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paisajes con el océano de fondo y faros iluminados, todas con los cielos llenos de uves pequeñitas, abreviaturas de la palabra gaviota. En el salón había un cartel en el que estaba escrito MOLUSCO VIEJO NUNCA MUERE, SOLO CAMBIA DE CONCHA. El reloj de al lado del cartel daba una hora imposible, como si las manillas se hubieran despegado. Y justo encima había otro cartelito donde ponía ¿A QUIÉN LE IMPORTA?

      Y eso mismo respondíamos cada vez que alguien preguntaba la hora.

      —¿A quién le importa?

      Un día antes de que llegásemos a la playa, se publicó la esquela de Tiffany en el Raleigh News & Observer. La envió Gretchen, que pidió que dijera que nuestra hermana había fallecido en su hogar en completa paz. Sonaba como si estuvieran hablando de una anciana. Una anciana con casa propia. Pero qué podíamos escribir si no, ¿no? La gente dejaba respuestas al obituario en la web del periódico. Un tipo escribió que Tiffany solía ir a su videoclub, en Somerville. Una vez que se le rompieron las gafas, ella le ofreció unas que había encontrado mientras rebuscaba en la basura de un vecino. También dijo que otra vez Tiffany le regaló un Playboy de los sesenta que incluía una serie de fotos titulada «Dulce Pollón de Juventud».

      Cada nuevo detalle nos fascinaba porque no conocíamos nada bien a nuestra hermana. Todos nos habíamos apartado de la familia en algún momento de nuestras vidas, nos habíamos visto obligados a ello para forjar nuestras personalidades, dejar de ser un Sedaris sin más para ser un Sedaris diferente, tu propio Sedaris. Tiffany, a diferencia del resto, jamás retomó el contacto. A veces juraba que iba a ir a casa por Navidad, pero siempre surgía alguna excusa de última hora: perdía un avión, tenía que trabajar. Y lo mismo cada verano. «Hemos venido todos menos tú», le decía, muy consciente de lo carcamal y pasivo-agresivo que sonaba.

      A todos nos había defraudado su ausencia, pero por motivos diferentes. Por muy mal que te llevaras con Tiffany en el momento que fuese, no se podía negar el espectáculo que daba: las entradas dramáticas, los insultos sin pausa de auténtica profesional, la vorágine que iba dejando a su paso. Un día te lanzaba un plato y al día siguiente te regalaba un collage que había hecho con los trocitos. Si la relación con un hermano o con una hermana flaqueaba, se compinchaba con otra persona. Nunca se llevó bien con todos a la vez, pero siempre había mantenido el contacto al menos con uno de nosotros. En la última etapa la elegida fue Lisa, pero todos habíamos desempeñado ese papel más de una vez.

      La última vez que nos acompañó a Emerald Isle fue en 1986.

      —E incluso entonces se marchó a los tres días —dijo Gretchen.

      De niños pasábamos todo el rato en la playa nadando. Luego nos convertimos en adolescentes y optamos por dedicar nuestra vida al bronceado. Hay una modalidad de conversación que solo se da cuando estás echado en el suelo, medio ido, bajo el sol, y yo siempre he estado muy a favor de ella. En la primera tarde de nuestro viaje más reciente extendimos en la playa una colcha enorme de las que usábamos cuando éramos niños y nos echamos encima mientras intercambiábamos anécdotas sobre Tiffany.

      —¿Os acordáis de cuando pasó Halloween en la base militar?

      —¿Y la vez que vino al cumpleaños de papá con un ojo morado?

      —Me acuerdo de una vez que conoció a una chica en una fiesta —empecé a contar cuando llegó mi turno—. La chica se tiró un rato hablando de lo horrible que sería tener una cicatriz en la cara, hasta que Tiffany dijo: «Yo tengo una pequeña cicatriz en la cara y no me parece que sea para tanto».

      —«Ya —dijo la chica—, pero te lo parecería si fueras guapa».

      A Amy le dio un ataque de risa y se puso a hacer la croqueta por el suelo.

      —No había respuesta más perfecta.

      Recoloqué la toalla que estaba usando como almohada.

      —¿Verdad?

