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de un tornado. Casi al final de la semana me encontré a mi padre en la habitación de Amy, mirando las fotos que Tiffany había despedazado. Tenía en la mano un trocito con la cabeza de mi madre y el cielo azul de fondo. «¿Qué contexto puede llevar a alguien a romper una foto como ésa?», me pregunté. Era una actitud tan melodramática... como lanzar una figurita de cristal contra la pared. Algo que solo pasa en las películas.

      —Qué pena —susurró mi padre—. Toda la vida de una persona en una caja de mierda.

      Le puse la mano en el hombro.

      —Son dos cajas.

      Se corrigió a sí mismo.

      —Dos cajas de mierda.

      Una tarde en Emerald Isle salimos todos con las bicicletas para hacer la compra en el Food Lion. Yo estaba en la zona de la frutería buscando cebollas rojas cuando mi hermano apareció de la nada por mi espalda y soltó un tremendo «¡Achús!» mientras rozaba mi espalda con un manojo de perejil mojado. Sentí la ráfaga de frescor en la nuca y me quedé congelado, pensando que un desconocido (acaso un enfermo terminal) acababa de estornudarme encima. Un truco perfecto, salvo por un inconveniente: el perejil también le cayó encima a la mujer india que estaba a mi izquierda. La pobre llevaba un sari de color rojo sangre, así que se llevó su buena ración en el hombro que llevaba al descubierto, en el cuello y en parte de la espalda.

      —Perdona, macho —dijo Paul cuando ella se volvió hacia él con cara de horror—. Le estaba gastando una broma a mi hermano.

      La mujer llevaba muchos brazaletes que tintinearon cuando se llevó la mano a la nuca para limpiarse.

      —La has llamado «macho» —le dije cuando se marchó la mujer.

      —¿Fijo? —preguntó.

      Amy lo clava cuando le imita. «¿Fijo?»

      A mi hermano y a mí, cuando hablamos por teléfono, suelen confundirnos con una mujer. Mientras seguíamos con la compra me empezó a contar que se le averió la camioneta hace poco y, cuando llamó al servicio técnico para que mandaran una grúa, el hombre al otro lado de la línea dijo: «En nada estamos ahí, preciosa». Puso un melón en el carrito y se volvió hacia su hija.

      —Maddy tiene un papi que habla como una señorita pero eso a ella le da igual, ¿verdad que sí?

      Entre risas, ella le dio un puñetazo en la tripa. Caí en la cuenta de lo cómodos que estaban el uno con el otro. Nuestro padre había sido una figura de autoridad absoluta, pero Paul y su hija eran como dos amigos.

      Cuando íbamos a la playa de niños, alrededor del cuarto día de estancia en la casa, nuestro padre decía: «¿No os gustaría que comprásemos una casa por aquí?». Todos nos veníamos arriba y entonces era cuando empezaba a ponerle pegas prácticas a la idea. No eran poca cosa —comprar una casa que tarde o temprano derribará un huracán tal vez no sea la mejor forma de gastarte el dinero—, pero de todas formas nos moríamos por vivir allí. Cuando era joven me dije a mí mismo que algún día yo mismo compraría una casa para todos en la playa. Podrían vivir en ella siempre que siguieran mis férreas normas y no parasen ni medio segundo de darme las gracias por ello. Por eso mismo, el miércoles por la mañana, en pleno ecuador de nuestras vacaciones, Hugh y yo llamamos a una agente inmobiliaria de la zona, Phyllis, que nos enseñó varias propiedades en venta. El viernes por la tarde hicimos una oferta por una casa que daba al océano, cerca de la que habíamos alquilado, y antes del anochecer la aceptaron. Solté la noticia en plena cena y provoqué todas las reacciones que me imaginaba.

      —A ver, un momento —dijo mi padre—. Eso tienes que pensarlo bien.

      —Ya lo he pensado —le dije.

      —Muy bien. Cuéntame: ¿cuántos años tiene el tejado? ¿Cuántas veces lo han cambiado en la última década?

      —¿Cuándo podemos mudarnos contigo? —preguntó Gretchen.

      Lisa quería saber si podía traer a sus perros y Amy preguntó qué nombre le íbamos a poner a la casa.

