claro que lo siguiente sería alcanzar los sesenta y cinco mil, y que no me rendiría hasta que los pies se me separaran por completo de los tobillos. Quizás incluso sin pies seguiría caminando, clavando mis tibias desnudas en el suelo una vez tras otra. ¿Por qué hay gente que puede usar algo como el Fitbit como si nada, y a otros nos domina por completo, se vuelve nuestro amo y puede llegar a destrozarnos la vida? Caminando junto a la carretera me venía a menudo a la cabeza un programa de la tele que solía ver hace años: se llamaba Obsessed. En un episodio salía una mujer que tenía en su casa dos cintas de correr y caminaba sobre ellas como un hámster en su rueda desde que se despertaba hasta que se iba a dormir. Su familia cenaba y ella los miraba desde arriba, subida a la máquina mientras preguntaba jadeando a sus hijos qué tal les había ido el día. Yo tenía claro que esa señora era ridícula —me lo podía pasar bien viéndolo, pero era una mezcla de diversión y grima, como cuando veo algún episodio de Acumuladores compulsivos— pero de repente empecé a verme reflejado en ella. Aunque, a ver, no es lo mismo caminar sobre una máquina. Eso es algo que no aporta nada a la sociedad. Yo cumplo un propósito, ayudo a mi comunidad. Esa señora y yo tampoco nos parecemos tanto, ¿no? ¿No?

      En reconocimiento de toda la bazofia que había ido limpiando desde que me compré el Fitbit, el ayuntamiento del pueblo decidió ponerle mi nombre a un camión de la basura. La persona encargada de la gestión me escribió un correo electrónico preguntando qué tipografía prefería para que grabaran mi nombre en el camión y yo respondí: «Arial en cursiva».

      «¿Lo pillas? —le dije a Hugh—. Erial. Mi curso imparable por el erial.»

      Hugh había perdido la paciencia conmigo más o menos cuando alcancé los treinta y cinco mil pasos, así que apenas respondió con un suspiro de hartazgo.

      Al poco de haberme decidido por una tipografía en concreto, por motivos que aún desconozco, se me murió el Fitbit. Cuando le di un toquecito y vi que la pantalla seguía en negro, casi me da algo. Pero al instante me invadió una gran sensación de libertad. Era como si volviera a recuperar mi vida. Pero... ¿así era? Caminar cuarenta kilómetros, o tan solo subir y bajar las escaleras, de repente parecían actos sin sentido. Si nadie cuenta y registra todos tus pasos, ¿para qué los das? Aguanté cinco horas antes de encargar un nuevo Fitbit, con envío exprés. Me llegó al día siguiente, por la tarde. Al abrir la caja me temblaban las manos. Diez minutos más tarde, con mi nuevo amo bien ceñido a la muñeca izquierda, ya estaba saliendo a dar una vuelta, a pleno trote, casi corriendo, ansioso por recuperar el tiempo perdido.

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