      Si se lo hubieran dicho a otra persona, la anécdota podría haber sido un pelín horrible, pero ser fea jamás fue una preocupación para Tiffany, sobre todo entre los veinte y los treinta años, cuando los hombres se echaban a sus pies sin poder evitarlo.

      —Bueno —dije—, y lo mejor de todo es que no recuerdo que tuviera ninguna cicatriz en la cara.

      Aquel día pasé demasiado tiempo bajo el sol y me quemé la frente. Punto final en mi relación con la colcha de la playa. El resto de la semana hice apariciones fugaces, sentándome un rato mientras me secaba después de nadar, pero sobre todo me dediqué a salir con la bici, pedaleando costa arriba y costa abajo mientras pensaba en lo que había sucedido. A los demás nos resultaba fácil llevarnos bien entre nosotros, pero con Tiffany eso siempre implicaba un esfuerzo. Ella y yo solíamos reconciliarnos pronto después de cada discusión, pero nuestra última pelea me quitó las ganas por completo y cuando murió llevábamos ocho años sin dirigirnos la palabra. Durante esos años pasé bastantes veces cerca de Somerville y barajé la idea de ir a verla, pero nunca lo hice, muy a pesar de la insistencia de mi padre. Me informaba de su vida a través de él y de Lisa: Tiffany ha perdido su apartamento, Tiffany ha empezado a cobrar una pensión por discapacidad, Tiffany se ha mudado a una habitación que le han conseguido los de Servicios Sociales. Igual se comunicaba mejor con sus amigos, pero desde luego a su familia solo le llegaban retazos. Más que hablar con nosotros parecía hablar contra nosotros, soltando siempre monólogos eternos, taimados, divertidos y a menudo tan contradictorios que costaba enlazar la frase que acababas de escuchar con la que la había precedido. Antes de que nos dejásemos de hablar, siempre adivinaba cuándo era ella la que estaba al otro lado del teléfono. Entraba en casa y escuchaba a Hugh diciendo «Ajá... mmm... sí... mmm... ajá...».

      Además de las dos cajas que había llenado Amy en Somerville, también trajo el anuario de la clase de Tiffany de 1978, cuando ella tenía catorce años. Entre los mensajes de sus compañeros estaba éste en concreto, escrito por alguien que había dibujado una hoja de marihuana junto a su nombre:

      Tiffany. Eres única en este mundo y tienes un culito igual de único. Solo me arrepiento de no haber salido más veces de fiesta contigo. El insti me come los huevox. Espero que sigas igual de...

      – guay

      – fumada

      – borracha

      – ida de la puta olla

      Luego te miro el culito. Chao.

      Y luego estos otros mensajes:

      Tiffany:

      Tengo mil de ganas de pillarme un ciego contigo en verano.

      Tiffany:

      Llámame este verano y nos fumamos el barrio entero, loca.

      Pocas semanas después de que escribieran esos mensajes, Tiffany se fugó de casa y cuando la encontraron la metieron en un reformatorio de Maine que se llamaba Élan. Según nos contó más adelante, se trataba de un lugar espantoso. Volvió a casa en 1980, tras dos años allí, y desde entonces ninguno de nosotros recuerda ni una sola conversación con ella en la que no lo mencionase. Culpaba a toda su familia por haberla mandado al reformatorio, pero nosotros, sus hermanos, no habíamos tenido ni voz ni voto en aquello. Paul, por ejemplo, tenía diez años cuando sucedió. Yo tenía veintiuno. Durante un año estuve escribiéndole una carta al mes. Hasta que me respondió pidiéndome que parase. Mis padres reconocieron su error mil veces, pero no podían cambiar el pasado. «Teníamos más hijos —le decían para defenderse—. ¿Qué querías? ¿Que parásemos el mundo para dedicarnos a vigilarte?»

      Pasamos tres días en la playa hasta que Lisa y nuestro padre, que ya tiene noventa años, se unieron a nosotros. Estar en la isla implicaba que se perdiera las sesiones de spinning a las que iba en Raleigh, así que me encargué de encontrarle un gimnasio cerca de la casa de alquiler para que no bajara el ritmo. Todas las tardes íbamos al gimnasio y pasábamos un rato juntos. De camino charlábamos un poco, pero en cuanto nos sentábamos en las bicicletas estáticas nos limitábamos a pedalear

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