      —De momento se llama Mi Hogar Fabulozzo —le dije—, pero es provisional. —De toda la vida había pensado que el nombre perfecto para una casa en la playa era Barco Jones. Pero de repente se me ocurrió uno mejor—. La vamos a llamar El Mar Quesito.

      Mi padre dejó caer la hamburguesa en el plato.

      —Ni de broma.

      —Pero si es perfecto —dije yo—. El nombre tiene que ser de temática marina, y si además es una broma, mejor que mejor.

      Les recordé que ese mismo día habíamos pasado por delante de una casa que se llamaba Olas y Adioses, y mi padre frunció el ceño.

      —¿Y si la llamamos Tiffany? —dijo.

      Nuestro silencio podía traducirse como: «Vamos a hacer como si no lo hubiéramos oído».

      Volvió a agarrar la hamburguesa.

      —Pues me parece una buena idea, es bonito. Así la recordaríamos siempre.

      —Si es por eso podemos ponerle el nombre de mamá —le dije—. O la mitad de mamá y la mitad de Tiffany. Pero es que es una casa, no una lápida, y encima no encaja con el tipo de nombres que tienen las casas de por aquí.

      —Qué chorrada —dijo mi padre—. Encajar. Nosotros no tenemos nada que ver con eso. Ninguno encajamos en ninguna parte.

      Paul nos interrumpió para proponer otro nombre: La Concha Tumadre.

      La propuesta de Amy llevaba incluida la expresión «Nabo Naval» y la de Gretchen era más guarra todavía.

      —¿Qué le veis de malo al nombre que ya tiene? —preguntó Lisa.

      —No, no y no —dijo mi padre olvidando por completo que la decisión no era suya. A los pocos días me entraron los remordimientos y empecé a preguntarme si no habría comprado la casa como una forma de decirle «¿Lo ves? No era tan difícil. Sin poner ni una pega, sin titubeos. Sin echarle ni medio vistazo al estado de la fosa séptica. Haces feliz a tu familia y ya te preocupas luego por los detalles».

      La casa que compramos es de dos pisos y la construyeron en 1978. Está sobre unos pilares como Dios manda y tiene dos terrazas, una encima de la otra, las dos mirando al océano. Estaba alquilada hasta finales de septiembre, pero Phyllis nos dejó pasarnos a verla para enseñársela a nuestra familia a la mañana siguiente, después de que nosotros dejáramos la casa en la que habíamos vivido esos días. Cualquier lugar se te hace distinto —para mal, casi siempre— después de haberte comprometido a pagar por él. Mientras los demás corrían escaleras arriba y escaleras abajo pidiéndose tal o cual habitación para el futuro, yo acercaba la nariz a una rejilla de ventilación y me sobrevenía un importante olor a moho. La casa se vendía amueblada, así que me puse a hacer un inventario con todos los sillones reclinables y las teles viejas enormes de las que me desharía más pronto que tarde, junto con las colchas decoradas con anclas y los cojines con diseños de crustáceos.

      —En nuestra casa de la playa la temática va a ser ferroviaria —anuncié—. Trenes en las cortinas, trenes en las toallas... vamos a poner toda la carne en el asador.

      —Madre del amor hermoso —dijo mi padre.

      Trazamos un plan para juntarnos en la nueva casa el próximo Día de Acción de Gracias y, después de despedirnos los unos de los otros, mi familia se dividió en varios grupos y cada cual se dirigió a su respectivo hogar. En la casa de la playa corría la brisa, pero en cuanto dejamos atrás la isla el aire dejó de moverse. Cuanto más aumentaba el calor, más lo hacía mi melancolía. En los sesenta y los setenta la carretera que llevaba a Raleigh pasaba por Smithfield, y a la entrada del pueblo había siempre un cartel gigante donde ponía BIENVENIDOS AL HOGAR DEL KLAN. Esta vez fuimos por otro camino, uno que nos había recomendado mi hermano. Hugh conducía y mi padre iba sentado a su lado. Yo iba hecho una bola en el asiento de atrás, al lado de Amy, y cada vez que alzaba la mirada veía el mismo campo de soja o

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